CONEY ISLAND, Nueva York.- Muchos lectores de Este País conocen Nueva York pero posiblemente sean bastantes menos quienes hayan visitado el acuario de esa maravillosa ciudad, ubicado en Coney Island. Localizado a unos cuarenta y cinco minutos en metro del corazón de Manhattan no es el destino turístico más popular ni concurrido de la urbe, en parte por su ubicación pero también por la vibrante actividad que existe en la ciudad que nunca duerme, a la que muchos visitantes llegan con planes extenuantes, calculados al minuto, sin márgenes de error o para la experimentación.
El gran atractivo del acuario es que puede ser una visita divertida para niños y jóvenes. Quien viaje con ellos y desee salir del tráfago de Nueva York sin duda podrá pasar en él un excelente día.
El problema es que ese plan alternativo hoy día es imposible. El 29 de octubre el ciclón tropical Sandy golpeó con saña el noreste de Estados Unidos, tanta que arrasó con todo lo que encontró cerca de esa costa del país. Barrió Atlantic City y dejó muy maltrecha la península de Coney Island, localizada en el extremo sur de Brooklyn. Si bien esta zona suburbial de Nueva York fue atractiva a comienzos del siglo pasado, ahora luce como un distrito desangelado y funcionarial. A esa altura de la ciudad el mayor encanto es quizá la playa, muy disfrutable en épocas cálidas.
En uno de los últimos días que estuve conocí de cerca el acuario, el hogar de unas 10 mil especies marinas. De allí es la foto que ven: en ella una pequeña mira fascinada tortugas y tiburones nadando en una de las inmensas peceras. Estudiantes, parejas, familias pasaban el día despreocupados en el lugar. Un espectáculo en el delfinario también resultaba atractivo. En otro lugar voluntarios mostraban cangrejos y otros crustáceos pacientes y tolerantes, que permitían al visitante sentirlos, pasarle los dedos por el caparazón.
La imagen que elegí es optimista, lúdica. Hay admiración, respeto, alegría, esa sana curiosidad infantil que los adultos, de vez en cuando, echamos de menos. Pero la misma es irrepetible y así lo será unos meses. La página web del acuario neoyorquino revela hoy una imagen muy distinta. Es la de la incertidumbre tras la devastación: “Cerrado por daños debido a la tormenta [Sandy]”.
El azote de la tormenta terminó con las visitas al acuario, al menos por ahora. El personal y equipo veterinario del mismo pusieron a salvo a la mayor parte de las más de 10 mil especies que ahí viven. Su entorno estable y controlado ha devenido en un caos. Con salas anegadas y sistemas eléctricos echados a perder, lobos marinos, nutrias, pingüinos, medusas, peces y especímenes diversos han sido evacuados. Personal de la Wildlife Conservation Society (wcs), una organización civil sin ánimo de lucro, está tratando de preservar y proteger la vida salvaje mientras regresa la normalidad al New York Aquarium.
El paso de la implacable Sandy fue verdaderamente devastador. El vicepresidente ejecutivo de wcs, Jim Breheny, explicaba a principios de noviembre que el océano había saltado todas las barreras que había en el litoral de Coney Island y prácticamente arrasó con buena parte de lo que había cerca de la playa de Brighton Beach. La fiereza natural hizo que el nya sufriera daños severos. Muchas de sus salas han quedado parcialmente anegadas por el agua de mar. El suministro de energía tardó tres días en restaurarse y aun así hay sistemas mecánicos destruidos. Hoy el acuario tiene puesto el cartel de “Cerrado hasta nuevo aviso”.
Recordando la visita y mirando la imagen que les presento, lo primero que viene a mi mente es qué estarán sintiendo los seres vivos. En la información que ofrecen los responsables del lugar hay algunas pistas: “El personal ha hecho un trabajo extraordinario permaneciendo en el acuario al cuidado de los animales. Los operarios y veterinarios proporcionaron toda la atención necesaria a los peces, los invertebrados y los mamíferos, al tiempo que trataban de restaurar los sistemas en las instalaciones, que se extienden por seis hectáreas”, explicó Breheny. Lapidario, terminaba su mensaje advirtiendo que “todavía queda un largo camino para evaluar los daños y hacer lo necesario para volver a abrir” al público.
La foto que les muestro es la antítesis del presente. Es el pasado y ojalá sea también el futuro. El desastre de Coney Island ha sido un botón de muestra de nuestra fragilidad, una experiencia colectiva que ocurrió lejos pero tiene mucho que ver con nosotros. ¿Quién es la niña? ¿Qué futuro le espera? ¿Volverá a cruzarse con los seres que la observan? ¿Están vivos?
Cada vez es más intensa la devastación que producen los desastres naturales relacionados con el cambio climático en todo el mundo. Sean estacionales, como las sequías o huracanes; o revistan carácter extraordinario, como el tsunami que llega de improviso, los daños que dejan afectan a todos sin consideraciones de clase, nivel de vida o riqueza, o grado de responsabilidad en el desastre climático.
Esta vez les tocó a los neoyorquinos, los habitantes y visitantes de una ciudad emblemática con un aire sólido, casi indestructible. La urbe que con grandeza supo reponerse de los atentados terroristas del 11-S ha sido de nuevo doblegada, en esta ocasión por el enemigo incierto, por la naturaleza. Sandy arrasó con todo y dejó casi medio centenar de muertos en el área metropolitana. Manhattan perdió parte de su esplendor, quedó a oscuras, herida, por culpa de la inescapable naturaleza que nos empeñamos en domeñar.
Quizá somos un puñado las gentes que conocemos el acuario y a quienes la tragedia nos borró la sonrisa. El suceso me dejó pensando en cuán vulnerables somos y qué frágil es lo que llamamos felicidad, equilibrio o bienestar. Tres días de destrucción pueden cambiar una vida o acabar con ella, de repente, sin avisar.
No es la primera vez que a los neoyorquinos les ocurre una desgracia de gran magnitud y puede que no sea la última. En otra ocasión el golpe caerá sobre mexicanos, colombianos, sudafricanos, chilenos, europeos del sur y del norte, chinos, japoneses, malayos, australianos, tibetanos o guineanos, sin hacer distingos. Un día es en el Sahel, otro en la Amazonia. No hay ni habrá soluciones fáciles pronto pero quizás es momento de ponernos a pensar y a decir “¡basta!” a nuestra irracionalidad. Puede ser tiempo de exigir de una vez por todas que se tomen decisiones políticas que ayuden a que el deterioro climático global llegue de una vez a su fin o se atempere.
Los climáticos no son cambios que sucedan de la noche a la mañana. Nos asustan a los humanos pero también destruyen cualquier hábitat que se les pone por delante y acaban con sus pobladores, las especies que admiramos y que, como en la imagen, nos han hecho reír o llorar de emoción.
Eso pasaba en el acuario de Coney Island hasta hace poco. Ahora, tambaleante y víctima de la misma naturaleza feroz, el acuario es un símbolo de todo lo que perdimos, no la memoria pero sí la sonrisa por culpa de la tragedia. ~