El 16 de mayo pasado, en el homenaje que el Estado mexicano rindió a Carlos Fuentes en el Palacio de Bellas Artes, Federico Reyes Heroles pronunció las palabras que ahora reproducimos. México decía adiós a uno de sus más convencidos y también más críticos promotores, la lengua española perdía a uno de sus mayores exponentes y el autor de este epitafio se despedía del amigo. Este País contó a Fuentes entre sus plumas desde abril de 1991, cuando apareció por primera vez la revista. En tiempos más recientes, redobló su presencia mediante una columna de comentario de las artes, “El espectador”, que apareció durante dos años en EstePaís | cultura. Estuvo muy cerca como escritor, pero sobre todo como amigo y promotor generoso de un proyecto intelectual y cultural. La revista, una sola con Reyes Heroles, lo echará de menos.
Decía Alexis de Tocqueville que la fortaleza de una nación radica en la solidez de sus recuerdos y el poderío de sus sueños. Pero el recuerdo y los sueños de una nación se tienen que plasmar en palabras. Solo la palabra permite reconocernos, compartir, ser en lo individual y en lo colectivo. Pero la palabra no cae de un árbol como fruto gracioso. La palabra necesita de ingenieros que consoliden los cimientos, de arquitectos que imaginen una forma y –quizá lo más difícil de encontrar– de un alma que sienta por sí misma y por los demás.
Cruzábamos el Atlántico en un buque allá por los años sesenta. “Mira, allí está Carlos Fuentes. Vamos a saludarlo”, dijo mi madre. Yo era un niño. Se conocían desde muy jóvenes, del servicio exterior. Husmeaba en la biblioteca del barco cuando lo interrumpimos. Fue afable, vestía jeans, me pareció gozoso. “Es un gran escritor”, fue la única explicación que recibí. Escritor, pensé, qué misterio. Con los años comprendí que el quehacer de un escritor era ampliar el alma para sentir más y mejor y poder poner esos sentimientos en negro sobre blanco, atraparlos en palabras. El referente del escritor era Fuentes.
“De Quetzalcóatl a Pepsicóatl”, escribió Fuentes en un libro tan arbitrario como brillante, Tiempo mexicano. ¿Pero a quién se le ocurre algo así? A Fuentes, que atrapó la tensión entre las tradiciones y la modernidad. Además, en el título mismo de la obra delataba una de sus grandes obsesiones: el Tiempo, con mayúscula, no el que miden las agujas de un reloj –¡qué fácil sería!–, sino el otro, el subjetivo, el de Kant, en el que una mirada, un minuto, puede transformar una vida y un siglo, ser un interminable pasmo.
“Tus dedos helados… sin tacto… tus uñas negras, azules… tus quijadas temblorosas… Artemio Cruz… nombre… ‘inútil’… ‘corazón’… ‘masaje’… ‘inútil’… ya no sabrás… te traje adentro y moriré contigo… los tres… moriremos… Tú… mueres… has muerto… moriré.” Son los últimos renglones de La muerte de Artemio Cruz, novela icónica del laberinto social y emocional de la posrevolución.
Allí Fuentes indagaba en los recuerdos, lo hacía para construir nación, para crear una identidad a través de la palabra, su gran obstinación. Decir las cosas, decirlas a tiempo y con un sentido final capaz de hermanar emociones, esa era la meta. Pero si la Revolución era tema arquetípico de la literatura mexicana de la segunda mitad de siglo xx, el retrato de una gran ciudad no lo era. Fuentes venía ya de La región más transparente, donde había logrado delatar a la seudoaristocracia, a los Betos y las Gladys, a los amenazados en su imaginario colectivo por la revuelta popular. Triunfadores de oropel, fracasados con disfraz, el proletariado tan de moda en esa época y los que fluctúan de una clase a otra, decía Fuentes, para designar a las que hoy llamamos clases medias. Muchos personajes representativos de un México que, por desgracia, todavía no queda atrás del todo. La capital cobró conciencia de sí misma. La nación cobró conciencia de su capital.
