Adquirir un libro usado y leerlo es una experiencia más excitante y seductora que hacerlo con ejemplares nuevos, además de tener connotaciones casi esotéricas, para ir más allá de las espirituales y anímicas.
Es necesario un ceremonial porque entrar a una librería de viejo a tontas y a locas equivale a ponerse de pechito para que le tomen al potencial comprador el pelo, como lo hacen los vendedores de la Lagunilla y en los mercados de baratijas o los anticuarios cuando ven clientes nuevos.
Por lo pronto, hacerse de un libro usado es como encontrarse una nueva amistad después de los cuarenta años. La analogía es simple: el propietario original de la novela o el ensayo deja su impronta. Con letra grácil o apresurada anota su nombre y la fecha de adquisición. Si es más elaborado y con ciertas pretensiones de trascender, imprime el ex libris cuyo diseño encargó o copió de un cuadro o escultura, y allí pretende dejar constancia de su paso por esta vida, al menos como lector, aunque me he topado con libros que nunca fueron leídos, pero con los datos antes mencionados.
Los seres humanos que tenemos la suerte de encontrar amigos después de los cuarenta años recibimos un libro usado porque en la cultura y manera de ser, en los vicios y virtudes, en los valores y la inteligencia de ese maravilloso ser humano que nos brinda su amistad, permanecen los sedimentos de los anteriores encuentros con seres similares a él, a nosotros, que coincidimos en intereses y compartimos ideas, como se comparten las páginas de los libros que van de mano en mano.
Con libros y amistades ocurre lo mismo: se pierden por distracción u olvido, porque se prestó el ejemplar y nunca más lo regresaron, o porque a la postre se descubre que lo que al inicio deslumbró no fue sino un fuego fatuo. Los amigos, como las buenas obras literarias, se aferran a los afectos, permanecen fieles, aunque no comprendan acciones o gestos de los que decidieron olvidar.
Hay algo adicional en los libros: fecundan las amistades. Al menos así me ocurrió con Carlos Lestrade, por ejemplo, a quien busqué por insistencia de Arturo Núñez. Lo conocí como funcionario de la Secretaría de Gobernación, lo traté, mucho, como funcionario de la Presidencia de la República, y lo perdí antes de que se fuera a Portugal como embajador porque me negué a recibir un obsequio que consideré inmerecido e impropio.
Sin embargo, lo recuerdo con afecto, porque por encima de la política conversamos de literatura. Puso en mi conocimiento la obra de Marcel Schwob, de Amin Maalouf y de José Saramago. Él, para mí, en sus conversaciones, sus analogías, su despliegue de conocimiento del ser humano, es como esos escritores.
Capítulo aparte merece Javier Matos, que abrió su amistad generosa y además su afecto. Él puso en mis manos obras trascendentes para la comprensión del ser humano cuando anda tras el poder, como lo son Juegos funerarios y Fuego del paraíso, ambas de Mary Renault, que a su vez yo recomendé a varios amigos y comparto con los lectores, pues en ellas hay referencias que sirven para el mundo de hoy.
Las dos últimas generaciones habían visto cómo cada forma de gobierno se convertía en su propia perversión: la aristocracia devino oligarquía; la democracia, demagogia, y su propia familia caía en los extremos de la tiranía. En progresión matemática, de acuerdo con el número de individuos que compartían el mal, se incrementaba el peso muerto en contra de las reformas […].
Las conversaciones con él, más que en política, se fundamentaron en el comportamiento del ser humano, de esas características que lo pueden transformar en ejemplo o en polvo, pero tampoco comprendió de la soledad que se requiere para escribir, de la humildad que se sustenta en el desempleo y en el deseo de comprender lo que ocurre a la nación; se perdió como si hubiese olvidado mi releído Conde de Montecristo en el asiento del avión.
Pero no minusvaloremos las características de los libros usados, que desde las primeras páginas son más que un libro abierto porque en ellas está la experiencia de las lecturas anteriores, pues en muchos casos por sobre el ex libris, los nombres y las fechas los lectores dejan al margen la opinión de lo que leen, la crítica a botepronto de lo que el autor pone frente a ellos, para que rían, lloren, gocen, se diviertan, se acongojen, se aproximen al miedo y se acerquen al umbral de la muerte y lo que puede significar una vida después de la vida.
