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¿Y la víctima?
Este País | Verónica Navarro Benítez | 01.12.2012 | 1 Comentario

Acto infame, en muchas ocasiones la violación se convierte en una nueva pesadilla durante el proceso que supondría la impartición de justicia. La autora se refiere a ¿Qué es esta monstruosidad?, de Luis de la Barreda, un libro fundamental para abordar el tema del abuso contra la mujer desde perspectivas novedosas.

©iStockphoto.com/JuanDarien

Primer momento: corría el año de 1993

Conocí al doctor Luis de la Barreda en el departamento de frutas y verduras de la Comercial Mexicana de San Jerónimo; lo vi de lejos y lo reconocí de inmediato. Decidí abordarlo:

—Soy la directora del Reclusorio Femenil Norte, a quien usted no ha querido conocer hasta ahora.
El doctor me miró con curiosidad. Ese es, precisamente, uno de los rasgos distintivos de su personalidad. Me saludó con la cortesía de un caballero inglés. Es refinado en su trato con todas las personas: ricos, pobres, mujeres, hombres, niños y adultos.

En aquel entonces, el doctor era visitador de prisiones de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (cndh), y con frecuencia asistía al Reclusorio Femenil Norte. Sus clientas más asiduas eran las guerrilleras del procup quienes —un día sí y otro no— interponían quejas ante la cndh, alegando malos tratos y violaciones a sus derechos por parte de las autoridades.

Yo no era otra cosa que una académica convertida en verdugo. Me desempeñaba como directora de un reclusorio femenil, al cual llegué, por cierto, de una manera muy mexicana: un amigo, a quien le habían encomendado dirigir todas las prisiones de la Ciudad de México, me había sacado del mundo de la academia para llevarme al submundo de las prisiones. Necesariamente, me encontraba “fuera de lugar”, como se dice en el futbol —deporte que, por cierto, hace perder su parsimonia y equilibrio al doctor De la Barreda.

Un día cualquiera, los custodios del Reclusorio Norte, ubicado en Cuautepec Barrio Bajo —una de las zonas más sórdidas y alejadas de la mano de Dios en nuestra ciudad—, me avisaron que el doctor De la Barreda había llegado y platicaba con las guerrilleras del procup. Con la ingenuidad a cuestas, se me hizo fácil invitarlo a una fiesta que en ese momento celebrábamos. Dentro del cautiverio, los más nimios festejos cobran gran importancia porque son distracciones contra la amargura que provoca estar lejos de lo que se ama. Cuando regresó, la mensajera me dijo:

—El doctor De la Barreda lamenta no asistir a la fiesta porque él, en su carácter de visitador, no socializa con las autoridades.

Ese es el doctor De la Barreda: un hombre pulcro en su actuar como defensor de los derechos humanos. Esa pulcritud se asoma siempre en todas las ventanas de su vida, en todas las trincheras en las que ha trabajado, incluso pagando precios muy altos, sobre todo en el ámbito de la política.

Desde aquel día hemos realizado juntos un sinnúmero de travesías, incluida la presentación de su libro sobre la violación.

Segundo momento: ¿por qué la erotización del delito de violación?

En la lectura de ¿Qué es esta monstruosidad? encontré nuevamente a ese hombre que conocí en la Comercial Mexicana; ese doctor curioso, inquisitivo, puntual, inteligente, lleno de parsimonia y de equilibrio argumentativo. En el caso del libro, sin embargo, se pregunta horrorizado: “¿Qué lleva a los hombres y a las mujeres a comportarse como monstruos cuando se convierten en violadores?”.

También encontré que el libro denuncia una criminología racista; una ciencia que, en su búsqueda de la respuesta a esa pregunta, sataniza, estigmatiza al otro, al diferente, al anormal física o mentalmente; como muestra de ello tenemos a “un Lombroso”, quien en sus teorías refiere lo peligroso que resulta tener orejas deformes o rostros asimétricos.

