Nenuca Wimer, en un gesto de generosidad y afecto, atentó contra mi cordura. Su obsequio —los tres tomos de las obras completas de Salvador Elizondo, en la edición de El Colegio Nacional— me obliga a replantear la relación de alteridad entre escritor y lector, pero sobre todo el panorama que equivocadamente me había formado en torno a la literatura mexicana.
Lo que sucede en las letras de este país —concretamente en la novela— después de Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán, requiere de una profunda revisión, porque de la obra de quienes transitaron del rigor del genio a las exigencias de la fama, nada quedará. Los que continuaron en la brega cotidiana de la creación en soledad, de la ausencia del reconocimiento y el aplauso sobresale la figura de Salvador Elizondo, cuya literatura deja impronta en la razón, el juicio, el estado de ánimo y el alma del lector, que aprende a ver el mundo con ojos que trascienden la inmediatez.
Juan Rulfo, como la flor del cactus, produjo lo necesario para romper los paradigmas, para que sus lectores nos inquietemos sobre la esencia del comportamiento de los seres humanos, sin importar su condición ni su nacionalidad: Comala es tan universal como Macondo, y Pedro Páramo se plantea las mismas interrogantes que Raskólnikov.
Lo mismo ocurre con los personajes de tres novelas de Fernando del Paso, porque algo ocurrió después de haber creado, entre 1966 y 1987, José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio, pues Linda 67 es un esfuerzo fallido, o quizá quiso convertirse en fenómeno de ventas y competir por el dinero y la fama, dejar de lado la imaginación y la creatividad, para olvidarse de esa soledad que es requisito ineludible para poner las rodillas bajo el escritorio y sentarse a escribir.
El caso de Carlos Fuentes sorprende más, porque después de La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz y los cuentos de Agua quemada —no me gusta Aura— me parece que ha producido solamente novelas olvidables.
Jorge Ibargüengoitia falleció prematuramente. Especular hacia dónde habría evolucionado resulta ocioso, porque lo dejado por él trascenderá en la cauda de esos escritores menores, pero dignos, que ayudan a que la cabeza del cometa brille con mayor intensidad.
¡Claro que puedo equivocarme!, sin embargo tengo la certeza de que ese cometa se llama Salvador Elizondo, cuya obra literaria puede no ser un fenómeno de ventas pero se constituirá en la expresión nacional de lo que las letras mexicanas aportan para el conocimiento de los seres humanos, de las circunstancias en que han de tomarse decisiones que refieren a la razón y al alma, al poder y al dinero, a esa manera de vivir que caracteriza a las generaciones que anticipadamente se percataron de que todo continúa igual, solo se modifica la escenografía.
En El hipogeo secreto Salvador Elizondo deja constancia de lo que él considera responsabilidad fundamental de su tarea como novelista:
Escribir un libro es, en cierta forma, releerlo. El texto se va construyendo de su propia lectura reiterada. La verdad de una novela es siempre la lucha que el escritor entabla consigo mismo; con ese y eso que está creando. La composición es simplemente la confusión de las palabras y los hechos; la confusión de estas cosas en el tiempo y en el espacio; la confusión que es su propia identidad.
Es, ¿me atrevo a dejarlo por escrito?, la terrible imagen dejada por Martín Luis Guzmán en La fiesta de las balas, cuando Rodolfo Fierro decide calmar su angustia, mostrar su fuerza, dar rienda suelta a su poder, y en la confusión de sus propios pensamientos toma la decisión de matar, a balazos, a trescientos “orozquistas”, a quienes advierte que tendrá la oportunidad de salvarse quien sea más rápido que su dedo índice disparando, por el puro placer de hacerlo.
Se ajusta la reflexión, es compatible con lo escrito por Salvador Elizondo:
[…] la mirada y lo que la mira, serían el capricho, la necedad o la necesidad de un hombre condenado a escribir una novela infinita en la que los personajes son almas que recuerdan; seres cuya esencia, al fin de cuentas, son las palabras [¿o las balas, por qué no?]; esas palabras que jerarquizan las sensaciones que van precisando como lenguaje. Pero, ¿quién le ha impuesto la tarea de darnos vida?, ¿quién hace que nosotros seamos su secreto; un secreto vergonzoso revelado mediante el proferimiento de una palabra; un nombre dicho en el momento de la muerte?
