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La música reflejada en la literatura y el cine
Apuntes De Sobremesa | Cultura | Este País | Rafael Tovar y de Teresa | 03.06.2012 | 0 Comentarios

Hace varios años durante una plática con el maestro Herrera de la Fuente, estupendo lector además de compositor y director de orquesta, le pregunté cuáles eran, en su opinión, las obras literarias más importantes relacionadas con la música. Sin dudarlo, me respondió que El juego de los abalorios de Hermann Hesse y Doctor Faustus de Thomas Mann. Yo tenía 18 años y no había leído ninguna de las dos obras y puedo afirmar que ambas me marcaron, no solo por su vinculación con el arte musical sino por su calidad literaria y particularmente por la inquietud y curiosidad que dejaron a lo largo de mi vida.

La primera de ellas (cuyo título original traducido del alemán es Juego de las perlas de cristal: Ensayo biográfico sobre el maestro Ludi Josef Knecht publicado junto con sus escritos póstumos, Alianza Editorial, 2003) fue escrita entre en 1939 y 1943. Fue la última novela de Hesse, la cual influyó para que se le otorgara el Premio Nobel tres años después. Ahora permanece olvidada y él mismo apenas es leído a no ser por Demian o Siddartha, novelas que fueron fundamentales, por su aproximación novedosa a aspectos religiosos y espirituales de Oriente, en la formación intelectual y espiritual de varias generaciones de ese siglo.

Más una fábula poética que un mito filosófico, El juego de los abalorios es una metáfora de la totalidad del conocimiento y las disciplinas artísticas que se manejan e interrelacionan unas con otras en ese juego gracias al talento de los miembros de la Orden del Juego de los Abalorios, que congrega a los mejores espíritus y las mayores inteligencias en el año 2400. Estos personajes viven paralelamente a una sociedad vaciada de contenidos culturales y de sentido espiritual, como consecuencia de la frivolización y banalización de la cultura, a causa de lo que el autor llama la “edad folletinesca”, términos con los que Hesse califica al turbulento siglo XX. Gracias al surgimiento de dicha Orden, en el mítico lugar de Castalia, surgió un renacimiento del espíritu humano que impidió la muerte de la cultura cuando peligró su sobrevivencia a causa de la búsqueda irrefrenable de un mero entretenimiento colectivo que se saturó de expresiones culturales huecas, provocando la desvalorización de la palabra. En esa convivencia de las mejores expresiones humanas se sitúa a la música.

La novela busca rescatar los valores de la cultura en peligro de desmoronamiento. Como buen producto de la cultura alemana, ubica a la música en el centro de la formación del ser. Sus reflexiones sobre la música y su papel en la construcción de la cultura son apasionantes y con una verdadera visión universal no muy común en una época alejada del mundo oriental. Es una novela tan olvidada que, hasta el mismo Vargas Llosa —sin saberlo seguramente—, no la menciona en su muy importante y reciente ensayo “La civilización del espectáculo” y que expresa sus mismos temores por la frivolización de la cultura.

Por otro lado, Doctor Faustus (Edhasa, 2010), además de ser una de las grandes novelas de la literatura alemana y universal del siglo xx, retoma el mito fáustico en la persona de Adrián Leverkühn quien hace un pacto con el diablo a cambio de convertirse en el más grande compositor de todos los tiempos. Logrará crear un nuevo lenguaje musical y alcanzará el éxito a cambio del congelamiento pleno de sus emociones. Estos dos temas centrales de la novela tienen un trasfondo histórico derivado del impacto de la Segunda Guerra Mundial. Buena parte del comportamiento de Adrián está inspirado en la personalidad de Nietzsche. El único rasgo humano del personaje es el amor que tiene por un sobrino que muere en la infancia. Al leer Novela de una novela del mismo Mann (Alianza Tres, Madrid, 1988) pueden encontrarse, además de la génesis de la obra y muchas de sus “claves”, los difíciles momentos de su vida personal cuando la escribe. En esos años su nieto preferido muere, lo que servirá de fuente de inspiración para el pasaje mencionado del Doctor Faustus. El discurso musical es resultado, en muy buena parte, de la correspondencia que tuvo Mann con Theodor Adorno, uno de los grandes filósofos y musicólogos del siglo y de las investigaciones de Arnold Schönberg cuyo resultado fue el dodecafonismo, base de la atonalidad en el lenguaje musical contemporáneo.

Aun cuando ya ninguna de las dos obras están en la preocupación cultural actual, es relevante mencionar que no es casualidad que ambas son producto de la cultura alemana —aunque Hesse haya nacido en Suiza—, donde la música ocupa un lugar central en la formación intelectual y espiritual de sus nacionales y, particularmente, en su vida cotidiana, lo cual se refleja todavía en grandes compositores e intérpretes vigentes, tanto individuales como colectivos.