Hallé una criminología que señala al pobre diablo, al precario, al paria, al inculto, al pobre y al negro quienes, con su sexualidad exuberante y un deseo de venganza en el corazón, claman revancha, justicia, mientras violan a las mujeres blancas —como las Panteras Negras en Estados Unidos durante los años sesenta. Ahí está Luis, horrorizado, narrándonos la experiencia.

También la psicología participa con su construcción de los perfiles mentales del violador, bajo los cuales el apetito sexual domina al hombre civilizado, al ser social, y lo convierte en monstruo. En su ayuda llega más tarde la sociología que incluye, desde la perspectiva de la construcción cultural, el ejercicio del poder entre los géneros, la dominación que el violador ejerce sobre su víctima. Así, pone en el escenario las teorías de la masculinidad, de la violencia contra las mujeres, del sistema patriarcal bajo el cual las mujeres no son personas sino objetos que se poseen, sin sexualidad propia, porque esta es prerrogativa del hombre: “Él la toma sexualmente donde quiere y cuando quiere”, sin consentimiento alguno. Además, esta visión refiere los rituales, el orgullo y el honor masculinos en la esfera de la sexualidad, que han costado muchas vidas e injusticias contra las mujeres en todo el mundo.

Finalmente, Luis de la Barreda concluye que ni la biología, ni el entorno, ni la dominación social de un sexo sobre el otro son responsables de esta aberrante conducta; nos dice —y nos cimbra con su reflexión— que el violador es un hombre o una mujer que, en libertad, valora, razona, decide, elige, actúa para convertirse en violador o violadora.

Tercer momento: el combate

Nuestro autor entra ahora de lleno en el combate jurídico: analiza y critica la construcción del tipo penal de violación en sus diferentes modalidades, con lo cual cuestiona los elementos que lo configuran; esos términos que encantan a los abogados y que al común de los mortales, como yo, nos resultan incomprensibles y, por lo tanto, nos confunden o en el mejor de los casos nos indignan, porque nos hacen preguntarnos si en realidad debían definirse —construirse— de “esa manera”.

Y ahí están, en esas páginas, las disertaciones críticas sobre el sujeto activo y el pasivo del delito de violación, sobre el deber jurídico, el bien a tutelar, la conducta típica, los medios de comisión del delito, etcétera.

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Con el perdón de los abogados, después de haber leído los capítulos correspondientes a estas discusiones me quedo con la idea de que el autor es como el Quijote de la Mancha: valiente, terco, en soledad, recorre caminos; busca la justicia con sus ideales puestos sobre el lomo de su caballo; cabalga por una tierra llena de herencias nefastas, de creencias distorsionadas y aberrantes —como en varios lugares del mundo— sobre lo que se presume que es la conducta del violador y el dolor de la víctima.

En mi opinión, el tipo penal de violación —que el doctor describe en su libro— solo existe en la mentalidad penal. Son una serie de condiciones que la mente judicial impone “artificialmente” a la víctima y sus representantes (abogados defensores, o miembros del Ministerio Público, mp). Son requisitos imposibles de cumplir porque están llenos de distorsiones, así como de supuestos falsos sobre el comportamiento violento del agresor y sobre la respuesta “esperada” de su víctima. En seguida, menciono algunas de estas distorsiones.

Primera distorsión. En la mentalidad penal aún prevalece la idea de que la violación siempre es, en menor o mayor grado, una conducta erótica. Por lo tanto, para lograr la sanción del delito hay que probar a quien lo juzga que no hubo el más mínimo ingrediente de consentimiento (deseo) de la víctima en el acto delictivo. Y uno se pregunta: ¿por qué es tan difícil para la mentalidad judicial comprender que la violación no es un acto erótico, consensuado entre los participantes, sino un acto de violencia?

