Para Rolando Cordera
en sus primeros setenta
En este número, la redacción de Este País se ha propuesto reflexionar desde diversos ángulos sobre las estructuras de poder, así como sobre el espacio en el que estas se asentaban antes de los dramáticos cambios de los que pretendemos dar cuenta.
Dicho espacio era el Estado, que abarcaba todo y cuyo marco normativo es o era el límite de las acciones y de las conductas del individuo y que, por lo mismo, brinda o brindaba certidumbre. Ahora esa entidad está en crisis, y algunos lo celebran y hasta entonan el réquiem.
Es cierto que en la historia se han reconocido largos periodos de sociedades sin Estado –la Edad Media, por ejemplo– en los que sí había poder o gobierno, pero no ese omnicomprensivo, con pretensiones de dominio absoluto y excluyente, conocido como soberanía. Para otorgar un espacio territorial a lo que apenas se asomaba como nación –y para hacer viable el mercado que necesitaba hombres libres de ataduras feudales e iguales jurídicamente– se precisaba enfrentar fuerzas como el papado, el imperio, los señores feudales o los gremios, con otra aún más poderosa, lo que dio como resultado el surgimiento del Estado nacional.
En su origen, dicho Estado se tornó en garante de la seguridad, el orden y la defensa de los derechos de los individuos frente a lo arbitrario del poder, valiéndose de su mejor arma: la ley concebida como expresión de la voluntad general. Ya no se obedecía al déspota arbitrario sino a la voluntad de la nación encarnada en sus representantes, quienes gobernaban mediante reglas generales, abstractas y obligatorias. La fuente de esas reglas era la estatal, excluyente de cualesquier otras. Fue así que, separado y por encima de la sociedad, se forjó el Estado de derecho –el Estado laico, en el sentido propio de la palabra– bajo cuyo imperio vivió el mundo durante el siglo xix y parte del XX.
Empero, la Revolución Industrial ya estaba presente y con ella sus secuelas de grandes aglomeraciones urbanas, de acumulación de riqueza en unos y de miseria en otros, de huelgas, quiebras, desempleo y hambre, hechos que evidenciaron la incapacidad de un Estado liberal individualista para regular las fuerzas sociales que lo rebasaban. En respuesta aparecieron excrecencias totalitarias como el nazismo, el fascismo y el estalinismo, y por su parte, aquel Estado de laissez faire débil y carente de instrumentos en materia económica y social sucumbió.
Todo pareció haber vuelto a su cauce cuando se extendieron ampliamente las bondades del consenso social demócrata a nivel mundial, el cual respetaba los derechos fundamentales y la iniciativa de los individuos. Además, se reconocía el lugar equilibrado que debía tener el mercado y el papel fundamental del Estado como reparador de las desigualdades provocadas por el primero. En su calidad de motor del desarrollo, el Estado debía incidir en la aplicación de políticas de protección al trabajo, de seguridad social, de salud y de educación pública de cobertura universal y de intervención en la economía. La nueva etapa, el Estado social de derecho, también conocido como Estado del bienestar, contaba con las armas suficientes para contender con los poderes fácticos e imponer su hegemonía.
Pero el Estado se vio de nuevo asediado por diversos frentes, no todos de connotación positiva. Después de las lecciones aprendidas tras dos dolorosas guerras, se trató de prevenir una tercera con la creación de organismos supranacionales, iniciativa que, aunada a las necesidades de competitividad y de regulación económica y financiera, dio paso a acuerdos multilaterales entre naciones antes aisladas y fue tejiendo lazos de interdependencia a nivel mundial. Si bien hubo motivos justificados para que las naciones se desprendieran de una fracción de su soberanía –la creación de la onu, la unesco o la Corte Internacional son buenos ejemplos de ello–, hubo otros que sirvieron a los propósitos de la Guerra Fría, como el nacimiento de la otan. Los cambios fueron de alguna manera indoloros pero progresivos: de la Comunidad para el Carbón y el Acero nació la Unión Europea, pasando por la Comunidad Económica, y los instrumentos financieros como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o el Banco Europeo empezaron a tomar decisiones que rebasaban las órbitas nacionales.
El gran viraje se dio en la década de los setenta con la crisis petrolera que puso contra la pared a buena parte de las economías desarrolladas, haciendo del Estado del bienestar su principal víctima. A este se le acusó de despilfarro, de ineficiencia, de atentar contra la innovación, la creatividad y la iniciativa individual y empresarial, y en consecuencia se le fue desmantelando progresivamente. Ahora bien, una cosa era corregir deficiencias y excesos y otra abandonar tareas fundamentales que solo el Estado podía cumplir cabalmente.
De forma paralela se desató una ofensiva ideológica para convencer al mundo de que la empresa particular era la única capaz de impulsar el desarrollo económico –en universidades, centros de estudio y fundaciones se difundió e impuso esta visión por medio de cátedras, libros, artículos o discernimiento de premios– y de que el papel del Estado debía limitarse a garantizar el orden, la seguridad y la libre actividad empresarial.
