Al inicio de su gobierno, el presidente Felipe Calderón optó por utilizar al Ejército en la lucha contra el crimen organizado, especialmente el de las bandas dedicadas al narcotráfico. Se desató así una intensa discusión sobre la constitucionalidad y la legalidad de tan radical medida, cuyos resultados positivos han sido, por lo menos, dudosos. En su más reciente libro, Crítica de la mano dura. Cómo enfrentar la violencia y preservar nuestras libertades (México, Océano, 2012), Pedro Salazar Ugarte cuestiona severamente la estrategia de seguridad del Gobierno saliente, que para algunos ha derivado en una suerte de Estado de excepción en el que las garantías y las libertades de los ciudadanos han sido menoscabadas. Este País conversó con el autor sobre ese libro. Pedro Salazar Ugarte es doctor en Filosofía Política por la Universidad de Turín e investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la unam. Colabora en Nexos y El Universal. ARM
ARIEL RUIZ MONDRAGÓN: ¿Por qué publicar un libro como el suyo, con este tema y con este enfoque?
PEDRO SALAZAR UGARTE: El principal motivo es una preocupación sentida (creo que personal pero que, me parece, es también general en México) por la gravedad de los problemas de seguridad que enfrentamos y por la manera en que han sido contrarrestados por parte de las autoridades.
La preocupación que está en el fondo es cuáles van a ser las consecuencias para la consolidación de la democracia en México —que ha sido la gran apuesta institucional de muchas personas en los últimos 40 años— si seguimos con esta estrategia de endurecimiento por parte del Gobierno, de la militarización en el combate al crimen y de apertura para medidas que restrinjan libertades, garantías y derechos. Entonces, es una preocupación por el proyecto democrático mexicano.
Creo que enfrentamos una disyuntiva histórica muy relevante. Estamos en un momento en el cual va a haber una renovación en el mando del país: en el Poder Ejecutivo federal y en el Congreso de la Unión. Por una lado, es una coyuntura en la cual la democracia sigue siendo —al menos en el nivel declarativo de todos los actores políticos relevantes— el modelo al que aspiramos; pero, por otro lado, tenemos ya cinco años de una estrategia gubernamental de combate al crimen que está socavando las instituciones democráticas y está abonando el terreno de las regresiones autoritarias, que pone sobre la mesa elementos que en realidad azuzan el miedo colectivo y se inclinan más hacia las viejas estrategias del modelo de seguridad nacional latinoamericano de los años setenta y ochenta.
Hay una fuerte contradicción, y lo cierto es que no son compatibles las dos estrategias. Si uno quiere consolidar una democracia, tiene que apostar por un combate a la criminalidad con la Constitución en la mano, con garantías, con derechos, con prevención, con investigación, con juicios, porque es la única manera en la cual la democracia y el combate al crimen se pueden conjugar.
Pero si, por el contrario, se opta por una estrategia de militarización, de cateos, de arraigos, de detenciones por parte de las autoridades sin que medie orden judicial, de torturas, de abatimientos, etcétera, en realidad, pese a lo que se diga en el discurso, se está abonando el terreno de una regresión autoritaria.
Hay algunos apuntes sobre el vaciamiento del proyecto democrático, lo que en nuestro país tiene que ver con políticos que apoyaron la democratización pero han acabado por no ser consecuentes con ella. ¿Qué pasó con los políticos y el proyecto democrático?
Pienso que existió un consenso muy amplio entre toda una generación en el sentido de que era importante cambiar las reglas para acceder al poder político y construir instituciones que hicieran posible que la lucha se diera a través de mecanismos democráticos y pacíficos, que es lo que llamamos transición, y esta tiene muchos hijos a la vista. Démonos cuenta que el país sí cambió en clave democrática a lo largo de tres o cuatro décadas: allí están los partidos políticos, las elecciones, el Instituto Federal Electoral, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Instituto Federal de Acceso a la Información (ifai), etcétera. Hay un conjunto de instituciones que son fruto de la transición y que fueron el resultado del impulso de una generación que se puso de acuerdo en ese rubro temático.
Pero lo que le faltó a esa generación y lo que le está faltando a la generación actual es un proyecto postransición. Nadie se comprometió, claramente, con los cambios sociales, económicos, políticos y jurídicos necesarios para consolidar la democracia.
Entonces, logramos generar las reglas para acceder democráticamente al poder, pero no hemos cambiado las reglas para administrar y operar el poder, ni se han implementado los programas y las políticas públicas para cambiar y transformar a la sociedad.
