En el discurso, el Gobierno de Cataluña se refiere a injusticias tributarias, a la libertad, a ideas nacionalistas. Detrás de las palabras, sin embargo, pueden ocultarse otras motivaciones. Sabemos, después de todo, que los gritos de guerra, así se esgriman verbalmente, intentan allegarse legitimidad.
El próximo día 25 de noviembre los catalanes deberán acudir de nuevo a las urnas, dos años antes de agotarse la legislatura. Su presidente, Artur Mas, en un calculado juego de tiempos, ha aprovechado la debilidad del Estado —que atraviesa la peor crisis económica de las últimas décadas— para forzar un cambio en el régimen fiscal al que responsabiliza de las penurias económicas que sufre su comunidad.
Con una deuda de más de 42,000 millones de euros, un déficit de 3.9%, un descenso del PIB de 1.1% y una tasa de paro de 22%, más de un millón de personas se manifestaron en Barcelona el 11 de septiembre con motivo de la Diada (día nacional catalán) al grito de “independencia”. La histórica concentración reclamaba el derecho a la autodeterminación como solución a sus problemas pero sin el menor cuestionamiento a la gestión del actual Gobierno ni del predecesor (coalición entre el Partido Socialista de Cataluña, la independentista Esquerra Republicana, e Iniciativa por Cataluña-Los Verdes).
Junto con Madrid y Baleares, Cataluña (7.5 millones de habitantes, 5.2 millones de electores) es una de las comunidades autónomas que más aporta a las arcas del Estado. Menos el País Vasco y Navarra (que se rigen por un sistema fiscal específico y muy ventajoso), todas siguen un régimen general de financiación. El expresidente catalán Jordi Pujol renunció en 1978 a tener esa modalidad especial que ahora exige Artur Mas. Es evidente que no parece el mejor momento —y lo sabe—, además de que implicaría una reforma de la Constitución. Por eso su demanda obtiene un no como respuesta, que su partido, Convergència i Unió (CID), traduce como la muestra indiscutible de que España no quiere a Cataluña.
Tras el 11 de septiembre, Mas inició un camino con difícil retorno. Aprovechó la multitudinaria manifestación para exigir a Mariano Rajoy un cambio en el citado régimen fiscal. Mantiene que Cataluña aporta más de lo que recibe y que es injusto que, por ejemplo en el año 2010, descendiera del tercer puesto al octavo en el ranking de riqueza tras realizar sus aportaciones al Estado.
Ante la negativa del presidente del Gobierno, anunció que la única solución es la convocatoria de un referéndum de autodeterminación (jamás ha mencionado la palabra independencia, sin duda más agresiva que el “derecho a decidir libremente sobre su propio futuro”). Puesto que la Constitución española no solo no recoge el derecho a la autodeterminación de ninguna de sus regiones —es más, proclama la indivisible unidad de España— y que el referéndum solamente lo puede promover el Gobierno de la Nación y afectaría a todo el Estado —un 8.9% de los españoles reivindica que las autonomías se puedan convertir en Estados independientes—, Artur Mas ha decidido adelantar dos años las elecciones y darles un significado plebiscitario. Pretende con ello no que los catalanes se pronuncien sobre los temas habituales de una campaña electoral —donde debería explicar por qué otras comunidades que aportan lo mismo al Estado no atraviesan una situación económica tan delicada— sino centrar la agenda en la opción independentista como único remedio a las dificultades de la región.
Esta estrategia ha sido hábilmente acompañada de gestos políticos que buscan, por una parte, afianzar la premisa de que un ‘pueblo’ tiene el derecho a decidir sobre su futuro y que nada hay más democrático que preguntar a los ciudadanos sobre su propio designio; y, efectivamente, así sería —siguiendo las resoluciones de Naciones Unidas— si la región estuviera ocupada o inmersa en un proceso descolonizador, pero ni lo uno ni lo otro. Y por otra parte, que cale la idea de un enfrentamiento ficticio entre España y Cataluña.
Cuatro ejemplos.
Uno. Después de la manifestación, Mas aseguró que “el camino hacia la libertad” está abierto, dibujando un contexto de ausencia de libertad, argumento al que la población independentista se adhiere con extraordinaria facilidad y que sitúa el debate en un escenario irreal que sugiere una especie de opresión que no existe.
Dos. Tras la reunión que frustró sus pretensiones con Mariano Rajoy, Artur Mas prefirió no comparecer ante los medios de comunicación en el Palacio de la Moncloa (residencia del presidente del Gobierno), como es habitual, para hacerlo en una oficina que la Generalitat tiene en Madrid, como si se tratara de un jefe de Estado que utiliza su propia embajada.
Tres. Desde hace unas semanas, el presidente habla de una “transición nacional” del actual régimen autonómico a un Estado propio. El término transición, aunque oportuno para describir el paso de una situación a otra, tiene en España una clara connotación: el camino recorrido de una dictadura a una democracia.
Cuatro. Artur Mas califica de “expolio fiscal” a aquella parte de la recaudación que debe hacer su comunidad y transferir al Estado. Conscientemente utiliza un término (expolio) que no solo no refleja lo que ocurre —el Estado no ‘despoja con violencia’ de nada a nadie— sino que invita a pensar en los comportamientos propios de los Estados opresores o de quienes hacen uso de la fuerza para llevarse lo que no es suyo. Esta terminología crea un falso marco, alimentando las pasiones de quienes consideran que lo que está en juego son grandes ideales (democracia, libertad…) —por los que, en justicia, todo ciudadano debería luchar— y no simples cuestiones económicas (bien de gestión o de mayor autonomía fiscal).
Al margen de la imposibilidad constitucional para convocar un referéndum y de la jurídica para proclamar unilateralmente la secesión (salvo, claro está, que se actúe al margen de la ley), Artur Mas no ha contestado aún a una sencilla pregunta: ¿Y después qué? Una hipotética Cataluña independiente dejaría al recién creado Estado fuera de la Unión Europea, fuera de la otan y de todos los organismos internacionales; obligaría al incipiente país a solicitar el ingreso en instituciones que exigen la conformidad de todos los miembros; debería crear una Agencia Tributaria propia y un cuerpo funcionarial (entre otros, el de justicia); restablecería las fronteras y, por tanto, los aranceles; obligaría a la creación de una moneda propia —indudablemente de menor valor que el euro—; debería convencer a las grandes empresas implantadas en la región de que, a pesar de todo, no se fueran (cuestión, por otra parte, poco viable)… No ha aclarado cómo solucionará estos asuntos, lo que demuestra que su estrategia tiene más que ver con una huida hacia adelante —que actúa, además, como una cortina de humo— que con el firme convencimiento de que la independencia es el camino. De esa forma se impide discutir lo fundamental: si la crisis de su comunidad tiene más que ver con su gestión y la de los Gobiernos anteriores, y si la solución pasa por una renegociación del régimen fiscal o por una más que necesaria revisión de un estado de las autonomías que, además de solidario, debería ser equitativo.
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JULIO CÉSAR HERRERO es profesor universitario. Decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Camilo José Cela, combina su actividad docente e investigadora con el ejercicio del periodismo. Escribe una columna semanal, conduce un programa en ABC Punto Radio y es analista en TVE. Especialista en marketing político, ha asesorado a numerosos políticos latinoamericanos y publicado varios libros y artículos científicos sobre esa materia.