Asociada en gran medida al narcotráfico, la crisis de inseguridad que vive nuestro país tiene afluentes y derivaciones internacionales que deben enfrentarse de forma multilateral. América Latina, sin embargo, luce pasmada. Urgen medidas regionales y transcontinentales que permitan mitigar el problema.
A la memoria
de Miguel de la Madrid
1. La magnitud del problema
El tráfico de drogas, puente indispensable para inducir oferta y satisfacer demanda de estupefacientes, ha generado la creación de corporaciones delictivas con un alcance global, cuyo negocio alcanza los cientos de miles de millones de dólares. Ello representa un creciente reto a la seguridad nacional de muchos Estados y pone en riesgo la estabilidad regional en América Latina. Todo ello también constituye un problema de salud pública, al contribuir el consumo de drogas a una mayor incidencia en enfermedades infecciosas como la hepatitis C y el virus de la inmunodeficiencia humana.
En algunos países y regiones, el valor del comercio ilícito de drogas es considerablemente superior al volumen de la economía tradicional y legítima. Los montos formidables que maneja el narcotráfico abren la puerta a todo género de actividades delictivas. Esos elevados recursos facilitan también la corrupción de instituciones públicas y privadas y el reclutamiento de ejércitos de jóvenes desempleados, atraídos por el espejismo de la riqueza fácil. A pesar de que el comercio de drogas ilícitas genera ganancias multimillonarias, la enorme mayoría de aquellos involucrados en ese tráfico obtiene ingresos muy modestos. Solo una pequeña proporción de personas vinculadas con el contrabando, distribución y venta al mayoreo crean fortunas importantes.
El narcotráfico genera la multiplicación de actividades delictivas –homicidio, secuestro, extorsión, tráfico de personas y órganos, de mujeres y niños, y variadas formas de protección ilegal. Provoca, además, violencias de distintos tipos: la violencia callejera, las guerras entre cárteles de la droga para alcanzar predominio territorial y control de las plazas y de las vías de acceso al principal mercado de consumidores, así como enfrentamientos armados con contingentes policiacos y militares.
El crimen organizado y el narcotráfico han establecido redes transnacionales para cultivar plantíos en un continente, para trasladar la droga a otro continente, y para distribuir y comercializar esa droga en una multiplicidad de jurisdicciones, en ocasiones diluyendo la calidad de la sustancia con el ánimo de obtener mayores ganancias en el mercado callejero.
Los datos de Naciones Unidas para 2010 indican que el consumo de heroína se ha estabilizado en Europa y que el uso de la cocaína en Estados Unidos ha declinado. Tradicionalmente han sido esos los mercados más lucrativos para dichas drogas. No obstante, esa situación contrasta con lo que sucede en otras áreas: un aumento significativo en el uso de cocaína en Europa y en América Latina en la última década, una expansión reciente en el uso de la heroína en África y un incremento importante en el consumo de las drogas sintéticas en múltiples mercados.
No hay un solo indicador que permita asegurar que ahora es más difícil adquirir en el mercado cualquier género de droga que antes. Y, lo que es peor, no existe evidencia alguna para concluir que los programas de erradicación de estupefacientes acarrean una reducción en la producción global.
Un fenómeno reciente es el abuso de drogas lícitas amparadas por receta médica. El consumo de estas drogas, también llamadas sicoterapéuticas, ocupa en Estados Unidos el segundo lugar, después del de la marihuana. El uso no medicinal de los analgésicos, que son opiáceos menores, así como de tranquilizantes, acusa un nivel anual aún más elevado que la cocaína en ese país. Se advierte también una tendencia que favorece el consumo de una combinación de drogas, en lugar de recurrir a una única substancia, con lo cual aumentan seriamente los riesgos a la salud.
Otro fenómeno novedoso es el recurso a internet para la venta y distribución de drogas ilícitas. En Estados Unidos existen las llamadas “farmacias internet”. En 2006, 34 farmacias internet ilegales suministraron más de 98 millones de dosis de hidrocodona, un narcótico analgésico que puede crear adicción y cuya venta requiere receta médica. En el área del cibercrimen, los narcotraficantes también recurren generosamente a los mensajes encriptados por internet, contratando a especialistas altamente sofisticados para evadir vigilancia policiaca en el transporte de su mercancía ilegal, o para lavar dinero proveniente del mercado negro.
