A partir de este número y mes con mes, Este País se asomará a la actualidad europea a través de la mirada in situ de Julio César Herrero, destacado periodista español. Para abrir boca, una valoración de la estrategia de comunicación del Gobierno de Rajoy, o de la ausencia de esta, en los momentos más agudos de una crisis económica que en España comienza a pulverizar los ánimos y la opinión.
Los errores del Gobierno de España en la gestión de una comunicación de crisis
El respeto a una opinión pública libre y el reconocimiento de su papel esencial en el sostenimiento de un Estado de derecho constituyen dos principios fundamentales sobre los que se asienta una democracia. Durante ocho meses —desde diciembre de 2011 hasta, aparentemente, septiembre de 2012—, en España se ha producido un grave atropello a la opinión pública por parte del Gobierno, con la ayuda por omisión de la oposición y con el consentimiento de los medios de comunicación, que parecen haber olvidado su función esencial de vigilantes del poder, quizás apabullados por las consecuencias de una crisis económica que no se había conocido en España desde hace décadas.
En los días previos a las elecciones generales del 20 de noviembre —que el destino o la última venganza del expresidente José Luis Rodríguez Zapatero hicieron coincidir con la conmemoración de la muerte del dictador—, Mariano Rajoy se esforzó por que calara entre los votantes una imagen de solvencia y credibilidad, sin explicar prácticamente nada de su programa. Había que recuperar la confianza de Europa y de los mercados, y para ello era necesario un cambio. Ahí se agotó su discurso. En uno de los mítines declaró, con cierta displicencia, que ya no era tiempo del marketing político sino de las propuestas, como si el marketing político fuera algo vacío y perjudicial, una simple venta de humo, en contraposición con la política seria y repleta de iniciativas. Quizás el presidente desconocía que la sola declaración era una forma de marketing político; algo que, por otra parte, no es ni bueno ni malo en sí mismo, sino una herramienta cuya “bondad” o “maldad” depende del uso que se le dé.
Una vez que ganó las elecciones, las únicas imágenes que ofrecieron los medios de comunicación eran las de un presidente electo que peregrinaba de reunión en reunión, en su despacho, con su equipo, con líderes europeos… Se trataba de dar la sensación de trabajo duro, pero no ofreció ni una declaración a los españoles de lo que tenía pensado hacer. Eso también es marketing político. La formidable crisis que atraviesa el país y el extraordinario respaldo electoral obtenido habrían aconsejado una intervención pública, una vez asumido el cargo, para detallar cuáles iban a ser las acciones que el nuevo Gobierno llevaría a cabo. Sin embargo, Mariano Rajoy prefirió dar pistas de sus pretensiones fuera de España, quizá para que pareciera que, antes de aprobar nada, prefería ganarse el respaldo de los socios de la Unión Europea. Eso también es marketing político.
A principios del mes de abril, antes de que los Presupuestos Generales del Estado llegaran al Congreso de los Diputados, el presidente se reunió con su homólogo del grupo parlamentario de la Unión Cristianodemócrata Alemana, Volker Kauder —enviado por Angela Merkel—, para avanzarle la política de recortes, cuando aún no había sido explicada a los propios españoles. Eso también es marketing político, además de una falta de respeto. Y cuando Rajoy compareció ante los medios de comunicación para esbozar de forma muy somera la configuración de los presupuestos lo hizo sin admitir preguntas. Sí, eso también es marketing político, además de una desconsideración al trabajo de los periodistas.
A principios del mes de julio, el presidente decidió hacer su primera aparición pública en un acto sin aparente contenido político: viajó a Ucrania a la final de la Eurocopa entre España e Italia. Durante esos días, varios incendios estaban azotando a una buena parte de Valencia —una región en la costa mediterránea. No es ni responsable ni solidario estar disfrutando de un partido de futbol mientras una parte de tus conciudadanos está siendo desalojada de sus casas porque corren peligro. Nadie se lo dijo o no hizo caso.
A la semana siguiente viajó a otra región, Galicia, para entregar al responsable de la catedral de Santiago de Compostela el Códice Calixtino, que había sido robado hacía un año. Doble error. En primer lugar, porque no parece algo de tanta trascendencia como para que el protagonismo recaiga sobre un presidente de Gobierno. Y en segundo lugar, porque resta importancia a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado que fueron quienes lo recuperaron. Rajoy o sus asesores en comunicación seguían empeñados en asociar a hechos positivos una más que erosionada imagen presidencial. Pero cuando la estrategia es tan evidente pierde toda efectividad.
A finales del mes de julio, el presidente decide que no habrá debate sobre el estado de la nación. La gravedad de este hecho es extraordinaria. La falta de información a la que el Gobierno somete a los ciudadanos y la necesidad de explicar las graves medidas económicas que está ejecutando exigían el debate. Rajoy perdió una vez más la oportunidad de hablar, de discutir las medidas con los partidos de la oposición y de comunicarse con sus ciudadanos. El argumentario del Ejecutivo y del Partido Popular para impedir el debate se centraba en una sola idea: la discusión en el Congreso de los Diputados podría trasladar una mala imagen a los mercados. Dos graves errores. Primero, si las medidas que ha estado aplicando el Ejecutivo no han tenido los resultados esperados es quizá porque los mercados, como los ciudadanos españoles, no conocen cuál es el plan. Da la sensación de que obra sin previsión. O lo que es peor, de que no existe programa. Ese habría sido un buen momento para explicar a los propios y a los ajenos qué hace, por qué lo hace, cómo y cuándo. Segundo, evitar la discusión política y la rendición de cuentas —más aún cuando la situación se vuelve más crítica y cuando no se ha aplicado ni una sola de las medidas del programa electoral— esconde un razonamiento que la oposición no ha sabido rentabilizar desde el punto de vista de la comunicación política: la crisis es la excusa, y el silencio, la coartada. El Partido Socialista Obrero Español ha sido incapaz de que cale en los medios y en la sociedad que el Gobierno está utilizando la crisis para gobernar como en el despotismo ilustrado: supuestamente para el pueblo pero sin el pueblo.
El grave problema es que su estrategia no es la más adecuada. La política de comunicación del Gobierno, en caso de que exista, ha sido un despropósito; al menos hasta ahora. Para que cale en los líderes europeos y en los mercados la idea de que busca ganar su confianza, no es necesario dar la espalda a los propios ciudadanos hurtándoles una información necesaria que condiciona su futuro. Más que una deferencia, es una obligación ética hacia quienes le han ofrecido un apoyo masivo, pero que el presidente parece haber olvidado. Persistir en la costumbre de comparecer ante los medios y no admitir preguntas supone un vapuleo inexplicable a la opinión pública, sobre la que se sostiene un régimen de libertades y un Estado de derecho. Si es un comportamiento inadmisible en cualquier político, lo es más en el presidente de un Gobierno comunicativamente ausente.
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JULIO CÉSAR HERRERO es profesor universitario. Decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Camilo José Cela, combina su actividad docente e investigadora con el ejercicio del periodismo. Escribe una columna semanal, conduce un programa en ABC Punto Radio y es analista político en TVE. Especialista en marketing político, ha asesorado a numerosos políticos latinoamericanos y publicado varios libros y artículos científicos sobre esta materia.