¿Vale la pena ganar la elección si, durante la campaña, se vulneran las condiciones necesarias para ejercer posteriormente el poder? La respuesta depende de los fines que persigan candidato y partido, y de la comprensión de una matriz sencilla pero fundamental de estrategias.
Recordemos la conversación de Alicia con el gato de Cheshire en la novela de Lewis Carroll. Ella pregunta cuál es el camino que debe seguir y el gato sabiamente le contesta: “Eso depende de adónde quieras llegar”. Lo mismo ocurre con el acceso al poder en una democracia. De los propósitos del poder dependerá la modalidad de las estrategias para alcanzarlo.
Definir para qué se quiere el poder permite diseñar campañas electorales en todos sus planos y actividades, orientar todos los esfuerzos, utilizar eficaz y eficientemente todos los recursos. En pocas palabras, permite no solo imaginar el camino para llegar al poder, sino construirlo, alcanzarlo y ejercerlo bien.
Y es que una campaña electoral, como proceso democrático, no es exitosa cuando se obtiene el mayor número de votos, sino cuando se obtiene el mayor número de votos y se sientan las bases suficientes y necesarias para traducir la victoria en insumo para ejercer el poder político y no solo la autoridad. En ese sentido, es válida la pregunta: ¿cuáles son las estrategias que deben regir una campaña que, por encima del triunfo electoral, busque generar los escenarios propicios para el ejercicio del poder? Este texto propone un breve acercamiento a dichas estrategias.
El poder democrático
Un régimen democrático debe legitimarse y garantizar su permanencia en medio de la pluralidad. Esto implica cierto nivel de fragmentación del poder. Sin embargo, irónicamente, el funcionamiento de una democracia exige capacidad para reagrupar ese poder bajo normas e instituciones. Es por ello que, en la democracia, el acceso al poder solo tiene lugar mediante el triunfo en elecciones. Pero dicho triunfo no garantiza que se podrá gobernar con éxito. Apenas abre la posibilidad para intentarlo. Acceder a un puesto de elección hace legítimo para el político iniciar la alineación de las fuerzas que le permitirán gobernar, pero en ningún caso resuelve el ejercicio del poder. El gobernante no surge en la elección; el gobernante se materializa en el ejercicio cotidiano del poder, el cual no se resuelve en las urnas.
Lo anterior implica que el triunfo electoral, bajo ciertas condiciones, favorecerá el acceso al poder, mientras que los triunfos que carezcan de aquellos elementos que faciliten la alineación de fuerzas para constituir un gobierno, complicarán el ejercicio de apropiación legítima del poder. Si hay rutas de triunfo electoral que favorecen el acceso al poder y rutas que permiten la victoria pero que no coadyuvan a la transformación del ganador en gobernante efectivo, entonces el reto es identificar los elementos básicos de esas rutas.
Antes de revisar estos elementos, vale la pena identificar las fases donde debe verificarse cada uno de ellos, esto es las etapas mínimas que han de cubrirse durante la competencia para tener derecho a acceder al poder.
Las fases de la competencia
En una primera fase, una elección puede ganarse de forma legítima y democrática antes que dé inicio la campaña. Lo anterior no es un absurdo. Si un candidato o precandidato logra el consenso de las fuerzas políticas representativas mediante un ejercicio de alianzas y acuerdos, puede llegar al inicio de la contienda con una ventaja mayoritaria definitiva.
En una segunda fase, una elección se gana en la campaña misma, con base en las propuestas del candidato y su capacidad para transmitirlas y establecer un vínculo de identificación con el electorado.
En una tercera etapa, después de ganadas las elecciones, los compromisos de campaña pueden caer en saco roto si el candidato electo no construye las alianzas necesarias para convertir sus propuestas electorales en propuestas de gobierno con un mínimo de viabilidad. No es posible acceder al poder solo con simpatía popular; hace falta oferta y organización política. Una elección puede ganarse con un esfuerzo mediático y de imagen impecable, pero difícilmente una campaña que se construya únicamente sobre ese pilar llegará a transformarse en una campaña de acceso efectivo al poder.