2. La magnitud del problema en México
El narcotráfico y el crimen organizado son la amenaza más grave que enfrenta México en la etapa contemporánea. Así lo advierte 82% de la opinión pública consultada y 91% de líderes pertenecientes a los sectores gubernamental, político, empresarial, académico y de medios de comunicación.1
La realidad cotidiana que padece una sociedad agraviada confirma la razón de ser de esta preocupación. En el caso mexicano, más de mil individuos mueren cada mes como consecuencia de actos violentos asociados con el narcotráfico. En algunas zonas del país, el poder de fuego del crimen organizado es superior a aquel que posee la policía municipal o estatal, cuya precariedad tiene que ser compensada con la presencia del ejército y la armada, sustituyendo indebida, pero necesariamente, a una policía federal que aún no logra cumplir cabalmente con sus funciones en materia de seguridad pública.
Un examen del entorno internacional solo sirve para acentuar la preocupación mexicana. En su frontera norte, México colinda con el mercado de estupefacientes más atractivo, importante y redituable a escala mundial, con una demanda constante de sustancias sicotrópicas del más variado género.
En su frontera sur, la colindancia de México se establece con América Central, zona considerada “la región más violenta del mundo”, en donde se “registran las tasas de homicidios más elevadas del planeta”.2 Adicionalmente, “ubicada entre los principales productores y el mayor centro de consumo mundial, y actuando como puente entre Colombia y México, América Central ha sido una ruta cada vez más importante en el tráfico de sustancias sicotrópicas, especialmente de cocaína”.3
En forma semejante a lo que sucede en México, las insuficiencias institucionales que afectan a algunos países centroamericanos impiden el control eficaz de sus espacios aéreos, marítimos y terrestres. A ello se agrega la asociación delictiva entre cárteles de Guatemala con el cártel del Golfo, con los Zetas y con la Nueva Federación de Sinaloa, formando un sistema criminal de alto poder para el trasiego de la droga, para el reclutamiento de sicarios y para la explotación de transmigrantes.
Entre 60 y 65% de toda la cocaína que se produce en América Latina es exportada por canales ilegales a Estados Unidos. La mayor proporción de esa cocaína es contrabandeada utilizando el corredor centroamericano. México actúa como la principal puerta de entrada al territorio estadounidense, siendo el conducto de la gran mayoría de las importaciones de narcóticos efectuadas por Estados Unidos.4
Es necesario anotar que los decomisos de narcóticos se han triplicado en Florida durante los últimos cinco años, lo cual indica que es un error suponer que la ruta marítima del Caribe para el trasiego de estupefacientes ha quedado clausurada. En cambio, no hay evidencia que permita concluir que los decomisos en la frontera entre México y Estados Unidos han disminuido. Ello comprueba que la interdicción de sustancias sicotrópicas al mercado estadounidense aún no funciona adecuadamente.
En el orden interno, el primer deber político del Estado es suministrar seguridad plena a todos los habitantes de la nación. En México, ese deber ha sufrido una erosión sustantiva. Ello obedece a la incapacidad de las autoridades mexicanas de garantizar la necesaria protección del ciudadano frente a los embates del crimen organizado.
En la esfera internacional, México proyecta la imagen de la ineficacia en su respuesta a la delincuencia y al narcotráfico, como consecuencia de la corrosión que produce en el prestigio mexicano la violencia extrema. A ello se agrega un elemento altamente nocivo: la percepción de conductas corruptas en el sistema de procuración e impartición de justicia, así como en el aparato administrativo.
El interés nacional y la política exterior son dos de los grandes damnificados como consecuencia de la profunda crisis de seguridad pública que invade a México. Ello causa un serio perjuicio en la relación de México con terceros países y, en especial, con aquellos situados en su inmediación geográfica.
En el caso centroamericano, el crimen organizado transnacional, aunado al comercio ilícito de drogas, diversifica su acción delictiva al secuestro y la extorsión, tomando como una de sus víctimas al transmigrante, con el peligro extremo de la ejecución en caso de que no se satisfagan demandas económicas. La confabulación entre cárteles mexicanos y centroamericanos agrava los riesgos que corre ese transmigrante.