Segunda distorsión. Tengo la impresión de que para la mentalidad judicial y sus códigos penales, la mujer que sufre violación es mentirosa, y por esta razón se duda, en mayor o en menor medida, de su “dicho”. Entonces, para otorgarle credibilidad, nuevamente se le piden todas las pruebas, pues “no vaya a suceder” que “ella embarque a un inocente” (es muy común escuchar esto en los juzgados), o “que haya inventado el delito para sacar provecho de la situación”, o “que haya propiciado la conducta con sus coqueterías y con sus comportamientos permisivos y descocados”. Dudas y más dudas sobre la mujer y su dolor, es lo que ronda en la mentalidad de la barandilla y los juzgados.

Y así, interrogatorios van y vienen. En unos casos se cuestiona —nos dice el doctor De la Barreda— si la víctima se defendió lo suficiente; se le pregunta por qué no grito o pidió ayuda, y por esta razón se piden pruebas periciales y médicas para medir el tipo de fuerza que ella uso en la resistencia contra el violador: ¿hay suficientes moretones?, ¿hay desgarre vaginal?, ¿acaso costillas rotas?, ¿ojos morados?, ¿marcas de mordidas y rasguños?, ¿ropa desgarrada?, ¿se utilizaron cuchillos y pistolas para someter a la víctima?, ¿hubo amenazas?, ¿qué daños presenta el agresor como producto de esta batalla?

Regla ministerial no escrita: “A mayor cercanía del agresor con la víctima, mayor duda de que la violación haya ocurrido”. Regla ministerial no escrita número dos: “Una vez encarrilada la máquina de la sexualidad masculina, el hombre no puede detenerla”. Y bajo este razonamiento “tan científico”, la mujer siempre es parcial o totalmente responsable de “haber puesto en marcha la locomotora del sexo varonil”.

Pregunto: ¿por qué no se exigen estas pruebas en otros delitos?, ¿por qué no se duda? No recuerdo haber escuchado que un mp o un juez cuestionara a alguna víctima de robo con preguntas o aseveraciones como estas: “Señora, ¿en verdad le robaron la bolsa?”, o “Se me hace que usted solo quiere perjudicar al denunciante”, o “A lo mejor usted ‛propició’ que le robaran la bolsa, porque quería comprarse otra”; o “Creo que usted, con la mirada, le dijo al ladrón: ‛¡Róbame la bolsa!’”, o toda esa sarta de disparates que los abogados denominan interrogatorio judicial para allegarse las pruebas.

Nuevamente pregunto: ¿por qué tantas condiciones en el tipo penal de violación para tipificarlo como delito? Y es ahí donde nuestro Quijote desmenuza con maestría los estrechos caminos del derecho penal.

En uno de los capítulos, don Luis describe el caso de Claudia, mujer a quien la Corte dio el nombre de “víctima propiciatoria” porque fue a bailar con el agresor, bebió unos tragos con él y, para defenderse de la violación, utilizó una pistola. Los peritos y los jueces decidieron que merecía la cárcel porque hizo “uso excesivo de la fuerza”, le metió un tiro al agresor. La pobre Claudia fue a dar al calabozo, ante el silencio de todos nosotros. Este caso me recordó otros, como aquel de Pakistán donde, hasta hace algunos años, la mujer tampoco tenía alternativas pues el código penal de ese país establecía que, para que la violación fuera tipificada, debían fungir como testigos cuatro hombres; de otro modo la denunciante era condenada a la pena de muerte ¡por adulterio!

En México, con nuestros “avanzados” códigos penales, no estamos tan lejos de esas injusticias. Habría que preguntarle al docto, sensible, minucioso, vanguardista doctor De la Barreda, quien con una destreza jurídica impecable explica en su libro a sus colegas y al público en general que la violación es mucho más que la suma de sus partes, que es un acto complejo, que existen mecanismos de sometimiento invisibles pero igual de poderosos que un cuchillo o una pistola para abusar de la víctima. Además, señala que la conducta de los sujetos pasivo y activo del delito no encuadran fácilmente en el tipo penal construido.

