Es justamente en marzo cuando toca hablar de las mujeres. En este mes está su día y por extensión son suyos los 31 que lo componen. Por sanidad académica y mental —aunque existan crueles sospechas— es preferible pensar que tal homenaje al género nada tiene que ver con las flores y mariposas de una primavera que a veces nunca llega. La existencia oficial de aquel día fue propuesta por la alemana Clara Zetkin, en 1910, quien había sido integrante del Sindicato Internacional de Obreras de la Confección, durante el Congreso Internacional de Mujeres Socialistas en Copenhague, Dinamarca. Su frase de batalla: “Contra el maltrato, la palabra”. Por ello las palabras siguientes (que intentan componer una breve e incompleta historia antigua sobre las mujeres). CK
En otros tiempos, de creencias más específicas y profundas, era muy claro que en un principio había sido el Verbo. Después, quedó más claro que tal “origen de todo” implicaba la voluntad de la palabra —voluntad divina, por supuesto. Pero las cosas comenzaron a complicarse y la luz a contaminarse de tiniebla. La alegría de la existencia de El Paraíso duró menos que una carcajada y de la expulsión todavía no nos reponemos. Ante tal despojo no hubo cura ni esperanza. Y a veces ni el falaz consuelo de la nostalgia, porque estaba enturbiado por el rencor. Un resentimiento misógino, por cierto. Culpa de ella, de Eva. Por sucumbir a la serpiente, no dar paso sin el huarache de la necedad y morder esa manzana cuando Adán ni estaba listo, ni quería, ni pensaba siquiera en la sabiduría. Pero ella —sin duda su mujer— con un simple gesto había desafiado al mismísimo Dios y había querido comerse los placeres y dolores del entendimiento. La ira del Creador —como es habitual— no tuvo límites. Y su castigo fue el más cruel de todos.
Pero el principio bien pudo haber sido antes de cualquier principio. En seis días el dios judeocristiano había decretado el orden del cielo, la tierra y sus muchedumbres, los ciclos de la vida y de la muerte y distinguido a dos géneros por su sexo y papel. No estaba establecido que la divinidad —fuera de un adjetivo equívoco, entre frívolo y halagador—acompañara a las mujeres. Muy cierto que matronas, beatas, vírgenes y religiosas inspiraban virtud, caridad y esperanza. Y todos las miraban tan cerca de Dios que recibieron súplicas y rezos, pero también ofrendas, templos y regalos. Sin embargo nunca tuvieron en todo el proceso de la creación del mundo, ni siquiera la voluntad de su palabra.
Debemos buscar para nuestros males otra causa que no sean Dios o las mujeres, hubiera dicho Platón.
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Los antiguos griegos tuvieron una idea distinta del origen de las cosas y sus mujeres, parte innegable de la Creación, fueron siempre poderosas y peligrosas. El mundo se había desprendido desde el Caos y sus primeros hijos fueron Érebo y Nix, la negra Noche aquella noche —por cierto femenina— tuvo vástagos que hasta hoy son símbolos absolutos y terribles: Moros, Ker y Tánatos, los tres vinculados a la muerte; Hipnos que dio a luz a los Sueños y a las Pesadillas. Después a Momo, al doloroso Lamento, a las Hespérides —celosas guardianas de las manzanas de oro que había recibido Hera de regalo por sus esponsales con Zeus— y las Moiras, vengadoras despiadadas que se ocupaban de tejer y cortar el hilo de la vida y perseguían con furia atroz a mortales e inmortales que hubieran delinquido para aplicarles castigos ejemplares. Y ya para culminar —y por si a la Noche le faltara poderío— esta dama negra parió a Némesis, el azote de todos los mortales, y selló su casta convirtiéndose en madre de Engaño, Afecto, Vejez y Eris, quien a su vez sería la madre del Olvido, la Fatiga, el Hambre, los Dolores que hacen llorar, las Batallas, los Asesinatos, las Masacres, las Riñas, las Falsedades, los Discursos, las Ambigüedades, la Ofuscación y la Mala Ley. No hubo en todos los tiempos del mundo seres más intimidantes que los vástagos nocturnos, pero tampoco existieron otros que ordenaran tan claramente los ciclos de la vida y de la muerte, y ninguna figura tan indispensable como la femenina Noche para la existencia de la luz. Ni metáfora tan perfecta para explicar un absoluto: que solo la duda sobre la oscuridad lleva a la más absoluta lucidez.
Aristófanes, con el entendimiento y la profundidad que solo un poeta tiene, dijo que la negra Noche, cuando la Tierra, el Cielo y el Aire no existían, también había engendrando un huevo y que de ese huevo nació Eros. El dios que junta, atrae, acrecienta y multiplica lo que toca: el Amor. Y él, al final, es el principio de todo.
Cuando dioses y diosas tuvieron su lugar, sabían de su propia estirpe y clara estaba su descendencia en el libro del mundo, nacieron los escritores. Sus palabras y versos hablaban de las mujeres. Y fueron personajes tan protagónicos como los héroes, que solo por resistir o abandonarse al poderoso influjo femenino, tejieron la leyenda de sus vidas. Odiseo (o, mejor, Ulises a la manera latina), el héroe favorito de Homero y de las letras clásicas del mundo, estuvo rodeado de mujeres. Y rodó por mares, grutas y los más crueles abismos siempre arrastrado por el hilo que tensaba alguna mano femenina.