En la relación entre México y Estados Unidos, el fenómeno de la oferta y la demanda de estupefacientes ha sido fuente de conflicto y tensión durante décadas. Aún no se ha querido reconocer la responsabilidad que debe atribuirse a la magia del mercado, tan en boga en la doctrina económica, para explicar ese fenómeno delictivo.
La guerra declarada al narcotráfico ha acarreado daños colaterales en la relación binacional. Comprende estrategias altamente cuestionables y equivocadas, como el proyecto denominado “Rápido y furioso”. Ese programa implicó el suministro de armamento a organizaciones criminales mexicanas, por una autoridad estadounidense, la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, sin conocimiento –o con complicidad solapada– del sistema de seguridad pública mexicano. Es falaz e injustificable el argumento de que por esa vía ilegal se facilitaría rastrear e identificar a los narcotraficantes adquirientes de las armas contrabandeadas.
Durante los últimos cinco años, es evidente que el principal componente en la relación política entre México y Estados Unidos gira, de manera esencial, en torno a los asuntos de seguridad. Imposible ignorar la forma en que afecta al interés nacional la espesa niebla que cubre la naturaleza, el alcance y las condiciones del involucramiento, en México, de los servicios de inteligencia estadounidenses en el sistema de seguridad pública del país.
Sin embargo, no se han transparentado las características y las consecuencias implícitas en ese esquema de cooperación, ni se han ponderado en términos políticos, al menos públicamente, los posibles beneficios que esa colaboración acarrea para México, ni los potenciales perjuicios que puede ocasionar al país un programa que incide en los asuntos fundamentales de la seguridad nacional.
Los datos disponibles indican un cambio sustantivo en el tipo de asuntos prioritariamente incorporados a la agenda de negociaciones bilaterales desde hacía muchos años –migración, comercio, inversión, financiamiento, energía, turismo. En efecto, el orden de prelaciones se ha modificado radicalmente. Esta reconversión centra el objeto de la política exterior mexicana, en forma monotemática, en las cuestiones de seguridad. Basta un examen somero de las declaraciones, de los discursos pronunciados y de los asuntos abordados por el presidente Calderón, en entrevistas con su contraparte estadounidense, para comprobar el desplazamiento de otras cuestiones a favor de una única preocupación: el narcotráfico. No sería justo desestimar la importancia capital del tema en la relación bilateral. Sucede, no obstante, que también otros asuntos ameritan atención prioritaria.
Un ejemplo adicional ilustra el traslado de la tradicional política exterior de México al exclusivo campo de la seguridad. En efecto, como se señala en una publicación reciente:
El 23 de marzo de 2010, en la Cancillería, se llevó a cabo la segunda reunión del Grupo de Alto Nivel de la Iniciativa Mérida. Las delegaciones fueron encabezadas por Hillary Clinton, secretaria de Estado de Estados Unidos, y Patricia Espinosa, titular de la sre. Por el lado estadounidense, acudieron el secretario de Defensa, Robert Gates; la secretaria de Seguridad Interna, Janet Napolitano; el jefe del Estado Mayor Conjunto de las fuerzas armadas, Michael Mullen; el director de Inteligencia Nacional, Dennis Blair; el consejero nacional de Seguridad, John Brennan; el titular de la dea, Michelle Leonhart; el fiscal adjunto, general Grindler; el director de la Oficina para Recursos Extranjeros del Departamento del Tesoro, Adam Szubin; el director de la Oficina de la Política Nacional de Control de Drogas, Gil Kerlikowske, y el embajador Carlos Pascual.5
En años previos a la creación de la Iniciativa Mérida en 2007, orientada a incrementar la cooperación en la lucha contra el narcotráfico, era la Comisión Binacional –integrada por los secretarios de Estado directamente responsables de la gama de asuntos vinculados a la relación entre los dos países– la entidad encargada de discutir y acordar lineamientos para la colaboración entre México y Estados Unidos en todos los temas.
En México y en América Latina existe una demanda generalizada que reclama asegurar el fortalecimiento de las instituciones de seguridad y justicia, ante su evidente debilidad. Se exige también la recuperación de las funciones plenas del Estado, al advertirse la instalación de estructuras de poder paralelas a aquellas que pertenecen legítimamente al Estado. Esas estructuras, construidas ilegalmente por el crimen organizado, le disputan a la autoridad estatal un dominio territorial y un control de fronteras en zonas determinadas. En ese proceso de privatización ilícita de la seguridad pública, la delincuencia pretende competir con las tareas fundamentales del gobierno.
