Woody Allen, en Deconstruyendo a Harry, situaba a los críticos literarios en el infierno, dando satisfacción al menos en la pantalla a los deseos de tantos escritores que aborrecen a los críticos, incluidos aquellos que nunca escribieron sobre sus libros.
Esta inquina adopta diferentes estrategias para manifestarse. Algunos se inclinan por un desdén que les sitúe por encima de la controversia; para que nadie crea que se sienten heridos por la crítica, deciden ignorarla: “El artista no tiene tiempo para escuchar a los críticos. Los que quieren ser escritores leen las críticas, los que quieren escribir no tienen tiempo para leerlas”. Esta frase de Faulkner no deslumbra por su inteligencia, pero este es un fenómeno frecuente cuando los escritores opinamos sobre los críticos. Que a Faulkner no se le pase por la cabeza que quien quiere escribir también puede aprender de la opinión o valoración de otros resulta desconcertante por lo simplista o sencillamente megalómano del planteamiento, sobre el que planea la concepción romántica del genio, que solo crea a partir de la propia inspiración: cualquier opinión o consideración que provenga del exterior solo puede perturbar la delicada alquimia del proceso creativo.
Otros autores, como Tolstoi, prefieren negar la utilidad del crítico. “¡Explicar! ¿Qué es lo que ellos explican? El artista, si lo es de verdad, ha transmitido los sentimientos que experimentaba por medio de su obra. Y en estas condiciones, ¿qué queda por explicar?”. Grisham, quien como casi todos los autores de best sellers ha sufrido el encarnizamiento de los críticos, les recomienda displicentemente buscarse una actividad que dé sentido a sus vidas. En un tono similar, Nabokov, con su aristocrático desprecio, escribía: “Los críticos, esos pobres mercenarios…”, aunque el apelativo se podría aplicar con igual justicia a los escritores, sobre todo hoy cuando buena parte de nosotros, incapaces de vivir de los derechos de autor, nos pluriempleamos como tertulianos, articulistas, traductores, cuentistas por encargo… y críticos literarios.
Hay quien no se limita a expresar su escasa consideración por la crítica en privado o en algún artículo, y se toma la molestia de escribir toda una novela para vengarse de sus ataques: José Ángel Mañas, en Soy un escritor frustrado, devuelve los golpes a una crítica que trató sus primeras obras probablemente con demasiado rigor, como por otra parte suele ser la suerte de los escritores jóvenes que plantean una manera novedosa de concebir la literatura: los críticos de más edad suelen estar demasiado apegados a una concepción de la literatura como para ser capaces de apreciar su desmantelamiento por las nuevas generaciones.
El pintor Kitaj iría aún más lejos, escenificando en un cuadro el fusilamiento de la crítica, representada como un monstruo babeante, a la que acusaba de haber causado la muerte de su esposa, estableciendo una curiosa relación entre la obra fulminada y la esposa muerta. Y también Martín Walser, en La muerte de un crítico, se dio el placer de ejecutar en efigie a su némesis, el famoso, y despiadado, y narcisista, crítico Reich Ranicki, que había sido implacable con la obra de Walser. La novela tuvo, por cierto, muy poco éxito de crítica.
Por un lado los escritores conceden demasiada importancia a las críticas que reciben, magnifican la figura del crítico —hasta el punto, como Kitaj, de hacerle responsable de una muerte— y por otro lado se vengan de esa dependencia despreciando su labor. Lucía Etxebarría, en el contexto de una famosa trifulca alrededor de una reseña de una novela de Bernardo Atxaga, señalaba en una carta abierta que nadie se acuerda más tarde de lo que dicen los críticos; otra de esas banalidades que se nos escapan a los escritores en estas ocasiones; poco importa que tenga o no razón Etxebarría; tampoco se recuerda el nombre de los entrenadores de los grandes tenistas, lo que no significa que su labor sea inútil. Pretender humillar a un crítico afirmando que nadie se acordará de él es un recurso tan pobre como cuando un escritor acusado de plagio se ríe del acusador por ser este un “don nadie”; suena a arrogancia de nuevo rico.
Por supuesto, hay críticos extremadamente incapaces. Y la mayoría es mediocre. No lo digo para sacar yo también a relucir mi rencor de escritor, sino porque esa misma frase podría dedicársela a los médicos, los fontaneros, los arquitectos, los albañiles o los escritores. En el caso de la crítica esa mediocridad se traduce en estrechez de miras, incapacidad para entender el libro que se supone que están explicando, excesivo apego a una estética que les impide apreciar la que practican otros, y en especial los más jóvenes. Otra forma de mediocridad es la de no usar la crítica para desentrañar un libro —su valor, sus propuestas estéticas, sus fuentes, sus logros, sus fracasos— sino para mostrar que el crítico sabe más que el autor sobre el tema en cuestión —fenómeno frecuente en la crítica de ensayos— o para hacer alarde de conocimientos literarios que no vienen a cuento. A todo esto podríamos añadir el amiguismo y la venalidad.
Cierto, por alguna o varias de las razones que acabo de señalar, la crítica que encontramos en periódicos y revistas —la crítica académica, al enfrentarse a otras exigencias, suele ser más fiable— es con frecuencia desdeñable. Igual que es desdeñable la mayor parte de la literatura que se publica. Lo que no significa que la crítica y la literatura no tengan interés.
Al escritor la crítica le sirve a veces para aprender, para descubrir fallos y también aciertos en la propia obra, para volverse consciente de aspectos en los que no se había fijado; en el peor de los casos, es útil para endurecer sus dientes y sus garras, para volverlo capaz de defender su escritura, argumentarla, reforzar su pasión por ella.
Y al lector le sirve para consolidar su criterio, comparando con el de los críticos a los que lee. Si es prudente, acabará por entresacar a unos cuantos que le parezcan valiosos para mantener una silenciosa conversación con ellos, y a veces son más interesantes quienes no concuerdan con nuestro criterio; igual que el escritor debe interesarse no por la crítica que mejor trata a sus obras, sino por aquella —aunque sea escasa— que le permite reflexionar sobre el propio trabajo. ~
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JOSÉ OVEJERO (Madrid, 1958) es colaborador habitual de diversos periódicos y revistas europeos. Entre sus novelas se cuentan Un mal año para Miki, Huir de Palermo, Las vidas ajenas, La comedia salvaje y Escritores delincuentes, la más reciente. Es autor, además, de poesía, ensayo, cuento y crónica de viaje. Ha recibido los premios Ciudad de Irún, Grandes Viajeros, Primavera de novela y Villa de Madrid “Ramón Gómez de la Serna” .