Homero escribe, desde el principio, una Odisea donde Atenea, la de los ojos glaucos, dicta la fortuna de todos los personajes. Por eso no es nada raro que sitúe a mujeres decisivas en la larguísima jornada.
Calipso, por ejemplo, ninfa hija de Atlante, vive en la isla de Ogigia, donde estaba el ombligo del mar. Ulises, a esas alturas ya convertido en el náufrago más bello y deseado del mundo, llega casi al borde del ahogo junto a la ninfa después de perderse nueve días en una tempestad. Calipso lo acoge en su habitación y de inmediato —por su cabeza leonina, el suave aliento de su voz y el poderío de sus brazos— se enamora de él. No ansía nada tan fervientemente como que el rey de Ítaca se convierta en su esposo y se quede a vivir con ella. Ulises se niega. Ni siquiera lo convence la promesa de Calipso: darle a cambio la inmortalidad. Durante siete años el héroe griego —nadie dijo que era rápido— vive en la isla, durmiendo de noche con Calipso —nadie dijo que era incólume o de palo— y pasa los días sumido en la nostalgia de su tierra y la melancolía de otro amor que dejó tejiendo en casa. La obsesión de Calipso, inmortal como la convicción, no ceja hasta que Júpiter envía a Mercurio para ordenar a la ninfa que deje marchar al pobre náufrago. A regañadientes y con dolorosa furia clavada en el corazón, Calipso le dice a Ulises que puede marcharse. Y hasta le procura los medios divinos y terrenales para que se haga de una barca y los vientos soplen a su favor.
Víctor Hugo hubiera dicho que a las mujeres les gusta sobre todo salvar a quien las pierde.
Circe, un poco más lista y una maga poderosísima, no se anduvo con cuentos. Ulises —otra vez náufrago— llegó a la isla de Eea donde se encontraba la morada de tan fascinante mujer. Pero primero envió a sus hombres de avanzada. Circe, que no estaba de humor para visitas —y mucho menos tan mal encaradas y malolientes— los invitó a cenar. No tuvo piedad alguna. En cuanto se sentaron a la mesa, inspirada, los tocó seductora y siniestra con su varita y los transformó en cerdos. Euríloco, que se había ocultado para librarse del hechizo, fue a contarle a Ulises la desgracia. El rey —y capitán de la nave destrozada— se enfureció y decidió ir a hablar con tan pérfida anfitriona para enfrentarse a ella. Mercurio, otra vez, tuvo que intervenir. Se le apareció a Ulises, le dio un atajo de hierbas mágicas y protectoras para hacerlo insensible a los encantamientos de la maga. Circe, una vez frente a Ulises, sabe que puede desfallecer ante ciertos encantos diferentes a la magia. Ulises logra dominarla. Tanto, que hasta la convence de devolver a sus compañeros la forma humana y despojarlos de su condición de cerdos. Circe lo hace y los deja partir hacia otras aventuras. (Maga, como era, seguramente esperaba que las Sirenas, mar adentro, se ocuparan de Ulises y sus cochinos marineros.)
Penélope, como todas las noches, tejía. Y lloraba en cuanto salía el sol. En la misma Odisea confiesa: “A mí un gran e infinito pesar me otorgaron los dioses. Todo el día consuelo mi afán con el llanto y, gimiendo, cumplo con mi trabajo y vigilo a las siervas de la casa; pero en cuanto se acerca la noche y acuéstanse todos, en mi lecho me tiendo y el cruel aguijón de mis penas hiere mi corazón oprimido y me incita aun al llanto.”
Hija de Icario y Peribea, Penélope está considerada mayormente como esposa de Ulises y madre de Telémaco. A veces un símbolo inequívoco de la paciencia y la resignación, otras tantas —más cercanas en el tiempo— un ejemplo lamentable. (Porque pensar que para enfrentar el abandono de un marido —por muy rey que sea o que se sienta— hay que pasársela tejiendo, llorando, ¡y destejiendo!, es hoy impensable, escandaloso, vergonzoso y da mucha pena.) Pero aquel no era el caso.
Si volvemos a este texto fundamental, Penélope, en aquellos tiempos homéricos —donde la dignidad era otra cosa— está descrita como sabia y discreta. Una astuta reina que, fiel a la memoria de su marido, se deshace de los pretendientes que la acosan, jurándoles que decidirá con cuál de ellos casarse únicamente después de haber acabado de tejer la gran tela fúnebre de Laertes. Una labor que hábilmente retrasa deshaciendo cada una de sus puntadas durante las noches. Entonces, el lector atento descubre que todas las ideas que creía tener sobre los motivos de las mujeres están fuera de su entendimiento. Al final, a pesar del indecible sufrimiento de Penélope, resulta ser una mujer que no necesita de nadie para acabar con los pretendientes y que no estaba dispuesta a hacer lo que no quería.
Sin la mujer, la vida es pura prosa, dijo Rubén Darío. Y tenía toda la razón. ~