Un objetivo básico del Estado será reconquistar zonas olvidadas durante decenios, en especial aquellas áreas seleccionadas por la delincuencia como rutas idóneas para el trasiego de narcóticos. En más de un caso, la autoridad gubernamental –municipal, estatal, federal– es el gran ausente en la obligación primaria de salvaguardar la integridad del ciudadano, cuya lealtad al principio de legalidad puede quedar vulnerada cuando el crimen organizado recurre a la intimidación, la violencia y la subordinación forzada de comunidades enteras, desplazando así la presencia estatal.
En México se registran, en el transcurso de los últimos cinco años, altos índices de homicidios, secuestros, extorsión, personas desaparecidas, comunidades desplazadas. Prevalece, por parte del crimen organizado y el narcotráfico, una capacidad real de atemorizar al ciudadano y a la autoridad local, utilizando para ello una violencia sistemática, destinada a generar el terror por la vía de la brutalidad.
La respuesta del Estado no puede descansar en un desconocimiento del orden jurídico y en la violación de derechos humanos básicos por parte de las fuerzas de seguridad pública. Con ello se rompe una normatividad constitucional y, además, se pierde la fidelidad del ciudadano hacia las instituciones de procuración e impartición de justicia. También se pierde el concurso y la adhesión de los factores reales de poder, que se resistirán a prestar su indispensable apoyo frente a actos arbitrarios del poder público.
La reconquista de los espacios que pertenecen desde su origen al Estado y al ciudadano en una sociedad civilizada habrá de llevar tiempo y esfuerzo. No existen soluciones inmediatas o fáciles. Para el futuro cercano, un remedio viable es el control y la reducción de daños.
3. Control de daños
Las acciones delictivas del narcotráfico y del crimen organizado transnacional reclaman una acción concertada y sistemática de los gobiernos. Salvo excepciones, la respuesta gubernamental ha sido fragmentaria. No se ha alcanzado aún una articulación internacional y regional de políticas y medidas eficaces entre Estados, destinadas a socavar el poder del crimen organizado y salvaguardar la salud y la seguridad de sus ciudadanos. En algunos países, en donde incluyo a México, el gravísimo problema del narcotráfico y del crimen organizado transnacional es ya no solo un asunto de seguridad pública; es también una delicada cuestión de seguridad nacional.
Los cárteles del narcotráfico diversifican sus acciones delictivas a escala transnacional. Sus ganancias financieras provienen del comercio ilegal de estupefacientes, pero también del tráfico de armas, de personas y de sus órganos, de la falsificación de moneda y del contrabando de droga; de la extorsión, el chantaje, el secuestro y la piratería. Ante la pasividad de los gobiernos, el crimen sí reditúa y lo hace en cantidades multimillonarias.
El efecto corrosivo de la corrupción en el seno de instituciones gubernamentales y de distintos grupos sociales, propiciado por el dinero originado en el narcotráfico, permite que florezca el crimen organizado y genere la pasividad de las autoridades.
Hasta ahora, el lavado de dinero por narcotráfico y crimen organizado transnacional carece de restricciones eficaces que permitan una fiscalización importante. Las recomendaciones formuladas por instituciones internacionales para prevenir que el sistema bancario sea utilizado para lavar dinero de origen delictivo han probado ser inoperantes, con contadas excepciones. Los inmensos recursos financieros provenientes del narcotráfico presentan una irresistible tentación para aquellos banqueros que desean ampliar fácilmente su clientela, así sea con dinero negro.
En un notable contraste, el terrorismo transnacional ha sido sometido a severas medidas coercitivas en materia de lavado de dinero. Al Qaeda ha quedado prácticamente asfixiada en términos financieros como consecuencia de las acciones colectivas obligatorias autorizadas por el Consejo de Seguridad de la onu. Ello impone congelar todos los fondos financieros y otros recursos económicos de personas y entidades vinculadas al terrorismo transnacional, impidiendo el suministro de armamento y fiscalizando el movimiento transfronterizo a personas asociadas con el crimen de terrorismo.