Pasado, Artemio Cruz; presente, La región más transparente, y por qué no, futuro. Por qué no imaginar un transporte aéreo masivo para los trabajadores mexicanos que se ganan sus pesos colgando de las ventanas de los grandes edificios de Chicago o de Nueva York, ciudad que Carlos amaba como pocas. Se bambolean en sus cuerdas limpiando vidrios sucios para los cuales ya no hay valientes en nuestro vecino del norte. Hacen dinero y se vienen a México volando. Allí están los relatos que imaginaban un futuro que crea nación. Por qué no una identidad nacional que surge al norte de México y al sur de Estados Unidos. Una nueva identidad que obliga al encuentro. Ciudadanos de Oaxaca o Michoacán conviviendo con texanos y californianos. Pintores, poetas, dramaturgos que son producto de ese encuentro fantástico e incomprendido. Fuentes siempre creyó en esa fuerza que resulta del encuentro de culturas. Lo que salga será mejor, pensaba. El purismo no era su convicción.
Alumno informal de un gran tutor con quien lo unió una profunda amistad —me refiero a Alfonso Reyes—, Carlos Fuentes siempre defendió la tesis del regiomontano: la cultura o es universal o no es cultura. Lo demás es folclor. Por eso se lanzó a una aventura magna como lo es El espejo enterrado, en donde nos habla de Zurbarán o de Las bodas de Fígaro, ese espléndido y complejo texto en que cruza los mares, el Atlántico en particular, para mostrar los puentes invisibles pero indestructibles que unen a las culturas de una y otra costa. Qué hombre más complejo y completo era Fuentes. Lo recuerdo en la excelente versión de ese libro –El espejo enterrado– elaborada por la televisión británica. Allí nuestro gran escritor se despliega frente a las cámaras como si lo hubiera hecho toda la vida.
Y ya que en las cámaras andamos, cómo dejar de mencionar a ese Carlos cinéfilo que competía con José Luis Cuevas y con Monsiváis recordando directores, guionistas, camarógrafos y por supuesto actores y actrices, sobre todo a las bellas. Porque también estaba ese Fuentes capaz de cantar tramos enteros de Don Giovanni o de repetir al alimón con García Márquez grandes parrafadas de Quevedo o de Góngora. Un escritor no puede tener límites, debe poder experimentar emociones diversas, disfrutar de una deliciosa nieve o bailar en algún arrabal de Buenos Aires, ciudad por la cual también tenía una particular debilidad, consecuencia de su estadía infantil como hijo de diplomático.
Pero Carlos Fuentes vio con toda claridad que tenía varias misiones culturales que cumplir: su obra, por supuesto, su trabajo en los recuerdos y en los sueños, era la principal. Pero podía también servir de puente, de enlace entre los brillantes pero desorganizados brotes de la literatura de habla hispana. De ahí su fantástica producción como ensayista y crítico literario: de La nueva novela hispanoamericana, donde hace una radiografía de Vargas Llosa, de Carpentier, de su gran amigo García Márquez, de Cortázar y Goytisolo, libro de finales de los sesenta, a La gran novela latinoamericana del 2011, pasando por Geografía de la novela del 93. Pero basta de traer a la memoria los infinitos títulos de su amplísima obra. Para eso tendremos, por desgracia, mucho tiempo, para ordenar y recapacitar. Sería injusto quedarnos allí. Porque hay mucho más. Voy a las virtudes.
Carlos Fuentes el gran conversador. No solo me refiero a los recuerdos privados de prolongadas noches, sino a las múltiples entrevistas donde el ánimo pedagógico imperaba y la pasión se engalanaba. Admirador de sus grandes maestros de la Facultad de Derecho de la unam, Fuentes sabía del poder de la oralidad y lo explotaba segundo a segundo. Nada odiaba más que una conversación insulsa, insabora e incolora.
Carlos Fuentes el laborioso. Decenas de libros, se dice fácil. Pero la disciplina cotidiana de Fuentes, su ritual de trabajo, su severidad consigo mismo, el sacrificio implícito, son una lección para todos. Fuentes se tomó en serio su oficio y eso debe ser ejemplo para muchos.
Carlos Fuentes el conferencista. Francés, inglés y por supuesto español, todos a la perfección, Fuentes era un gran seductor que atrapaba con un solo instrumento: la palabra. La construcción de las oraciones y los párrafos; los adjetivos, la entonación, su cuidada dicción y por supuesto su gran capacidad histriónica al servicio de las ideas. Ni pantallas, ni lucecitas, ni música de fondo. Carlos rompía el silencio del auditorio y sabía el instante preciso para regresarlo y provocar una ovación.