Tenemos una situación paradójica (y esto lo dice el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo): la región latinoamericana vive en un triángulo: pobreza, desigualdad y democracia. Lo que sostengo en el libro es que tenemos que agregar el eje de la violencia, lo que convierte la figura en un cuadrado.
Sí es cierto que tenemos un régimen democrático formalmente hablando y en la práctica, pero no tenemos ni una clase política que opere democráticamente, ni una sociedad que se vea beneficiada de una transformación en clave incluyente, y yo creo que eso se debe a una falta de compromiso y de visión de Estado por parte de la generación actual.
A nivel constitucional, ¿qué cambios a favor de la democracia ha traído la transición política? Es un tema que hay que relacionar con las reformas de justicia de 2008 y 2011.
Si uno hace una lectura del conjunto de reformas constitucionales que han tenido lugar desde los años noventa del siglo pasado hasta la primera década del siglo XXI, se pueden encontrar evidencias de una apuesta por la democracia constitucional: se crearon las comisiones de derechos humanos federal y estatales; se convirtió a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (scjn) en un tribunal constitucional con las reformas de 1994-1995; se formaron todos los institutos de transparencia —el ifai y sus pares en las entidades federativas—, a los que ahora se agregó la protección de datos personales; se integraron los institutos electorales y los tribunales correspondientes para darle garantía a los derechos políticos de las personas.
Por otro lado, se llevaron a cabo algunas reformas muy importantes en materia de seguridad y justicia. Pienso en una parte de la reforma de 2008, la que tiene que ver con los juicios orales, la presunción de inocencia y el sistema penal acusatorio; es decir, una reforma que quiere modernizar en clave constitucional y democrática nuestro aparato de justicia.
También en 2011 tuvimos una reforma importantísima al amparo, así como una fundamental en materia de derechos humanos, que cambió prácticamente los primeros 27 artículos de la Constitución, y que la puso en sintonía con las constituciones más modernas del mundo. Por la reforma al Artículo 29, resulta que hoy en México al Estado de excepción se le amarraron las manos, se le limaron los dientes y se lo controló.
Todas estas son evidencias que nos indicarían que constitucionalmente vamos en la dirección correcta; pero también hay en la propia Constitución algunos rostros ominosos de tendencia autoritaria. Uno muy concreto: en la misma reforma de justicia penal de 2008 se aprobaron algunas modificaciones constitucionales que sientan las bases para medidas autoritarias que restringen libertades. En concreto, me centro en el arraigo, que es una medida absolutamente autoritaria porque con ella el Poder Ejecutivo puede retener y privar de la libertad a una persona por un lapso muy amplio, sin que medie orden judicial ni acusación formal alguna, y sin que se inicie un juicio en su contra. Esta figura la encontramos en todas las constituciones autoritarias del mundo, y no está presente en las constituciones verdaderamente democráticas. Es un buen ejemplo de la contracara de la reforma de 2008.
Pero la dimensión en que las regresiones son más palpables es la de la realidad, no la de la Constitución. La gran paradoja: se reforma el Artículo 29 constitucional para limitar los supuestos, las modalidades y los efectos que puede tener una eventual declaración del Estado de excepción, pero al mismo tiempo tienes a los militares en las calles. Lo que sostengo es que poner a los militares a hacer funciones de policía equivale a la declaración de facto de un Estado de excepción.
Usted menciona que cuando menos dos de los tres poderes parecen avanzar en sentido autoritario: el gobierno de Felipe Calderón y la scjn, que de alguna manera le dio el espaldarazo al Ejecutivo. ¿Qué responsabilidad tiene la SCJN en lo que estamos viviendo?
Es un excelente punto, porque en los últimos meses hemos visto una SCJN más dispuesta a limitar al Poder Ejecutivo en estos temas. Con votos muy divididos, pero ha hecho suyas las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Es una corte que, al menos parcialmente, se inclina hacia la ampliación de las garantías, de la libertad y de los derechos fundamentales de las personas.
En su origen, la estrategia de combate al crimen organizado implementada por el presidente Felipe Calderón, ante la falta de un asidero constitucional claro que le permitiera sacar al Ejército a las calles y tomar otras las medidas, contó con el aval de cuatro tesis de la scjn que en realidad son inmediatamente anteriores, surgieron todavía dentro de la administración del presidente Fox. Al pronunciarse sobre una acción de inconstitucionalidad que no tenía que ver directamente con el tema, la scjn se sacó de la manga una interpretación en la que dice que la Constitución sí permite el uso de las fuerzas armadas en el combate a la criminalidad. Esas cuatro tesis tienen una contradicción muy fina pero muy delicada en el fondo, que es la siguiente: dicen que sí es lícito echar mano del Ejército para enfrentar el crimen y evitar así tener que llegar a la situación de declarar un Estado de excepción o de emergencia. La contradicción reside en que, si se declara el Estado de emergencia en los términos que establece el Artículo 29 constitucional, se tienen muchas más garantías y protecciones para los derechos de las personas que los que se tienen cuando, de facto, el Gobierno pone a los militares en las calles. Lo que te dicen los ministros de la Corte es que te quieren evitar el mal menor, y en vez de hacerlo te exponen a un mal mayor.