¿Individuos o instituciones?
Las campañas modernas parecieran construirse alrededor de individuos. La insistencia en la competencia democrática simplista individualiza la contienda y la convierte casi en concursos de simpatía, presencia y frecuencia. Esto no sería del todo alarmante o disfuncional si la democracia consolidada y funcional no apuntase precisamente en sentido contrario. En la democracia lo que siempre prevalece y lo que da fuerza al acuerdo son las instituciones y las normas.
La fuerza de la democracia se construye sobre la certeza de los procesos y la relativa intrascendencia del poder individualizado. Una democracia eficaz depende del funcionamiento del marco institucional, lo que requiere de política y de un proyecto de gobierno que sirva de contexto a la discusión. De ahí los riesgos de elecciones que lleven a las puertas del poder a candidatos armados solo de imagen y simpatía, con poca pericia política y estrategias administrativas e institucionales pobres.
El líder democrático es un líder al frente de instituciones que seguirán existiendo más allá de su mandato; no es un líder por encima de ellas.
Mientras las campañas se personalizan, los procesos que definen el funcionamiento de un gobierno se institucionalizan. Ese es el dilema que explica a los grandes candidatos ganadores que nunca se convierten en gobernantes efectivos.
Para responder a ese escenario hacen falta campañas políticas balanceadas que combinen imagen (mercadotecnia en su sentido más simple), política (construcción de redes y alianzas en su sentido más complejo), oferta de gobierno (oferta pública e institucional en su sentido más integral) y organización (estructuras partidistas).
Obviamente, el balance de estos cuatro elementos no siempre es el mismo. Si imagen, política, oferta de gobierno y organización son los cuatro elementos clave para convertir una elección en una puerta efectiva de acceso al poder, es factible ubicar cada uno de ellos como elemento dominante, no único, en cada una de las tres etapas esenciales del ciclo de acceso al poder.
Para hacer viable la conformación de una candidatura harán falta política e imagen; para triunfar en la campaña serán esenciales la imagen y la oferta de gobierno; para intentar asumir el poder una vez ganada la elección, la política y la alianza con la sociedad serán las piezas clave. Se deberá tener persuasión para ser nominado, identificación con el ciudadano para ser electo y capacidad para ser considerado como gobernante efectivo.
En términos más operativos, una campaña, para convertirse en el paso fundamental de acceso al poder, debe contemplar cinco elementos básicos: investigación e información, planeación estratégica, organización estratégica, comunicación pública y operación política.
Investigación
Toda campaña debe partir de una auditoría de los factores políticos, económicos, electorales, sociales y de estructura partidista que llevaron al equilibrio vigente de poder, para decidir si este puede ser alterado. Claro que una campaña puede conseguir el triunfo sin investigar los factores que definieron la situación inicial, pero con el riego de dejar de construir los pilares adecuados para obtener más votos y carecer de las bases y acuerdos mínimos para hacer gobernable el espacio público que se recibe. La investigación es la base para la precisión en la selección de rutas de acceso al poder.
En sus Consejos políticos, Plutarco esgrimía las razones para conocer la cultura política imperante, “el carácter del pueblo”; no para imitarlo, sino “para utilizar todos los procedimientos para poder hacerse con él. Pues el desconocimiento de las costumbres lleva a no atinar en el blanco y a errores no menores en la política”.1
Planeación estratégica
Una estrategia de campaña traduce intenciones en objetivos y describe, de forma ordenada, las acciones para acceder al poder. En democracias consolidadas o en procesos avanzados de consolidación, esas acciones no se definirán de manera discrecional. La planeación estratégica debe contemplar una estrategia jurídica que legitime y proteja un posible triunfo.
La propia competencia propicia que se destinen enormes cantidades de recursos al esfuerzo electoral. En este aspecto debemos ser especialmente realistas. Aún cuando las legislaciones otorguen dinero público para el financiamiento de campañas o el candidato esté dispuesto a gastar parte de sus propios recursos, resulta indispensable elaborar una estrategia o ruta de donantes. La capacidad para crear redes legítimas de financiamiento es un indicador de la capacidad de un actor y su partido para construir redes de gobernabilidad. Una campaña totalmente marginal en la recolección de recursos puede ser una campaña incapaz de construir puentes de estabilidad y suma políticas en etapas posteriores.
