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Azul violáceo
Becarios De La Fundación Para Las Letras Mexicanas | Cultura | Luisa Iglesias Arvide | 02.05.2012 | 0 Comentarios

Las cuatro de la mañana pulsan vivas al edificio de siete pisos, laten acompañando los aullidos remasterizados de Lady Gaga en el departamento 504, manan vivos de las bocas veintitantos ecos “Want your bad romance!” que se estrellan armónicos y vibran en todas las ventanas “…I don’t wanna be friends”.

Martín despierta inquieto desde la planta baja. Tremenda fiesta la que se traen en el quinto piso, escuinclas, a ver a qué horas se van a dormir; tiene que levantarse en un par de horas y llevar a Susana al doctor antes de ir a trabajar, y mejor que no la vayan a despertar con el humor que trae. Martín observa a su esposa dormir profundamente, le mira los ojos rodar entre los párpados y sale cauteloso de la recámara.

Sirve leche en una taza y sorbe con la lengua yerta. Escucha los gritos y las bocinas reventadas del 504, ni siquiera es viernes. Es martes, es martes doce, a las cuatro y cuarto de la mañana. Para dormir dos horas, mejor quedarse despierto. Se pregunta si las niñas no van más a la escuela, dónde estarían sus padres, si es que les importa un poco. A los vecinos ya no les sorprende encontrarlas en los pasillos con la ropa sucia, fumándose las colillas que recogen del piso, retozando en las escaleras con alguno de sus muchos novios. Tania y Mónica. Son tan malcriadas, que dicen, “las cabronas le pegan a los mirones y corre el rumor de que a los que se pasan de coquetos les muerden la lengua”. Martín se acomoda en el diván de la sala y enciende el televisor. Tendrán a lo mucho dieciocho años, pero parecen de treinta. Si tuviera hijas no quisiera que fueran como esas; aunque Susana no quiere embarazarse de cualquier manera.

“Se llevará otro juego de cuchillos por el mismo precio, no deje pasar esta oferta…”, la voz del televisor a duras penas se distingue de las risas y los brincos del 504. A pesar del agravado sueño de su esposa, Martín prefiere mantener el volumen prudente cuando ella cierra los ojos. Intenta entonces descifrar lo que el infomercial quiere decirle hasta que pierde el interés y simplemente contempla las imágenes de cuchillos que cortan latas–que cortan papel–que pican zanahorias–que atraviesan piñas. Afuera la canción se repite una y otra vez. “Bad romance”, cómo no les fastidia.

Sus ojos se distraen con los faros de un vehículo que ilumina la cortina de la sala con sus alógenas blancas. No muchos automóviles circulan por la unidad habitacional pasadas las cuatro; Martín se acerca a la ventana, la desnuda, y distingue un chorrito delgado que escurre por el cristal. Estarán tirando sus cervezas por la ventana, cochinas. Las ramas del árbol se sacuden y nada más falta que despierten a Susana; entonces sí, el pleito que se arma. Pero ¿qué tanto estarán aventando? Pinches mocosas.

Camina fuera de su departamento. En el vestíbulo la música es aún más fuerte, tremenda fiesta la que se traen en el quinto, gruñe. Sale del inmueble y observa la caída de algunos vasos desechables y colillas de cigarro. Ya sabía, puercas. Advierte una sacudida en el follaje de la jacaranda contigua al edificio. A pesar de la noche, Martín logra distinguir entre las ramas una pequeña silueta convulsa. Escucha cómo se le ahoga el aliento entre gárgaras de saliva y sangre; la saliva se escucha viscosa, la sangre grasienta. Lady Gaga, y las bocinas reventadas, y el chorrito de orines que recorre las ramas frondosas hasta llegar a su ventana. ¿Se habrían dado cuenta en el 504? Examina las ramas. Está muy alto. El bulto se sacude y Martín quisiera decirle “No te muevas”, pero solo lo mira caer problemáticamente al piso, trepidante y tieso.

No mames. Se lleva las manos a la cara. Se cayó la pinche vieja.