Al principio del libro usted habla de un par de minorías: una innovadora, que pugna por la transformación y el progreso y que iría en el sentido de una Constitución democrática; otra que va por un pasado imaginario y que propone salidas autoritarias. En términos políticos, ¿esto lo podemos traducir como izquierda y derecha?
Yo creo que lo tenemos que leer en el eje autoritarismo-democracia, fuerza-libertad, porque se da en la disyuntiva entre libertad y orden. La historia nos demuestra que cuando se viven situaciones de crisis, desconcierto y miedo colectivo, hay voces que empiezan a clamar por regresiones autoritarias, por el fortalecimiento de la potestad estatal, por la militarización de las calles, que empiezan a aceptar y tolerar la tortura, que están dispuestas a renunciar a sus libertades, etcétera. Esa es la minoría reaccionaria que se desconcierta frente a la crisis y se entrega al pensamiento autoritario.
Esta es una tesis de María Zambrano, quien también dijo: “[…] hay otras minorías que, a pesar del desconcierto, del miedo, de que también viven la crisis, deciden enfrentarla apostando por un futuro de libertad. Esas minorías suelen quedarse solas, porque la gran mayoría de las personas suele seguir a las mayorías reaccionarias, […] las que les prometen, sin nunca cumplirles, soluciones fáciles e inmediatas para grandes problemas”.
Yo creo que la historia nos demuestra que ha habido proyectos políticos de izquierda y de derecha que, en algunos momentos, se han inclinado por la reacción autoritaria. Es decir, a mí me gustaría pensar —pues soy un socialdemócrata— que la izquierda siempre está del lado de la igualdad y la libertad, y que hay en la izquierda una vocación humanista más fuerte que en la derecha; lo anterior, porque la izquierda te exige ver la igualdad donde no es evidente, te pide incluir al que está excluido, te pide ser solidario en vez de ser egoísta. En ese sentido, la izquierda es un proyecto que va contra los instintos naturales de las personas; la derecha, en cambio, siempre es más primitiva, más reaccionaria, más de las pasiones básicas, las emociones, la autoridad, la violencia, la defensa por propia mano, etcétera.
Sin embargo, me temo que en esta disyuntiva tristemente también podemos encontrar algunos proyectos de izquierda que terminan por decantarse por el modelo autoritario.
Es muy interesante el capítulo sobre la CIDH y los antecedentes que tiene de ser una corte garantista. En este sentido y tomando en cuenta el caso Radilla, ¿qué futuro avizora para México en la cidh, toda vez que es muy probable que vaya a haber muchas denuncias contra el Estado mexicano?
Tristemente, la CIDH ha condenado de manera repetida a México por violación de derechos humanos, y me temo que lo va a empezar a hacer ya no solo por actos de exceso sino también por omisiones estatales, para brindarle garantías a las personas.
Veo muy positivo que cada vez haya más grupos y despachos de abogados que están litigando casos de derechos humanos y que los están llevando ante ese organismo, porque ayudan a generar un contexto de exigencia al Estado mexicano, a la SCJN y a todos. Las decisiones de la CIDH en realidad van dirigidas a los tres poderes federales, y también a todos los poderes de las entidades federativas.
Cuando la CIDH sentencia en contra del Estado, en realidad está corresponsabilizando a todos los actores políticos relevantes, lo cual a veces es también una paradoja. Lo digo entre paréntesis porque a veces, por una violación que comete una autoridad de un estado de la República, la Corte le llama la atención al Gobierno federal, y no le llama la atención a la entidad federativa. Allí hay una paradoja.
Considero que la cidh va a ser cada vez más un espacio donde se van a litigar casos de derechos humanos provenientes de México. El Estado mexicano debe de ser capaz no solo de aceptar y reconocer las sentencias, sino también de llevar a cabo las acciones que la Corte vaya imponiendo, y me temo que esta situación se incrementará en los próximos años.