La explicación de ese lugar preponderante que los alemanes dan a la música podría partir del hecho de la importante presencia musical en la multitud de pequeñas cortes principescas que conformaban el territorio alemán hasta su unificación imperial en 1870. Esto permitió la proliferación de mecenas y maestros de capilla —como eran llamados los organizadores de la vida musical de dichos señoríos— que alcanzaron una calidad inigualable frente a monarquías más centralizadas en las que existía un solo mecenas: el rey. Por recordar unos cuantos maestros de capilla: Bach, de la corte de Anhalt-Cöthen; Telemann en la de Sorau y de Eisenach; Haydn en la del príncipe Esterházy en Eisenstadt; Liszt de la corte de Weimar, y Mahler en la corte imperial de Viena.

La otra excepción fue Italia que del mismo modo permitió un desarrollo que podríamos calificar de regional en todo su territorio, particularmente en el campo vocal. Un ejemplo es que en multitud de ciudades que ahora conforman el territorio italiano surgieron desde el siglo xvi teatros que aún siguen operando y nutriendo la vida musical contemporánea.

En torno a la música hay muchas novelas y biografías para recordar más por su emotividad que por su valor literario. Se publicaron en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo y circularon en nuestras librerías hasta fechas recientes muy variadas y estupendas obras sobre la vida de las grandes figuras musicales europeas, traducidas por la Editorial Javier Vergara —se consiguen aún las publicadas por la Editorial Turner.

En la segunda parte del siglo xx la música ha dejado de tener peso en la literatura. Es rara la aparición de alguna nueva obra de gran valor narrativo que trate el tema. Entre las pocas excepciones se podría mencionar Ravel de Jean Echenoz (Anagrama, 2010) que trata sobre los últimos años del compositor y particularmente sobre su locura. En pocas páginas se logra un retrato profundo del compositor y su angustia por observar la propia decadencia. También francesa es Tribunal d’honneur (Grasset & Fasquelle, 1997, no traducida al español) de Dominique Fernandez, que narra los últimos meses de vida de Tchaikovsky. Fernandez se basa información reciente que apareció en un escritorio cerrado con llave por más de cien años que perteneció a su hermano, donde se encontraron documentos que hablan de una especie de muerte obligada del compositor a causa de la seducción que había hecho de un jovencito de la nobleza rusa. Es condenado por un tribunal de honor formado por un grupo de amigos de infancia, uno de los cuales era padre del muchacho en cuestión. El único camino que le queda a Tchaikovsky para no ser condenado por el zar por pedofilia, es recurrir al suicidio disfrazado: bebe un vaso de agua durante una terrible epidemia de peste que asoló Rusia durante ese mismo año de 1893 y, después de varios días de agonía, muere.

En cambio, libros especializados e investigaciones de significativo valor académico y de innegable aportación a la historia de la música siguen publicándose regularmente. Uno de ellos cabalga entre el ensayo y la divulgación: El ruido eterno de Alex Ross, (Seix Barral, 2009), que trata sobre la historia del siglo xx a través de la música. Es un apasionante recorrido por los grandes momentos políticos y su vinculación con la expresión musical y, particularmente, con la vida de los grandes compositores. Destacan las páginas sobre Richard Strauss y Shostakovich en su relación con el nazismo, el primero, y el segundo con Stalin.

En lo que se refiere al interés de pasajes de la historia de la música llevados a la pantalla, no han cesado desde los años treinta. Recuerdo la vida de Beethoven (Un grand amour de Beethoven, 1936), dirigida nada menos que por Abel Gance (el autor del famoso Napoleón del cine silente que, gracias a Coppola se recuperó y exhibió en los años ochenta y noventa en casi todo el mundo). A partir de la década de los cuarenta proliferaron aún más. En 1945: Canción inolvidable sobre Chopin con Merle Oberon, Paul Muni y Cornel Wilde, y en 1960: Una llama mágica, sobre la vida de Franz Liszt con Dirk Bogarde y Capucine, ambas dirigidas por Charles Vidor. Las interpretaciones al piano de Chopin en la primera película son del gran pianista español José Iturbi, y en la de Liszt, de otro espléndido artista, Jorge Bolet. De esos años es también Canción de amor, sobre la vida de Schumann, con Katherine Hepburn, dirigida por Clarence Brown en 1947; igual que otro largometraje sobre la vida musical en Nueva York: Carnegie Hall, un “culebrón” sobre una madre que sueña que su hijo algún día se presente en dicha sala de conciertos. Lo interesante es que hay espléndidos números musicales con Rubinstein, Stokowski, Piatigorsky, Ezio Pinza, entre otros.

La pasión por esa temática disminuyó en las siguientes décadas aunque en Europa —principalmente en Austria, Francia e Italia— surgieron largometrajes biográficos sobre Verdi, Schubert, Berlioz y muchos más. En los años recientes aparecieron dos sobre Beethoven: Amor inmortal, sobre un personaje conocido en su vida como “la amada inmortal”, a quien la tradición dice que dedicó la sonata Claro de luna y quien, al parecer, fue una discípula suya: la condesa Josephine Brunswick, pero que en la película es nada menos que ¡su cuñada!, madre de su cercano sobrino Karl, con quien Beethoven en la realidad no se podía ver. La otra, también bastante fantasiosa, Copying Beethoven (Agnieszka Holland, 2006), que trata sobre una misteriosa copista de sus partituras, sobre la que no hay ninguna certeza de su existencia y se enfoca en su último año de vida.