En síntesis, el ejercicio de planeación es una prueba de aptitud mínima que se demanda a un candidato que espera ganar hoy y gobernar mañana.
Organización estratégica
Una campaña que demanda una organización compleja es una campaña que ofrece ciertas garantías sobre la participación de instituciones políticas permanentes. Una campaña de marketing puro y de vocación totalmente individual requiere sincronización, pero no organización estratégica. Pensar en términos de organización implica pensar en términos de candidato y partido, en términos de estructuras de movilización y, por tanto, de relación con organizaciones sociales, económicas y ciudadanas.
Una campaña que considera la organización estratégica es la semilla de un gobierno que deberá hacer compatibles la convivencia de distintos intereses que quizá comparten objetivos generales comunes pero difieren en sus métodos de acción y sus prioridades.
La imaginación conduce al poder siempre y cuando exista la organización. Para ello, una campaña demanda una organización con un equipo de colaboradores plural y con experiencia en el terreno electoral que permita realizar las diversas funciones requeridas a lo largo de las etapas de la campaña.
Comunicación política
La comunicación pública es el rostro más obvio de una campaña, especialmente en sociedades de reciente apertura democrática. Un pasado de campañas corporativas tiende a generar un presente de marketing electoral cuasi puro. Sin embargo, la comunicación no solo debe vincular al candidato con el ciudadano en términos personales o de simpatía; debe asumir un lado competitivo más explícito. No basta con generar imágenes y lemas adecuados, se debe ir al contraste de políticas y programas.
La comunicación para el acceso al poder debe explicar por qué una propuesta, y no una simple personalidad, es la más adecuada para una sociedad. La comunicación de propuestas durante la campaña genera el capital social y político que más tarde las hará viables como acciones de gobierno. La comunicación política en torno a una personalidad contribuye a crear expectativas sobre el gobernante en lo individual, pero no le provee de capital para avanzar en rutas concretas de política pública una vez que gana la elección. La comunicación de imagen crea expectativas, pero no consigue respaldo para los programas esenciales de la agenda de transformación del futuro gobernante, programas que muy frecuentemente tocarán intereses políticos relevantes y tendrán costos sociales de corto plazo.
Lo anterior no desestima que, durante una campaña electoral, el candidato es la fuente principal y constante, planeada o espontánea, intencional o involuntaria, de mensajes, imágenes y señales expresados en diversos lenguajes –oral, visual, corporal, etcétera. Por lo que, ya en el terreno de la campaña electoral, el candidato deberá tener o cultivar la habilidad para comunicar elocuente y eficazmente tanto al interior de su equipo como al electorado.
En el año 64 a.C., en una carta que podría considerarse el primer manual de campaña de la historia y que dirigió a su hermano Marco Tulio –quien buscaba el puesto de cónsul, la magistratura más importante de la República Romana–, Quinto Tulio Cicerón hacía hincapié en la importancia de la oratoria: “Tendrás que presentarte siempre tan bien preparado para hablar como si en cada una de las causas se fuera a someter a juicio todo tu talento. Los recursos de la oratoria […] procura que estén preparados y a punto”.2
Operación política
Desde el inicio de la campaña, el candidato debe empezar a ver la construcción de su triunfo como su primer acto de gobierno. La política no puede terminar donde empieza la contienda electoral. La competencia entre partidos y fuerzas sociales no significa el fin de la construcción de consensos más allá de las etiquetas partidistas. En sociedades democráticas, las mayorías electorales difícilmente corresponden a una sola fuerza o candidato, por lo cual la operación política es esencial para construirlas.
Operación política significa conocer el peso y la importancia estratégica de cada actor. La operación política en una campaña es el primer ejercicio de gobernabilidad de una administración en formación. La operatividad política de una campaña habla de su viabilidad política como gobierno y proyecto de cambio.