En el libro están citados también gobernadores que se guían por la lógica de la excepcionalidad. En este sentido, ¿cuál de las posturas que usted menciona, la autoritaria y la democrática, ha predominado en los estados de la República?
La gran agenda pendiente es poner el foco en el papel de las autoridades estatales en la lucha contra el crimen, porque muchos de los delitos más sentidos para las personas —por ejemplo, el secuestro—son del ámbito estatal, no del federal. Corresponde a las autoridades estatales investigarlos y perseguirlos; muchas veces no hacen su tarea y queda la impresión de que el Gobierno federal es omiso.
También considero que es difícil hacer una generalización, porque hay estados que tienen sistemas de procuración de justicia y aparatos judiciales que funcionan muy bien, con estándares internacionales. Pienso en el caso, que es el que todo mundo señala, de Yucatán.
Sin embargo, creo que el principal pecado que han cometido gobernadores de todos los partidos en las entidades más conflictivas, ha sido de omisión, no tanto de exceso. Los estados también pueden ser responsables de violar derechos humanos por no hacer su trabajo, porque el Estado está para garantizar la seguridad; si no lo hace y expone la vida, el patrimonio y la integridad física de los ciudadanos, es corresponsable de ese acto violatorio de los derechos de las personas. En ese sentido, creo que las entidades federativas (algunas, y unas más que otras) han pecado más por omisión que por exceso.
En el libro pretendo evidenciar que la lógica autoritaria no es exclusiva de un solo partido político ni de todo el Gobierno. Tampoco es solo del Estado, ya que también está enraizada en la sociedad. Yo menciono, con toda claridad, la defensa abierta que la señora Isabel Miranda de Wallace ha hecho de las reformas a la Ley de Seguridad Nacional, y que se ha pronunciado, insistente y públicamente, a favor de la pena de muerte. Lo que quiero subrayar en el libro es que, en realidad, la lógica autoritaria está dispersa en todo el territorio y en todos los niveles.
Quiero terminar con un tema planteado casi al final del libro: el del ciudadano como actor fundamental. Me llamó mucho la atención la cita que hace de Dietrich Bonhoeffer: “El poderío de unos requiere de la estupidez de los otros”. Hay gente que apoya las tendencias reaccionarias, autoritarias. En ese sentido, ¿los ciudadanos mexicanos estamos en capacidad de asumir nuestra responsabilidad histórica, en el sentido de la idea de María Zambrano?
Yo creo que esa es la gran pregunta. Me temo que nos están ganando el miedo y la indolencia. Si uno lee encuestas en las que se pregunta a los ciudadanos sobre su tolerancia a la tortura o su inclinación por la pena de muerte, encuentras que hay una corriente amplia de personas que apoyan ese tipo de medidas, las cuales son claramente la base social del autoritarismo —no estoy diciendo que cada una de esas personas sea en sí misma autoritaria, pero abona el terreno donde los totalitarismos echan raíces.
Esa idea de la estupidez también está relacionada con los ciudadanos en otra dimensión, porque hay personas que pierden conciencia de la relevancia de la libertad, que no se dan cuenta del valor que tiene la libertad porque no la ejercen todos los días, porque no la defienden. Ese contingente social es muy peligroso, porque empieza a militar de manera ya no pasiva, ya no tolerante, sino abierta y activa a favor de las medidas autoritarias.
Creo que allí nos toca a quienes generamos opinión pública una responsabilidad, con la que deberíamos alinearnos intelectuales, periodistas, opinadores, medios de comunicación, profesores universitarios. Esa es la batalla que tenemos que ganar.
La propuesta es que debemos discutir con seriedad la disyuntiva que enfrentamos; quienes estamos a favor de la democracia, debemos aportar argumentos para ganar el debate. Una vez que lo ganemos, debemos exigir leyes y políticas públicas acordes y compatibles con la democracia. Si apostamos con constancia, inteligencia y tenacidad en esa dirección, creo que al cabo de algunos años vamos a lograr, incluso, contar con un apoyo mayoritario a favor de las instituciones democráticas.
Pero no hay que perder de vista que los derechos son muchas veces contra las mayorías: la defensa de los derechos va contra las pasiones mayoritarias, la defensa de la igualdad va contra la discriminación, que está muy arraigada en la sociedad.
En ese sentido, no vamos a contar, necesariamente, con la mayoría de los ciudadanos; vamos a tener que hacer un trabajo de reflexión, de exigencia y de implementación de políticas desde posturas minoritarias. EstePaís
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ARIEL RUIZ MONDRAGÓN es editor. Estudió Historia en la UNAM. Ha colaborado en revistas como M Semanal, Metapolítica y Replicante.