Allí está el eco de Pedro Páramo como obra y personaje vigente, que transita buscando a su padre en los pasillos de los nosocomios descritos en Palinuro de México. Allí está la esencia del doctor Farabeuf, para que el país permanezca fiel a él mismo, como si nada hubiese ocurrido desde el tronido de la Revolución.
Allí están los alucinados y alucinantes personajes de Farabeuf, y la enfermera que sumisa escucha:
No, el suplicio es una forma de escritura. Asistes a la dramatización de un ideograma; aquí se representa un signo y la muerte no es sino un conjunto de líneas que tú, en el olvido, trazaste sobre un vidrio empañado. Hubieras deseado descifrarlo, lo sé. Pero el significado de esa palabra es una emoción incomprensible e indescifrable.
Y sí, hasta el momento eso es la muerte. Nadie puede decirnos qué vio Cristo durante tres días que descendió a los infiernos, de acuerdo a lo dicho en el Credo de los apóstoles.
Pero ese desconocimiento es la esencia de las religiones y lo que justifica los gobiernos totalitarios, los autoritarios y las dictaduras de toda laya, montados en el obseso deseo del bienestar logran que la sociedad les justifique y apruebe todo, sin considerar, como lo hace Elizondo, que “solo puede torturar quien ha resistido la tortura. Hipótesis inquietante: el supliciado eres tú. El rostro de este ser se vuelve luminoso, irradia una luz ajena a la fotografía”; así comprendemos, entonces, el que se haya tomado la decisión de desfigurar los cadáveres encontrados en las fosas clandestinas que los vomitan en San Fernando, en Durango, en Guerrero.
Si estuviesen identificables, si los hubiesen identificado, nos veríamos en esos rostros tumefactos, pero luminosos, porque advierten, avisan de lo que ocurre en México y de lo que sucede en la literatura de este país, cuyo desafío va más allá que el convertirse en un fenómeno de ventas, más allá que el estereotipo de la literatura comprometida y de denuncia, porque exige, reclama la revisión exhaustiva de nuestro pasado inmediato, sin miedo a los nombres y los lugares, sin temor a convertirse en ideograma del torturado.
Afirma el personaje de El hipogeo secreto:
Seríamos como una novela —siguió diciendo—; una novela barata y sin importancia; una de esas novelas que se leen, no sin malicia, en ciertas casas burguesas cuyos habitantes no carecen de algún refinamiento atávico, esas casas en que a todas horas parece el atardecer y hay bellos fruteros, ya me entiendes, ¿verdad?
Hoy, al atardecer, los mexicanos regresan a la caverna platónica, a la seguridad ficticia, mientras las novelas narran acerca de mundos ajenos a lo que hoy sucede.
Para deleite del lector, transcribo inquietantes aforismos de Salvador Elizondo:
~ El silencio es una de las manifestaciones más profundas del alma.
~ La muerte es la conclusión de un silogismo cuyas premisas casi siempre son confusas.
~ Todo pesimismo es sospechoso dado que la condición del hombre es deplorable. El único pesimismo válido es el de Dios.
~ El coito es la consumación del amor; es decir, el fin del amor.
~ El orgasmo es la medida de nuestras limitaciones temporales. Nada expresa tan rigurosamente el carácter efímero de las sensaciones y de la vida corporal.
~ Lo que no es infinito no es trascendente. Por ello el orgasmo es el más popular de todos los deportes.
~ El dolor corporal, como el amor y el mal, no tienen término ni límites. La tortura es su expresión tangible y su demostración.
~ Las cuatro personas que intervienen en el acto sexual son: la tortura, la muerte, el amor y el pecado.
~ La más destructiva de todas las tentaciones del espíritu es la de pretender concebirse de acuerdo a los rasgos de un pasado extinto: esta es la condición suprema de la nostalgia.
Podría alargarme, porque no tienen desperdicio, pero en ediciones impresas el espacio tiene restricciones, aunque no el tiempo de lectura. ~
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Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha sabido conciliar las exigencias de su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos de poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución Mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.