Una iniciativa latinoamericana ante el Consejo de Seguridad de la ONU, exigiendo la aplicación de sanciones equivalentes a las existentes en materia de terrorismo transnacional, en el tema del lavado de dinero, con medidas coercitivas eficaces y obligatorias, ayudaría a recortar efectivamente los enormes flujos financieros que se encuentran a disposición del narcotráfico.
Llama la atención que en América Latina no se haya recurrido en una medida mucho mayor a la aplicación y ejecución, en forma coordinada, de las convenciones de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional (Palermo, 2000) y contra la Corrupción (Mérida, 2003), el Protocolo contra el tráfico ilícito de migrantes y el Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas, especialmente mujeres y niños. Cerca de 20 naciones latinoamericanas son Estados parte de esas convenciones. Con base en esos instrumentos legales, que establecen medidas a escala internacional para combatir en forma coordinada el crimen organizado, la corrupción, el lavado de dinero y el tráfico humano, los gobiernos latinoamericanos estarían en mejor posibilidad de diseñar medidas de protección para sus sociedades y sus instituciones nacionales de seguridad.
El reclamo urgente es construir una nueva arquitectura de seguridad regional para combatir crimen organizado y narcotráfico transnacional. Ante la gravedad del problema que ahora enfrenta América Latina, no hay lugar para la apatía política. Será preciso emprender una acción concertada de gobiernos y de sociedad civil para garantizar protección integral a instituciones y personas.
En otras áreas del mundo, existen mecanismos eficaces para enfrentar de manera colectiva la amenaza que representa el narcotráfico. La estrategia de cooperación regional ya ha tenido algún éxito en el control de drogas provenientes de Afganistán. El Pacto de París reúne a más de 50 Estados y organizaciones internacionales dedicados a contrarrestar el tráfico y consumo de opio afgano y sus derivados. La llamada Iniciativa Triangular (Afganistán, Irán y Paquistán) comparte servicios de inteligencia antinarcóticos. Los países de Asia Central han establecido un centro destinado a prevenir el contrabando de precusores a Afganistán.
En cambio, las acciones colectivas latinoamericanas en el combate al crimen organizado transnacional son aún extraordinariamente modestas y no han reclutado el entusiasmo de la sociedad civil. No obstante, las recomendaciones de la vi Cumbre de las Américas, celebrada en Cartagena de Indias en abril de 2012, podrían generar, si se cumplen, una fuerza motriz que impulse la concertación política latinoamericana en el tema, recuperando así una tradición de estrategias conjuntas para enfrentar problemas comunes.
Sin embargo, la lectura de los pronunciamientos presidenciales y de las declaraciones emanadas de la Cumbre no permite anticipar resultados notables o innovadores. El presidente Santos, como vocero de sus colegas, anunció las coincidencias en el tema de estupefacientes: “analizar los resultados de la actual política antidroga y explorar nuevos enfoques para ser más efectivos”. A la oea se le otorgó el mandato de evaluar dicha política para determinar si está funcionando “y si hay alternativas más eficaces y menos costosas para enfrentar este problema de las drogas”.
En Cartagena, México propuso establecer un sistema internacional contra el crimen organizado. Lo que se acordó en la Cumbre fue más modesto: impulsar una entidad coordinadora para armonizar las estrategias y acciones de los países americanos, la cual determinará su interacción con los foros y mecanismos universales existentes, así como con los foros regionales y subregionales. Para alcanzar estos objetivos, se iniciarán “consultas de carácter técnico y otros aspectos, con el propósito de desarrollar este esquema de cooperación hemisférica. Las propuestas emanadas de este proceso serán presentadas en una conferencia internacional a celebrarse en México, en el presente año”.
El presidente Obama, como ya lo había señalado en otras oportunidades, reiteró en Cartagena que “legalizar las drogas no es la respuesta”, aunque estimó “legítimo” abrir el debate sobre la regulación o la despenalización de los estupefacientes.
