Jorge Semprún
Mal sabor de boca deja el pronto olvido de Jorge Semprún, lo fácil que se fue su memoria en el diario trajinar de vivir al día, acosados por la voracidad de quienes determinaron que la globalización se resolviera en la codicia, en la pereza de quienes efectivamente mandan y ordenan, pereza para encontrar solución a la razonable molestia de los indignados, que a nada conduce porque ellos nada significan.
Semprún, a quien Felipe González —perdido en la percepción de su propia grandeza— quiso mimetizar con André Malraux, sin detenerse a pensar siquiera que Federico Sánchez prefirió la clandestinidad que escribir La condición humana, porque siempre supo de la necesidad de la experiencia para narrar de la manera en que los humanos suelen resolver sus problemas; también olvidó Felipe González que estaba muy lejos de la estatura política y cultural de Charles de Gaulle.
Triste me dejaron las notas necrológicas, por lo pobres, por la ausencia de conocimiento de lo hecho por Semprún como hombre de letras, como político, como militante comunista clandestino, como sobreviviente del Holocausto, como ministro de cultura. Tres son las obras literarias que mejor testimonian la impronta que se impuso dejar a su paso por el mundo. No es el orden cronológico en que fueron escritas, pero sí el que nos permite acercarnos a lo que fue y la manera de honrar su memoria: La escritura o la vida, que es la constancia de lo que no debe ser olvidado; Federico Sánchez, que narra la manera en que resolvió la contradicción entre ideología y realidad, y Netchaiev ha vuelto, novela donde replantea los fundamentos de su manera de ser, de comportarse —guiado por la mano de Fedor Dostoievski—, para establecer distancia con sus propios demonios.
Los enamoramientos
Javier Marías encuentra el título idóneo para contar la manera en que el ser humano resuelve ceder, capitular, entregarse con o sin condiciones, de acuerdo a la idea que se tenga del futuro personal.
Pero lo fundamental de esta novela es el entretejido que hace el autor acerca de las consecuencias legales —a pesar del amor, o quizá a causa de él— de decir la verdad, o de regresar de la muerte.
Retoma Marías —de manera magistral—, para el desarrollo de sus enamoramientos, a El coronel Chabert, de Honorato de Balzac, novela que con mayor o menor acierto ha sido reescrita como guión cinematográfico dos o tres veces —dice el autor—, de las cuales sólo recuerdo El regreso de Martin Guerre, estelarizada por Gérard Depardieu.
El hecho es fundacionalmente atroz: ¿para qué decir la verdad si el resultado, a pesar de haberse sustentado en un crimen, es la felicidad? Sucede de igual manera con el incordio causado con el regreso de un muerto jurídica y civilmente. ¿Qué hacer cuando la herencia está repartida y la viuda casada de nuevo, y además el o los hijos ni se acuerdan del padre? Es la institucionalización de la mentira.
En una digresión absurda pienso en el regreso del pri al poder. Para ellos es ahora o nunca, pues los electores suelen comportarse como la viuda del coronel Chabert. La herencia ideológica puede desaparecer, pues en ello se han empeñado, y los jóvenes electores, que poco o nada saben de la historia patria, ni siquiera están interesados en lo que ese partido hizo o dejó de hacer, porque lo que buscan con denuedo es quien les allane el camino para resolver sus problemas y alejarse de la indignación.
La educación como malestar
Mis últimas referencias a la educación escolar remitieron de manera directa al comportamiento de mis hijos en las aulas. Fue hace muchos años. Hoy son ellos los que se hacen cruces con el futuro de mis nietos.
Sin embargo, me llegan terribles referencias de lo que hoy ocurre en el sistema educativo nacional, algo que es para poner con el cabello erizado al más pintado, ya no digamos al relamido de Alonso Lujambio.
Me cuentan que está prohibido reprobar a los alumnos, que es imposible cambiarlos de salón, que no se les puede correr ni expulsar —por mayor que sea la deuda en colegiaturas, o grave el desaguisado—, y no importa que esté en riesgo la viabilidad financiera de la escuela o la armonía del plantel, pues se trata de un derecho consagrado en la Constitución que no puede dejar de cumplirse, sin importar las consecuencias.
