La niña no sabe hacer nada más que golpear. Supone que la amistad, o al menos eso intuyo que intuye, es deseable y normal, pero no puede evitar explotar en ataques violentos. Su habla es casi perfecta.
Jacob (así le llamaremos) fue encerrado durante años en instituciones especializadas en castigar la locura. Que sufría de autismo severo, de episodios psicóticos, que poco había que hacer con él. Pasó el tiempo y su hermana lo rescató del yugo hospitalario; fue cosa de una terapia para que se supiera que Jacob, que balbuceaba todo el día y coordinaba muy pocos de sus movimientos, gozaba de todos los mecanismos lingüísticos apropiados para una persona normal. Estaba atrapado, así logró expresarlo, en un cuerpo que simplemente no le funcionaba.
Imagino treinta años de maltrato, humillación y desesperanza para un hombre que lo entendió todo y nada pudo hacer en el transcurso de ese tiempo. No puedo, en realidad, imaginarme aquel dolor.
He tenido una pequeña obsesión de años con los grandes jugadores de ajedrez de los tiempos modernos. Nunca he jugado, y poco me interesa, pero la mística propia del estratega de los alfiles me llena de intriga; ¿serán los grandes bastiones del pensamiento analítico, realmente las puntas de lanza del pensar en estrategia? ¿O quizá son amos y señores de su propio universo, sin duda, pero cuerpos inútiles para el resto de las cosas? En última instancia, el dibujo de dos grandes ajedrecistas luchando por el control del tablero se asume como la batalla última de las inteligencias. No hay semana en la que no piense en la bellísima historia de Fischer en contra de Karpov.
En otro momento, descubrir a Derren Brown marcó un antes y un después en mi vida. Lo propongo como el más grande artista de todos los tiempos, por su tino y juego, justamente, en torno a la inteligencia: su acto no es más que un acto de las ilusiones inconscientes, de la sugestión psicológica, de los trucos espejo y metanarrativos que puede jugarnos nuestra propia mente. Quien no resulte profundamente emocionado por las artes de Derren Brown no ha comprendido un ápice de su propia humanidad. Escribiré más de él en otro momento.
La inteligencia, las capacidades de la mente. El cerebro. Las grandes revelaciones biológicas del futuro serán las descubiertas en torno a nuestra materia gris, así como los grandes avances de la física se dan en la astronomía. El cerebro es el espacio.
Daniel Tammet es un eslabón irrenunciable. Posee todas las cualidades de aquel entrañable savant, el llamado Rainman, que podía recordar todas las fechas de la historia por día y acontecimientos, memorizar libros en menos de cinco minutos y acomodar en su cabeza el 95% de lo que veía de inmediato, a costa de una profunda incapacidad social y un aparente (y hablo de superficialidades físicas) retraso mental. Tammet, en cambio, es un eslabón porque es un animal social. Puede explicar sus procesos mentales y revelar una naturaleza cerebral simplemente distinta: sus operaciones de memoria y aritmética no son más que construcciones fantasiosas de paisajes rurales. Para él, el número “98568564.9797” no es más que un paisaje de rosas. Su cerebro no es un aparato operativo como lo entendemos el resto.
Un cerebro humano pesa alrededor de 1 kilogramo y medio. Está compuesto de agua en un 80%.
He sufrido varios ataques de pánico. Todos responden a un estímulo idéntico: hay una línea muy delgada que divide nuestro pensamiento consciente, manejable a través de nuestros mecanismos de lenguaje, y todo eso que “entendemos” pero no podemos explicar. Acudir a lo inexplicable es sin duda rico y estimulante, pero se siente presente el riesgo de ser absorbido por ese hoyo negro.
De ser absorbido por la propia mente.
Karpov nunca jugo contra Fisher