I
Cuando te conocí llamabas a las cosas
con el idioma hallado en los rincones de tu infancia
donde silencioso añorabas la tibieza prenatal
de la que habías tardado en salir.
Tu madre me dijo que allí te hiciste
la primera grieta
por donde la oquedad te invadiría.
Pero la tarde en que te descubrí
decías las palabras como el viento
forma y deforma las nubes del verano.
Mirabas las piedras como si en ellas
anidaran los verbos que nos harían falta
para comenzar los días por venir;
aprendías de la lluvia insólitos caminos
que marcaban nuestra ruta por las calles.
A tu lado, las botellas rotas fueron esquirlas de la noche,
y la noche un lienzo para plasmar nuestros espantos,
y tú no eras tú, sino los rayos del sol en mis cabellos,
y al amor no lo nombramos con la boca,
sino con los ojos, con la yema de los dedos,
con nuestra humedad sombría.
II
Llevada por el rumor de tu cuerpo era tan fácil
recordar los instantes felices de mi infancia.
Tu respiración era como el rumor
de la locomotora que escuchaba cuando niña.
El tren se aproximaba, poco a poco,
sobre los rieles, su cuerpo de acero
partía en dos la tarde,
vagón tras vagón, rueda tras rueda,
su andar cansino parecía no terminar nunca
y cerraba los ojos para que su respiración metálica
me hablara de otras ciudades, de otros cielos
cuya quietud se había roto
por el rastro del humo en el aire.
Junto a ti también cerraba los ojos
para escucharte desde el sueño,
para imaginar el sitio, donde habitabas libre,
niño por siempre, a la orilla de tu lago.
Al abrir los ojos, solo podía ver tu cabello crespo,
derramado sobre tu espalda,
y como cuando niña,
las estelas negras me decían
que todo viaje es efímero.
III
Estabas lleno de árbol
desde la mirada oscura
hasta el sabor de tu piel cetrina.
Tu cabello rebosaba
del olor a las tardes de mi infancia
cuando juntaba las piezas del cielo roto
bajo el naranjo alumbrado de azahares.
De árbol tenías también el modo
de quedarte fijo en medio del bullicio,
o de silbar en la hora más profunda de la noche,
y colmada de su amarga corteza
descendía una cicatriz profunda por tu cuello.
Pero tu lado más arbóreo no era eso,
sino las cuatrocientas voces que en ti anidaban:
los dulces trinos con que amanecías,
el murmullo vespertino de tus caminatas,
y detrás de todos los cantos
ese graznido hiriente
que iba marchitando tu ser.
IV
El roce de tus dedos en mi rostro,
volvía el aire tibio y mi epidermis,
más honda, palpitaba como el surco
sediento, a flor de tierra, de semilla.
V
“Más que del fuego, vengo de la lluvia”, me dijiste.
Y supe que así era por tu mirada, oculta
tras el cielo endrino de tus ojos
y por tu beso de agua,
prolongado como un día de verano.
Y te supe lluvia, alegremente,
cuando tu abrazo me envolvía de improviso
en medio de la calle, en las tardes sembradas de promesas,
en las puertas de los salones, de los trenes y de las noches.
Y la lluvia de tus palabras me hacía ver en cada piedra
un tesoro, hallar en el pasto soles mínimos y eternos,
o contar las historias que duermen bajo los pasos de los vagabundos.
Y llovías con esa luz tan tuya, lacrimal desde los párpados,
salival desde tu lengua y desde todo tu cuerpo,
tibia y radiante, tu lluvia dejó en los caminos
una estela de preguntas, un arcoíris perenne en la memoria,
y un cielo escampado ante mis ojos.
Y todo en ti me decía
que no eras para la tierra, sino del instante,
y te fuiste,
lluvia sin remedio.
VI
Me dejaste
la sombra tibia de tus manos en mi cara,
esas tardes sobre la hierba, a la orilla del mundo,
mirando los volcanes falsamente dormidos,
el misterio de tu musgo, se me quedó
entre los dedos el desliz de tu pelo en retirada,
el horror de tu alma rota una noche
lejos del pan y del hogar compartido,
tu historia mutilada y tu locura,
la certeza de que no eras tú,
la memoria de tu cuerpo luminoso.
también algo de nostalgia. Tendido
te dejo en estas líneas
carne sombría, impensable, colérico,
lúcido, sonriente, asombro puro,
desterrado, triste, irónico,
horizontal, telúrico, olvidado.