Mención aparte merece Amadeus, dirigida por Milos Forman en 1984, sin duda una de las grandes películas de la historia del cine y, por supuesto, en mi opinión, la más importante en la temática musical. Más allá del reconocimiento que significaron ocho premios Oscar y una favorable crítica internacional, es lograda en su dramaturgia, vestuario, dirección, actuación y selección musical a cargo de la orquesta Academy of San Martin in the Fields, dirigida por Marriner. Si bien es un recorrido biográfico, resulta interesante la relación Mozart-Salieri, el enfrentamiento de dos grandes artistas, uno producto de la gracia (Mozart) y el otro del mérito (Salieri). Este último destroza su vida y creatividad frente a la incomprensión de sentir cómo un hombre piadoso como él sucumbe frente a un joven irresponsable, pero tocado por la mano divina que lo convierte no solo en talentoso sino en genio. A propósito de Mozart, no quisiera dejar de mencionar un estupendo libro: 1791, el último año de Mozart, de H.C. Robbins Landon (Siruela, 2005), un relato sobre el final de su vida en Viena y Praga y de la manera en que compuso algunas de sus más importantes obras en las condiciones más adversas que lo llevaron a la muerte.

La película más interesante de la década pasada fue Réquiem por un imperio (2001) dirigida por el gran director húngaro István Szabó —autor también de otros clásicos como Mefisto y Coronel Redl. Narra el último año (y los subsiguientes) de la Segunda Guerra en Berlín, a través de su personaje central: el director de orquesta Furtwängler, quien es sometido a los interrogatorios de la llamada “desnazificación” que hicieron los victoriosos aliados como parte del Juicio de Nuremberg. En ellos es sometido a tormentosas sesiones de interrogación por parte de un coronel estadounidense, quien le reprocha su colaboración con el régimen nazi. Es una interesante escenificación de las relaciones cultura-poder y los argumentos de Furtwängler por defenderse sobre la base del amor a su patria, a la que por ningún motivo consideró abandonar a pesar de Hitler, y la neutralidad política de su arte. En el fondo se plantea el modo en que un artista concentrado en su trabajo puede estar aparentemente ajeno a la política y solo estar interesado, según sus argumentos, en el destino de su orquesta (la Filarmónica de Berlín) y de sus miembros, incluidos varios judíos a quienes ayudó a abandonar Alemania. Tema polémico y difícil de abordar objetivamente. Al interesado en ampliar en este tema, le recomiendo un documental muy celebrado en los últimos años, La orquesta del Reich: la Filarmónica de Berlín y el nacionalsocialismo (2007), dirigido por el español Enrique Sánchez Lansch. Asimismo, quien desee conocer mejor la interesante y compleja figura de Furtwängler está a su disposición una obra de reciente publicación, Conversaciones sobre música (Acantilado, 2011) que recopila una serie de pláticas que tuvieron lugar en los años treinta y cuarenta donde aborda con infinita inteligencia y agudeza diversos temas en torno a la interpretación musical, la música de Beethoven y el papel del director.

No han faltado algunas miniseries sobre estos temas. Citaré solo dos: Verdi (dirigida por Roberto Castellani, 1982) y Wagner (dirigida por Tony Palmer, 1983). Ambas son ambiciosas, pero Wagner fue mejor lograda. Las actuaciones en esta última de Richard Burton, Vanessa Redgrave, John Gielgud y Laurence Olivier, sin duda contribuyeron a lograr una enorme calidad, en un trabajo de dirección de Tony Palmer, experimentado autor de algunos de los más recientes y notables perfiles musicales filmados en los últimos años (Rachmaninoff y Purcell, entre otros).

Las dos recorren la vida de los compositores sin perder su marco histórico y especialmente su obra. En el caso de Verdi, la reunificación italiana, y en Wagner la alemana, así como la relación con su protector, el rey Luis de Baviera.

Es interminable el tema de la música en la literatura y el cine. Pero lo más importante es conocer la obra de los grandes compositores en las mejores interpretaciones. Como es imposible enumerar aquellas relacionadas con mi texto de esta ocasión, me limitaré a recomendar plenamente todas las de Furtwängler dirigiendo la Filarmónica de Berlín o de Viena que comprenden la mayoría de la obra de Mozart y el repertorio romántico en las que destacan sus insuperables grabaciones de las sinfonías de Beethoven grabadas en monoaural, pero que las técnicas actuales han permitido mejorar en el sonido y constituyen uno de los más grandes legados artísticos de nuestro tiempo. ~

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RAFAEL TOVAR Y DE TERESA (Ciudad de México, 1956) estudió Derecho en la UAM y obtuvo la maestría en Historia de América Latina en la Universidad de la Sorbonne. Fue embajador de México en Italia y presidente del Conaculta de 1992 a 2002. Es autor del libro Modernización y política cultural.

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