Como apuntó alguna vez Carlos Monsiváis en referencia a declaraciones de las hijas de los millonarios: las autoridades educativas han confundido, igualmente, lo grandioso con lo grandote.
Hay quienes no nacieron para pasar por las aulas. No se trata de un determinismo estúpido y acedo, sino del uso de la razón y la lógica, porque mantener en los salones de clase a quienes sus padres no vigilan ni están cerca de ellos para que se preparen para la vida; a quienes no les importa el conocimiento, sino el comer a cualquier costo, el salir a buscar la oportunidad en la calle porque en la escuela no la encuentran y en la casa se la niegan. Mantenerlos al alcance de la voz de un maestro, repito, a nada conduce sino a la desarticulación de lo que queda del sistema educativo.
Hay quienes no necesitan de la educación formal para triunfar en la vida. Con ello no me refiero al éxito ni a la fama, sino a la manera sencilla y útil de satisfacer las necesidades, colaborar con humildad al engrandecimiento o ennoblecimiento del entorno, ya no digamos, pomposamente, de la patria.
Pero con las políticas públicas que hoy se cargan, ¿cuál puede ser el destino de México como nación?
John Connolly y la oscuridad
Hoy, y dadas las condiciones en las que vive el mundo, la novela negra dejó de ser considerada por los especialistas un subgénero, pues es el modelo en el que el lector encuentra a personajes que sufren idénticos padecimientos a los que tienen ellos en su reducida vida, su pequeño ámbito, las miserables posibilidades en que lo instaló la globalización y la manera en que han decidido resolver la amenaza a la seguridad pública, o compartir el mando, la toma de decisiones con los poderes fácticos.
Connolly, cuyo alter ego Charlie Parker es el personaje central de sus novelas, elige temas que aproximan al lector al conocimiento de la auténtica, la verdadera forma de ser de ciertas autoridades —concretamente las de procuración y administración de justicia, las policías— frente a los delincuentes. El detective y ex policía sabe de lo que se habla cuando del mal absoluto se trata, como en esa referencia a la que Georges Simenon pone en boca de Maigret para preguntar al doctor Pardon: ¿Existe el mal absoluto?
Pone Connolly en boca de su protagonista lo siguiente:
Ya no creemos en el mal, sino sólo en actos malvados que pueden explicarse mediante la ciencia de la mente. El mal no existe, y creer en él es sucumbir a la superstición, como cuando uno mira debajo de la cama por la noche o tiene miedo a la oscuridad. Pero hay individuos para quienes no encontramos respuestas fáciles, que hacen el mal porque son así, porque son malvados.
[…] Es fácil extraviarse en la oscuridad cuando se vive en los márgenes de la vida moderna, y una vez que estamos perdidos y solos, hay cosas que nos aguardan donde no hay luz. Nuestros antepasados no se equivocaban en sus supersticiones: hay motivos para temer la oscuridad.
Hannah Arendt lo supo a ciencia y consciencia. Tan es así que eligió como título de una de sus obras Hombres en tiempos de oscuridad, porque ésta no es únicamente la negrura de la noche, sino sobre todo —y por definición— la del alma, la que nubla la razón, la que trastorna a los líderes que han de tomar decisiones que afectan a millones.
Hoy el mundo está inmerso en uno de esos inclementes tiempos de negrura, de espesa niebla sobre la razón, pues cómo entender de otra manera la indignación por la codicia de los directivos de los bancos, las corporaciones y las corredurías bursátiles, tan poderosos que doblegaron en 2008 al gobierno de Estados Unidos para imponer ellos las condiciones de su rescate y mantener, pese a todo, sus multimillonarios bonos.
No es una volada, el hecho está pulcramente narrado en Too big to fail, que no es sino la adaptación al cine del libro de Andrew Ross Sorkin, donde el autor narra cómo se desata la crisis económica en el 2008, lo que hicieron los poderosos ante la inesperada situación, centrándose en el Secretario del Tesoro, Henry Paulson, y las fricciones vividas entre Wall Street y el poder político de Washington.
Ésa es la verdadera y única oscuridad. ~
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Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha sabido conciliar las exigencias de su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos de poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución Mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.