Así nos encontramos hoy ante un panorama en el que el Estado aparece como “rey destronado” y los pocos defensores de su intervención en materia económica son vistos como dinosaurios políticamente incorrectos. Políticos y gobiernos están en franca retirada ante el poder de “los expertos”. La caída de los primeros ministros en Italia y Grecia no fue, recuérdese, consecuencia de un voto de censura de la mayoría parlamentaria, sino por la falta de confianza de los mercados. ¿Y los nuevos primeros ministros, tecnócratas investidos, son realmente tales o solo síndicos de una quiebra designados para defender a los acreedores? Primeros ministros y ministros de finanzas se apresuran a presentarse a la City de Londres –el mayor círculo financiero del mundo– a recabar el beneplácito de los mercados, confianza que antes tenían que ganar en las urnas o en el parlamento.
La soberanía tal como se concebía en la Constitución francesa de 1791 y cuyo sentido clásico heredamos –única, indivisible, inalienable y perteneciente a la Nación– parece haber sido colocada en el museo de la historia. Esa pérdida de soberanía se da por defección, por incomparecencia de nuestros gobiernos.
Son Standard & Poor’s, Fitch o Moody’s las que deciden hasta dónde se debe recortar en educación, ciencia o salud. El Wall Street Journal y el Financial Times, aprovechando la falta de voluntad política gubernamental, señalan qué empresas estatales se deben privatizar. Las decisiones económicas ya no las toman los Estados nacionales, las toman los grandes conglomerados al ubicar o descolocar territorialmente a las empresas. Los planes y programas de gobierno son expuestos no ante los representantes de la Nación soberana o ante audiencias ciudadanas sino ante influyentes centros de discusión económica. ¿No estuvieron apenas en Davos el Presidente mexicano en funciones junto con el aspirante a dicho cargo para recibir el visto bueno de este cenáculo? La soberanía ha dejado de ser lo que era y si algo queda del Estado no es sino para servir a los poderes de hecho. ¿No se apresuran ya algunos gobiernos europeos a reformar sus constituciones para imponer un límite al endeudamiento?
El Estado nacional tuvo como seña de identidad el monopolio de la fuerza legítima, es decir, su uso estaba apoyado en la ley y, al mismo tiempo, la estatal era la única y excluyente fuente normativa. Hoy eso está dejando de ser verdad: ya la regulación normativa no proviene solo del Estado nacional sino que proliferan normas nacidas de convenciones y tratados internacionales, y de acuerdos entre grandes conglomerados económicos.
El “Estado jurisdiccional” del antiguo régimen, cuya prueba de soberanía consistía en su capacidad de impartir justicia, trasladó esta función al Estado nacional –que se la arrogó de manera excluyente y hasta su agotamiento dentro del territorio. Sin embargo, advertimos hoy que la tarea de dirimir diferendos o de arbitrar conflictos de interés poco a poco deja de ser del dominio exclusivo del Estado, y pasa su solución a paneles externos establecidos a merced de tratados comerciales bilaterales o multilaterales.
Pero la pérdida de soberanía no se ha detenido ahí. ¿Acaso nuestro desmantelado Estado nacional ha sido capaz de poner coto al desmesurado poder de los conglomerados monopólicos de la televisión y de la telefonía? No se trata de estatizarlos pero sí de poner orden, porque son concesionarios y no dueños de espacios que pertenecen a la Nación, y en su regulación debe anteponerse ese interés supremo.
La gran mayoría conviene que la recaudación fiscal en México es ridículamente baja –comparable quizá con Haití–, pero sucesivos gobiernos mexicanos de uno y otro signo han sido incapaces de enfrentarse a los poderosos intereses económicos que se niegan a contribuir al gasto público, aduciendo toda clase de argucias para mantener excepciones y privilegios. De esto resulta que los ingresos sean dramáticamente insuficientes para satisfacer las más elementales necesidades, por lo que se tiene que recurrir a los ingresos petroleros que se distraen para el gasto corriente, debiendo ser utilizados en el desarrollo nacional. La incapacidad del Estado mexicano para imponer su soberanía fiscal hace de él un Estado pobre y lo reduce a la categoría de un pobre Estado.
Una de las grandes tragedias nacionales es el punto de degradación en el que está sumida la educación, particularmente la básica. En ello coincide también una gran parte de la opinión pública. Sin embargo, ni los políticos ni los partidos ni el Estado han sabido cómo cortar la perversa relación que se mantiene con una dirigencia sindical corrupta con la que se muestran obsecuentes. No se trata de acabar con el sindicato ni con los derechos laborales legítimos de los trabajadores –las relaciones sep-sindicato deben ser de mutuo respeto– pero el derecho de niños y jóvenes a una educación de cobertura universal y de calidad es una prioridad que debe estar por encima de cualquier consideración, y el Estado no ha sido capaz de imponerla. EstePaís
DAVID PANTOJA MORÁN es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales en la UNAM.