El acuerdo más importante alcanzado en Cartagena tiene que ser la decisión de “armonizar las estrategias y acciones de los países americanos” en el combate a la delincuencia organizada transnacional. Es ese el objetivo político que debe perseguirse por todos los gobiernos de la región. Por ejemplo, compartir información de inteligencia sobre los operativos de los cárteles de la droga en cada país y su actividad transnacional, comunicar las medidas adoptadas para atacar el lavado de dinero producto del narcotráfico, informar sobre la eficacia de las acciones emprendidas para mitigar la corrupción de las instituciones de procuración e impartición de justicia, o hacer partícipes a los demás gobiernos de la puesta en práctica de estrategias en materia de prevención de adicciones y de tratamiento del adicto, habrá de significar un avance esencial en la colaboración regional para el sometimiento del crimen organizado.
En cambio, anunciar que se habrán de explorar nuevos enfoques que puedan ser más eficaces y menos costosos parece un ejercicio vano. Todos los gobiernos presentes en Cartagena conocen a profundidad las opciones existentes. El anuncio refleja compromisos políticos, ambigüedad y tibieza.
Desde luego, asignar a la OEA la tarea de proponer una serie de escenarios que se deben estudiar y analizar con expertos no es lo más afortunado. Significa delegar inútilmente responsabilidades que pertenecen a los gobiernos de la región. La OEA, que no se encuentra ahora en una etapa de esplendor político, difícilmente habrá de efectuar una contribución que ilumine las funciones del Estado en el área de la seguridad.
Cartagena puede representar un nuevo proceso de colaboración regional en torno al asunto que en mayor medida afecta la estabilidad del área y la integridad de sus ciudadanos. Corresponderá a los gobiernos hacer realidad esa esperanza.
4. Reducción de daños
En años recientes, se han implantado estrategias, a nivel mundial, destinadas a reducir la demanda de drogas. No obstante, el esfuerzo es aún insuficiente. Existe una clara necesidad de impulsar en forma generalizada medidas de prevención, tratamiento, cuidado y apoyo para los adictos. Pero apenas se empieza a reconocer el imperativo de trazar una línea divisoria entre los criminales, representados por los narcotraficantes, y sus víctimas, los consumidores de drogas. Y aún hay reservas para aceptar que el tratamiento al adicto es una opción significativamente más eficaz para su rehabilitación que la aplicación coactiva de la ley y el castigo carcelario.
La naturaleza y magnitud de los problemas relacionados con la producción, comercialización o consumo de drogas varía de un país a otro. Para países como Colombia y México el asunto más delicado es la producción, el tráfico, la violencia y la corrupción; en Brasil lo es la violencia y la corrupción. Para Australia y Rusia el problema sería el consumo, para Estados Unidos el consumo y la violencia, para Turquía el tráfico de heroína, para Canadá la producción y el consumo. Todo ello acarrea la implantación de distintas políticas gubernamentales para abordar el problema.
Habrá gobiernos que provean servicios de salud pública para el tratamiento de adicciones, recurriendo a la aplicación coercitiva de la ley y a medidas punitivas solo como una última instancia. Sería el caso de Holanda y Suiza. Otros gobiernos, en cambio, otorgan prioridad a un régimen de crimen y castigo mediante la persecución de los delitos vinculados con el narcotráfico, relegando a un segundo plano el auxilio al adicto. Rusia y Estados Unidos serían los principales exponentes de esta tendencia.
A pesar de las diferencias existentes, parecería advertirse a nivel mundial una cierta convergencia en materia de tratamiento a las adicciones. En forma gradual, gana terreno la política de reducción de daños, impulsando estrategias orientadas a disminuir las consecuencias adversas del consumo de drogas, tanto en el aspecto internacional como en los ámbitos nacionales.
En efecto, la reducción de daños producidos por efecto del consumo de estupefacientes, tan denostada en otras épocas, empieza a ser aceptada y aplicada por un mayor número de gobiernos. Países que perseguían una política punitiva radical, notablemente China e Irán, han introducido recientemente el empleo de metadona como instrumento para mitigar problemas relacionados con el consumo de heroína. Suecia, antes ferviente opositora, ahora ha adoptado programas de reducción de daños, aceptando también su introducción en el ámbito europeo.