Carlos Fuentes el organizador de aventuras. Como si no tuviera qué hacer, se daba tiempo para organizar encuentros, congresos e incluso una institución como el Foro Iberoamérica. Con más de una década de vida, año con año este foro propició la reunión de empresarios, intelectuales y personajes de la talla de Felipe González, los expresidentes Sanguinetti, Cardoso, Gaviria, Lagos y varios más, todo con el fin de mantener viva la flama de su sana obsesión iberoamericanista.
Pero no todo era la suavidad y cortesía del diplomático natural que llevaba dentro. El comentarista periodístico Fuentes era una pluma de tenerle miedo. Basta con revisar un texto implacable que se describe en el título: “Contra Bush”. Su posición liberal y progresista lo llevó a comprender los límites de los ensueños de los sesenta y a fortalecer las libertades como única ruta hacia la gran libertad.
Imposible no recordar otro atributo. Carlos Fuentes fue un hombre muy generoso. Lo fue con sus amigos, pues era muy amigo de sus amigos, pero también con desconocidos a los que firmaba, en apariencia sin cansancio, cientos de ejemplares, aunque después estuviera agotado. Generoso, muy generoso, con los escritores jóvenes, a quienes nunca se cansó de impulsar. Por algo murió el día del maestro. Brinco al plural: generosos, porque Silvia y él no podían contenerse de compartir sus comentarios sobre una buena película o dvd o puesta en escena de una ópera. Generosidad que inundó su casa para convertirla en lugar de encuentro de los diversos, de discusión, de abrazos fraternales de los adversarios políticos. ¡Qué enseñanza civilizatoria!
Viajeros incansables. Silvia Lemus, su gran amor, su gran compañera en las muy buenas y las muy malas, que también las hubo, le llevaba hogar adonde Carlos tuviera que ir. Los Fuentes se erigieron en una antena muy sensible de lo que ocurría en el mundo. Durante meses de ausencia y vuelos innumerables por todo el globo, acumulaban información y conocimiento que llegaban a compartir. Hoy puede parecer poca cosa, pero en un país cerrado esa labor fue vital. Encarnó la convicción de llevar México al mundo y traer más mundo a México.
Lo veo en aquel buque muy lejano en la memoria; lo veo en su estudio mirando los volcanes, rodeado de libros; lo veo enfático y convincente en una conferencia. Lo veo tomándonos un bravo martini simplemente porque sí; lo veo en La Orduña, cerca de Jalapa, visitando solos el ingenio azucarero donde había sido concebido, eso me dijo; lo veo bailando con Silvia en Cartagena al lado de los Gabos; lo veo en Londres trepando a su departamento y en Roma gozando la ciudad y una pasta; lo veo con sus dedos índices chuecos, por no decir deformados, de tanto apretar la tecla, pero sobre todo lo veo discutiendo sobre su México, ese que siempre quiso que fuera mejor, más próspero, más justo, un México que estuviera a la altura del mundo.
En este abrupto vacío tenemos un consuelo: terminó como quería, leyendo, viajando, con proyectos, discutiendo y, sobre todo, con los dedos sobre el teclado. Fue un hombre cruzado por la pasión, en la charla, frente a la hoja en blanco, ante la estética.
“Qué buen artículo”, le dije el lunes a eso de las dos de la tarde. “Si te gustó este, espérate al de mañana. Ya lo comentaremos”, me dijo. Guaseamos un rato, me habló de su nuevo proyecto y del problema de mover tantos libros. “Oye –le dije–, quedamos de ir al teatro”. “Es cierto, búscate algo.” “Órale”, le respondí. “Yo disparo la cena –me dijo–, tú pagaste la última comida.” De esa no te escapas, querido Carlos. Siguiendo a Tocqueville, te habremos de buscar en nuestros recuerdos y en nuestros sueños sabiendo que eres parte central de la gran nación que ayudaste a construir.
Gracias Carlos por lo mucho que nos diste, a los individuos, a tu México.
Descansa. Sin ti, pero rodeada de los muchos que te quieren, tu güerita, tu gran preocupación, habrá de estar bien.
Ha sido un honor. Gracias.
Un mexicano muy universal, dotado de claridad en los conceptos y facilidad para el manejo de las palabras
¡Qué gran escritor ha perdido las letras españolas!
!Qué delicia de leer!Menos mal que su palabra permanece.