Desde el 504 un coro “I want your love, and I want your revenge” se pierde entre infinitas líneas de bajo y “You and me could write a bad romance” gritan, narcotizadas y fanfarronas, las amigas de la preparatoria. Ya apaguen esa música o cambien la canción, carajo. Martín se acerca lentamente, conmocionado, y encuentra bajo la maraña de cabello el rostro angustiado de Mónica. “Caught in a bad romance”, su falda empapada de orines y las rodillas polvorientas y rasguñadas; es la hermana fea, la otra por lo menos tiene ojos grandes y caderas livianas. Es la hermana que dicen en las juntas vecinales, “se mete con cualquiera por pulgosa, hay que correr a esas mugrosas”. Aún puede escuchar —cada vez más débiles— las gárgaras. Levanta la mirada y concluye que en el quinto piso debe de haber alguna ventana abierta y demasiadas invitadas como para recordar si alguna les hace falta.

Martín regresa apurado y ansioso al interior de su departamento. “Susana” dice en voz muy alta; pero su esposa duerme; si no estás encabronada estás dormida, quiere decirle. Descuelga el teléfono y marca 066: “Una niña ha caído del octavo piso… sí… ha caído en el árbol y luego al piso…sí… sí… vive… no puedo asegurarlo… sí…”.

Sale de nuevo al vestíbulo y entonces a la calle.

Se inclina impaciente junto al cuerpo desarticulado de Mónica. ¿Se habrán dado cuenta los vecinos? ¿Debería avisar a alguien más? ¿Y su hermana? Quiere ir a buscarla pero no puede dejar sola a esta niña que, nunca había notado pero, tiene los ojos moteados y la boca de un color café oscuro, y es tan frágil. “¿Estás bien? No te muevas”, le indica. Su cuerpo crispado, todos sus rasguños; sus convulsiones que parecen gritarle “Abrázame, Martín, por favor”. Se hinca y le retira de la ropa y el cabello algunas flores coloreadas de azul violáceo, tan mortecino en la sombra. Una jacaranda de noche, y un par de niñas agrestes. Parecen más adultas desde lejos, percudidas, malcriadas, pero Mónica no pasará de los quince años.

Las flores regadas en el piso. La quijada trabada. “You know that I need you”, suplica Lady Gaga en el quinto piso.

Le sostiene el rostro con las manos. Mónica. Cayó de tan alto, de milagro no se mató. Le examina los ojos moteados que a duras penas pueden mirarlo de regreso. No estás tan fea como todos dicen. Por un momento contempla sus caderas gruesas, amoratadas y lamenta que a sus padres no les importe ni tantito. Su esposa que no quiere tener hijos y hace cuánto que ni siquiera se le acerca. Pero yo puedo cuidarte, Moni. Su hermana que la tiene tan fácil, que se enamore de algún patán que le haga unos hijos y que se la lleve a quién sabe dónde. Pero Mónica, tan gastada, que de menos se va a quedar coja después de esto, y eso si es que la libra; quién la va a querer sino Martín.

“Ya viene la ambulancia, Moni” le dice y se recuesta junto a ella. Su cuerpo —suave— aún tiembla involuntario, cálido. Moni, piensa; “¿me escuchas, Moni?” le pregunta en voz baja. Mónica lo mira de regreso. “Yo te voy a cuidar”, le dice Martín. Acerca su cuerpo y la abraza con cuidado, le siente la espalda torcida, los orines de la falda, le siente los huesos rotos. La besa e introduce su lengua, profundo, como para probarle la saliva y la sangre dulce, para sentirle la vibración de las gárgaras y llevarse consigo un poco del 504. La besa y se enamora. Y enamorado. Frotando su descalabrada. Moni. Con la lengua hasta lo profundo de su garganta. Mónica, yo te cuido. Ella lo mira con los ojos moteados y la boca bien abierta. Y la cierra. Cierra la boca. Y cabrona le muerde la lengua.

Susana duerme; la quijada trabada. “I don’t wanna be friends”, festejan en el 504.

_______________
LUISA IGLESIAS ARVIDE (Ciudad de México, 1986) es egresada del diplomado en Creación Literaria de la Escuela de Escritores de la Sogem. Cursó la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue guionista en Radio UNAM y locutora en el Instituto Mexicano de la Radio. Becaria del programa Jóvenes Creadores del Fonca en la disciplina de Cuento. Ha publicado reseñas y artículos en la revista R&R.

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