El caso de Estados Unidos es paradigmático. Sufre de un consumo elevado de cocaína, heroína, metanfetaminas y marihuana; padece violencia en el mercado de drogas al menudeo; es víctima de robos y crímenes violentos cometidos por drogadictos, y debe mantener, con un alto costo económico, unas cárceles repletas, hospedando delincuentes con un mayor o menor vínculo con el tráfico o consumo de drogas. Aun así, el gobierno estadounidense ha cuestionado severamente en foros internacionales los beneficios de las políticas de reducción de daños.
Pero, en un contraste significativo, a nivel estatal y municipal las estrategias pueden ser distintas. En Hawai, el programa denominado hope ha logrado que 80% de los adictos a las metanfetaminas abandonen el consumo. Su éxito ha acarreado la introducción de programas similares en Alaska, Arizona, California y el estado de Washington. En el proyecto hope, los participantes no están obligados a someterse a tratamiento; se les requiere abandonar el consumo de drogas. Un 15% no lo logra y ese grupo entra a un programa de rehabilitación.
En 2006, Portugal se convirtió en el primer país con una legislación que descriminaliza el uso de las drogas para consumo personal y en el supuesto de que se posea una dosis no superior a la de 10 días. El usuario de drogas se somete no a un tribunal penal, sino a una Comisión para la Disuasión de la Adicción de Drogas, con un panel formado por un jurista, un doctor y un psicólogo, que habrán de recomendar tratamiento o una leve multa. La responsabilidad por el control de drogas se trasladó del Ministerio de Justicia al Ministerio de Salud Pública.
Existe una tendencia orientada a enmendar la legislación penal en una variedad de países con el fin de reducir o eliminar las sanciones en contra del consumidor de drogas. Por ejemplo, en México ya no es un crimen la posesión de pequeñas cantidades de drogas para consumo personal.
En el diseño de políticas de reducción de daños, es preciso transmitir un especial reconocimiento a la encomiable labor efectuada por la Comisión Global de Políticas de Drogas y a la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia. Sus aportaciones han sido fundamentales para replantear el debate sobre el tema e introducir estrategias novedosas e integrales para considerar drogas y adicciones como asunto de salud pública. Debe quedar claro que esas comisiones postulan la descriminalización de las drogas; no suscriben su legalización.
En cambio, en México hay quienes abogan en favor de legalizar, unilateralmente, el cultivo, la producción, la distribución, la comercialización y el consumo de todas las drogas ilícitas: heroína, morfina, cocaína, marihuana, metanfetaminas y otras drogas sintéticas, aunque sujetas a algún tipo de regulación, según la sustancia. Una decisión unilateral de esa naturaleza acarrearía graves riesgos. Significaría convertir a México en un polo de atracción irresistible para todo el crimen organizado de este mundo. Las nuevas bandas transnacionales que acudirían a explotar esta situación aprovecharían las facilidades de producción local y exportación global hacia mercados en donde el narcotráfico es ilícito, lo cual generaría un problema mayúsculo para el país. Además, las guerras entre los viejos y los nuevos cárteles por el control de las zonas de cultivo y las rutas de exportación de la droga abriría la puerta a una violencia aún más importante que la que ya padece México. De esta suerte, la legalización unilateral de las drogas no es una opción viable.
BERNARDO SEPÚLVEDA AMOR –jurista, político y diplomático– ha sido secretario de Relaciones Exteriores y embajador en Estados Unidos y Gran Bretaña. Juez de la Corte Internacional de Justicia desde 2006, recientemente fue electo vicepresidente de ese tribunal.
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1 Guadalupe González G., Jorge A. Schiavon, David Crow y Gerardo Maldonado, México, las Américas y el mundo. Política exterior: Opinión pública y líderes, CIDE, División de Estudios Internacionales, México, 2011, p. 59, Tabla 2-1, “Amenazas graves 2008-2010”.
2 Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, Informe sobre desarrollo humano para América Central 2009-2010, “Introducción y resumen”, p. 16.
3 Ibíd. p. 105.
4 Peter Chalk, The Latin American Drug Trade. Scope, Dimensions Impact and Response, The Rand Corporation, 2011, “Summary”, p. XI.
5 Hazel Blackmore y Olga Pellicer, “México y Estados Unidos: de socios entusiastas a vecinos incómodos”, en Guadalupe González y Olga Pellicer (coord.), Los retos internacionales de México: urgencia de una nueva mirada, Siglo XXI Editores, México, 2011, p. 20, nota 3.
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