Desde ese ámbito que está a caballo entre la realidad y el sueño nos hablan las piezas del arte popular, aunque muchas nacieron en una región más cercana al universo onírico y desde ella emergen cada día hasta nuestros mundos cotidianos. Por eso su idioma nos resulta extrañamente familiar: la suya no es la lengua de la razón y la funcionalidad con la que durante el día nos insertamos en el engranaje social, sino la del ensueño, el mito y el delirio. Las artes tradicionales no son complacientes, ni políticamente correctas, como tampoco lo son los sueños ni las mitologías. Hay que recordar a los padres que devoran a sus hijos, a los hermanos que se asesinan, a los héroes parricidas y a los cientos de criaturas ambiguas —muchas veces monstruosas— que se multiplican en los relatos mitológicos: cíclopes, sirenas, gigantes… que encuentran un correspondiente en algunas piezas del arte popular mexicano. Pero el vínculo entre el arte popular y el sueño no es solo formal. Hay obras que comparten con lo onírico su elocuencia, sus paradojas, su complejidad, su delirio colorido y, sobre todo, su capacidad para integrar universos significativos. Estos son quince sueños artesanales, quince sueños moldeados, tejidos, modelados con las manos, que nos hacen saber que entre estos mundos existe otra feliz confluencia: ambos nos involucran de cuerpo entero.
1 Los diablos de Ocumicho, Michoacán, que arden gozosos a perpetuidad en su frágil infierno de barro y, mientras los contemplamos, solo se nos escapa una mueca de simpatía.
2 Las máscaras de tastoanes, que se bailan en Jalisco con motivo de la fiesta del Santo Santiago. ¿Se trata de seres amorfos? Más bien son criaturas germinales, condensaciones, de las que pueden nacer todas las formas posibles.
3 Los alebrijes, que nacieron de una pesadilla de Pedro Linares hace alrededor de cuarenta años en el Distrito Federal.
4 Los amates pintados en Guerrero, en cuya narrativa, lo mismo que en los sueños, todos los tiempos son un solo tiempo y todos los ámbitos existen en un solo espacio. Por eso su barroquismo nos resulta extrañamente familiar.
5 Los árboles de la vida de Metepec, Estado de México, cuyos personajes parecen emerger de universos excepcionales en los todo puede ser posible.
6 Las tablas de estambre de los chamanes huicholes, universos de narrativas complejas que se revelan frente a nuestros ojos como si nada, universos en los que, como los sueños, los protagonistas están aquí y allá en un mismo instante, en los que los personajes se multiplican, se desdoblan, se transforman…
7 Los huipiles chiapanecos, que los dioses obsequiaron en mano a los primeros hombres, ese mismo día que les enseñaron el oficio necesario para elaborarlos. Y aunque el tejido cada vez es el mismo y el telar es idéntico, de la fantasía de las tejedoras nacen siempre piezas distintas, como si cada huipil fuera el primero tejido con esta ciencia antigua.
8 Las calaveras de azúcar y los dulces de la muerte de Toluca, que nos hacen saber que el fin no tiene un sabor amargo, que se goza a carcajadas, como lo hicieron los dioses cuando este mundo era tan nuevo que el trabajo no existía aún, pero sí el placer, la risa y el juego, que son privilegios divinos.
9 Los nacimientos de barro, cestería, madera, hoja de lata, cuyas proporciones jamás responden a la realidad, sino al idioma de nuestra conciencia afectiva.
10 Los bestiarios de chuspata tejidos en Michoacán, en los que las moscas son más grandes que los tigres, porque más allá de sus dimensiones reales, está el sitio que ocupan en los territorios de nuestra sensibilidad.
11 Los rebozos de Tenancingo, Estado de México, cuyos patrones de exactitud matemática nos devuelven una fascinación similar a la de los más acentuados delirios de color. Y que, pese a su naturaleza —muchas veces exacerbada—, guardan cierta lógica inquebrantable.
12 Los tapetes de flores de Tlaxcala que comparten con los sueños la invitación al delirio de todos los sentidos y la inminencia de su final.
13 Los elaborados collares de palomitas de maíz que tejen las mazahuas del Estado de México y Michoacán, que nos hacen saber que en el arte popular, como en los sueños, la belleza puede ser humilde. Y, aún así, resultar significativa.
14 Las obras de papel picado minuciosamente recortadas para decorar el pueblo, la iglesia, la casa… solo un día. Estas piezas nos recuerdan que las cosas pueden ser complejas y requerir un gran esfuerzo y, pese a ello, ser maravillosas por su fugacidad.
15 Las ceras que se ofrendan en las liturgias al santo patrono, que nos enseñan a sorprendernos con todo aquello que está condenado a desaparecer, pero que dejan tras de sí la estela de la memoria y la gran sonrisa de haberlas visto arder.
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GABRIELA OLMOS es editora y escritora, fundamentalmente de libros para niños. Desde hace catorce años trabaja en la revista Artes de México y, desde hace dos es su subdirectora. Entre sus libros destacan algunos títulos en los que ha explorado los vínculos entre la mitología y la literatura, como El zopilote y la chirimía, Con los ojos cerrados. Sueños de los niños indígenas y El sueño de los dioses y otros cuentos huicholes.