Pero lo que más conmueve es la batalla discursiva para convencer al lector de que el bien a tutelar en este delito es la libertad sexual de la persona. Parece tan sencillo y tan obvio para la democracia, mas no es así. La mentalidad judicial, las barandillas y los juzgados aún no entienden “cómo se come eso”, porque para la mayoría de ellos la mujer aún no es dueña de su cuerpo, ni de su sexualidad, y mucho menos es libre de decidir, ya sea antes o después de que se haya iniciado un encuentro sexual, si quiere o no tener relaciones.

©iStockphoto.com/JuanDarien

Sin embargo, Luis insiste; y sigue disertando para lograr la defensa de la libertad de las personas de ejercer su sexualidad con quien sea (el novio, el amigo, el amante, el desconocido) y en las circunstancias que sean (en la cama, la oficina, el cine). No sé cómo el doctor no se siente demasiado agotado ya, lleno de los chichones que provoca chocar una y otra vez con la pared de ladrillos testarudos del sistema penal.

Después de leer este libro, pido a la vida que si me violan (toco madera), la violación se dé en las condiciones que establece el Código Penal, para que el delincuente sea castigado; es decir que me viole en la calle o en un terreno baldío un extraño y yo termine severamente herida y devastada —y que lo parezca—, para que haya evidencia de que me resistí y el juzgador me crea, y que el violador sea un albañil y con aspecto de degenerado. Solo así podría yo alcanzar eso que llaman justicia. Si mi esposo fuese el violador y me hubiese violado en mi cama sin dejar huellas visibles del daño —¡Dios me agarre confesada!—, estaría “frita” porque me sería muy difícil cumplir con los requisitos que establece el famoso Código para poder tipificar este delito, salvo que el doctor De la Barreda fuese mi abogado. Entonces él defendería mi derecho a la libertad sexual, y seguramente alcanzaría justicia. Pero como el doctor no nos puede defender a todas y cada una de nosotras en la corte, nos regala generosamente este libro; y en su calidad de defensor de los derechos de las mujeres y las víctimas de violación, nos da elementos jurídicos para que sea castigado quien cometa un delito contra nuestra libertad sexual.

A veces pienso que el doctor De la Barreda debió haber nacido en un país del primer mundo, pues tiene la estatura y la talla de, por ejemplo, el juez Garzón de España (¡con todo y su ingrata historia!). Pero, para nuestra fortuna, nació en un país donde aún se piensa que los feminicidios son responsabilidad de las “difuntas”, porque andan con las compañías equivocadas, porque salen en la noche a divertirse, porque seleccionan a los hombres equivocados, “a sus novios violentos”.

Esta es la tierra donde le tocó nacer, doctor, y así tenemos la fortuna de que, con su inteligencia, su ética, sus buenas causas y su pluma, esté luchando por esta causa tan justa, desafiando las mentes perezosas y retrógradas que todavía no quieren ni pueden comprender, que prefieren distorsionar los hechos para ceñirlos a la “teoría penal” en lugar de construir otras teorías más sabias y acordes con los tiempos y los desafíos de la humanidad: mujeres y hombres.

Gracias, Luis. Déjame llamarte ahora así, de manera sencilla, por tu nombre, porque te sentimos entrañable. Muchas gracias por todo.

____________________________

VERÓNICA NAVARRO BENÍTEZ es socióloga. Hizo estudios de posgrado en Estados Unidos e Inglaterra. Fue la primera mujer directora general de los Centros de Prevención y Readaptación Social del DF. Ganadora de la Beca Leo Rowe otorgada por la OEA, ha realizado labores de investigación en México, Norteamérica y África.

Una respuesta para “¿Y la víctima?
  1. Teresa Mosco Hernandez dice:

    Lic. Veronica: su articulo me parece muy interesante e ilustrativo, para describir la imparticion de justicia en nuetro pais, en particular cuando se trata de este delito. yo soy trabajadora de la penitenciaria femenil santa martha acatitla, me encantaria compartir con usted mi experiencia en el ambito laboral y lo complicado que en la actualidad resulta la intervencion de los D.H. en el penal. Conozco a la companera Hortencia millan quien me ha platicado de la epoca en la que trabajo con usted.
    me encantaria que me contactara, necesitamos de usted!!!

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