Las elecciones democráticas no existen simplemente para ser ganadas, existen para elegir futuros gobiernos. Convertir las elecciones en eventos ultraindividualizados es arriesgarse a erosionar la única puerta aceptable de acceso al poder. No debemos olvidar que en la forma como se toca una puerta dependerá la situación que enfrentemos cuando esta se abra.
El acceso efectivo al poder, y no solo el triunfo electoral, es un asunto de candidatos y, especialmente, de partidos. Deben triunfar candidatos y partidos –juntos– para asegurar una mínima institucionalidad en el triunfo. Un candidato electo no tiene responsabilidad más allá del mandato adquirido; en contraste, un partido relevante seguirá participando en elecciones y construyendo un récord de efectividad cuando los actores individuales ya sean parte del relato histórico.
Un partido y su candidato requieren de precisión en la selección de la ruta de acceso al poder porque les preocupa el ejercicio posterior y no solo la celebración de una noche tras el conteo de los votos. Esa precisión demanda investigación, planeación, organización, comunicación y operación política. El acceso al poder en un escenario de competencia es uno de los filtros democráticos esenciales para asegurar el funcionamiento de las instituciones. De ahí que los candidatos y partidos deban diferenciar entre el triunfo de un día y la llegada al poder a través de una mayoría en las urnas.
Conclusión
El proceso para acceder al poder y ejercerlo se combina en etapas que llevan a un político a convertirse, primero, en candidato y, luego, en gobernante efectivo. No basta con tener un propósito definido para el poder. También se hace necesario poner en la balanza todos los elementos que el candidato está dispuesto a aportar en términos de tiempo, de recursos y, sobre todo, de disposición para sacrificar diversos aspectos de su vida personal o familiar. Ser candidato a un puesto de elección popular no es fácil: con frecuencia se adquieren ventajas falsas y problemas de verdad.
Si en el candidato subyace una visión del poder como un fin en sí mismo y no como un medio, y busca ocupar un puesto de elección popular sin un proyecto de lo que hará desde esa posición de autoridad, entonces obtener la victoria electoral con los mínimos de legalidad, transparencia y confianza de los electores resultará suficiente. Desde esa perspectiva, suele ser irrelevante si la elección polariza a la sociedad, si fragmenta a los grupos políticos y si complica –hasta cierto punto– la gobernabilidad. El puesto de elección popular se convierte en un fin en sí mismo, sin importar las condiciones políticas y sociales que rodeen el proceso. Un triunfo electoral en estas circunstancias tiene una relativa legitimidad y si el candidato –ahora gobernante– logra mantenerse en el cargo, lo hará sin trascendencia.
En cambio, para aquellos candidatos que participan en una elección con el fin último de ejercer el poder, este poder no es un fin en sí mismo sino un medio. Aspiran a emprender y consolidar cambios sociales sustantivos y trascendentes –impulsar una agenda de cambio– y conocen la diferencia entre autoridad y poder. En síntesis, tienen claridad y seguridad ante la pregunta: ¿poder, para qué? Evidentemente, requieren ganar la elección, pero sobre todo convertir el triunfo electoral en un factor de poder real, en un elemento activo de legitimidad para los cambios estratégicos.
El ethos democrático otorga un deseable valor instrumental al poder: el poder ya no es el fin único de la contienda política, sino el medio para materializar un proyecto de avance colectivo. El poder democrático no es el pináculo del ciclo político; sigue una etapa superior que exige contestar la interrogante: ¿poder, para qué? La necesidad es establecer esa interrogante como punto de partida de quienes aspiran a alcanzarlo. Ello implica que la búsqueda de poder se justifique, se someta al juicio ciudadano, compita con otras propuestas, establezca metas y justifique el ejercicio del poder al alcanzarlas.
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1 Plutarco, Consejos políticos, Colección Clásicos Políticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991, pp. 41-43.
2 Quinto Tulio Cicerón, Breviario de campaña electoral, Cuadernos del Acantilado, Madrid, 2003, p. 21.
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ZOÉ ROBLEDO es politólogo. Colabora en el periódico Reforma y obtuvo el Premio Nacional de Periodismo 2008.