Nenuca Wimer puso en mis manos Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig. No importa que sea una edición argentina que carece de su portada original y de fecha de impresión, pero que puede ubicarse pues el dueño original dejó escrito, con pluma fuente, en tinta sepia, constancia de llamarse C. Rivero M., y haberlo leído o adquirido en noviembre de 1939.
¿Habremos compartido idéntica experiencia, mismas ideas, parecidas sensaciones, ese señor Rivero y quien esto escribe? ¿Habremos pensado lo mismo del mariscal Grouchy, o quisimos ver con los mismos ojos de Goethe a Ulrika, o padecimos idéntica frustración a la de Suter, dueño de los terrenos de la ciudad de San Francisco, de los ríos donde prendió la fiebre del oro, que a él lo dejó en la miseria? Lo único posible es que habríamos conversado de esos temas.
No recuerdo con precisión dónde adquirí La Ciudad de México, de José María Marroqui, en la impresión de 1900, editado por Tipografía y Litografía La Europea, de J. Aguilar Vera y Compañía (S. en C.), de la calle de Santa Isabel 9.
Entre su fecha de edición y la de adquisición, los tres tomos de La Ciudad de México parecen haber dormido el sueño de los justos —en una librería o en una biblioteca— durante 33 años, pues con letra inclinada y garigoleada, el general O.A. Domínguez quiere indicarnos que la adquirió o empezó a leer el 18 de marzo de 1933.
Quizá el general Domínguez la compró para conocer la ciudad y su historia, porque fue designado jefe de la guarnición del Distrito Federal, o por hastío y para evitar el aburrimiento, pues ya estaba retirado, o simplemente por conocer, cultivarse, saber cómo y por qué esta enorme metrópoli adquirió su fisonomía tan característica, y las razones de los nombres de sus calles.
O quizá como yo, de la misma manera en que he leído a saltos dicha obra, para después pasear por los lugares descritos y, en algunas ocasiones, descubrir que ese trozo del Distrito Federal es fiel a él mismo, o de plano dejarme llevar por el asombro porque nada recuerda lo que en su momento describió José María Marroqui.
Así sucede con ciertos afectos, con algunas amistades, que en el reencuentro después de algunos años, meses o semanas, les ocurre lo que a las calles de la ciudad por las cuales pasó la usura del tiempo, el olvido, la especulación inmobiliaria, o que destruyó el terremoto del 85, porque son del todo irreconocibles, porque perdieron las buenas maneras, la ironía fina o el sarcasmo agresivo, porque modificaron su estado de ánimo y este marcó su rostro.
De la enorme obra editorial de José Vasconcelos, impresa entre 1921 y 1923, únicamente he logrado conseguir, de Platón, los Diálogos; de Plutarco, Vidas paralelas; de Plotino, Eneadas; de Romain Rolland Vidas ejemplares, y de Dante La divina comedia.
De ellas, la única obra leída es la de Platón. En el primer tomo, de 1921, aparece un apellido con tinta negra: Cardona; puede deducirse que fue un lector apresurado, pero desconozco la fecha en que adquirió el libro. Es apresurado porque a las páginas que no fueron bien guillotinadas las separó sin cuidado, rompiendo algunas de ellas, como terminan abruptamente algunas amistades, sin explicación de por medio, seguidas por el absoluto silencio.
Tengo la certeza, como sobreviven librerías de viejo, que el libro como tal trascenderá las pretensiones cibernéticas de reorientación de la cultura, al menos hasta que los hábitos de reflexión se modifiquen, porque el pensamiento y sus productos: la imaginación y la creación artística, entre ellos, son como esos libros viejos, como las amistades, que se leen o se disfrutan en diferentes épocas y por distintas personas, para convertirse en memoria o, como las sandalias de los apóstoles, sacudirse el polvo. ~
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Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha sabido conciliar las exigencias de su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos de poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución Mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.