Gocé de la amistad de Daniel Sada (Mexicali, Baja California, 1953 – Ciudad de México, 2011) durante varios años. Mi admiración por sus novelas hizo que me fuera interesando en su personalidad cada vez más. Era fácil encontrarlo en los cafés o en las librerías de la colonia Condesa. Obviamente siempre era una sorpresa agradable encontrarse con este novelista a quien el poeta Francisco Hernández llamaba cariñosamente “El Marqués de Sada”. Siempre me ha llamado la atención cuando dicen que conversar con algunos escritores es sencillo, porque con el Marqués uno se veía involucrado de súbito en un reto a la inteligencia y a la memoria: siempre te inquiría, te interrogaba sobre tus lecturas, sobre tus convicciones literarias. Él las tenía y las usaba con una destreza envidiable. En una ocasión me preguntó si había leído a João Guimarães Rosa, admití que no y me dijo que había que hacerlo “pero ahorita” y me dio Sagarana, “esto es un acontecimiento”. De las muchas y fascinantes charlas que tuve con Daniel, esta que presento en su totalidad es la más sistemática y la que tuvo como epicentro su obra. A Sada le gustaba hablar de la obras de los demás, Guimarães Rosa, Gadda, Del Paso, López Colomé o Yuri Herrera eran autores que le interesaban y que repasaba con acuciosidad. Siempre me sorprendió su capacidad para interesarse por los demás, decía de memoria poemas de López Velarde, Díaz Mirón, Paz o Lizalde. El egoísmo jamás anidó en él. Tal vez ésta sea una de las razones por las que cuajó tantos afectos en un medio ríspido como es el literario. No me queda más que esperar que esta entrevista que me concedió en su casa a principios de 2009 —en plena epidemia de la Influenza AH1N1, cuando algunos ni la mano te querían dar—, deje un boceto de la personalidad y grandeza de un autor que a muchos nos tocó el corazón de forma radical y permanente. HIG
Retórica y métrica
Cuando acababa de llegar de Nueva York, con gesto franco y sonrisa de niño, Daniel Sada nos abrió las puertas de su casa. Conversaba con un gran entusiasmo: Casi nunca, novela con la que obtuvo el Premio Herralde, sería traducida al inglés por Graywolf Press; había asistido a una reunión en el pen Club a la que concurrieron Paul Auster, Salman Rushdie, Enrique Vila-Matas y Jorge Herralde. Estaba muy cansado, pero muy contento. En aquel entonces había entregado un libro de cuentos, Ese modo que colma, a Anagrama y había escrito setenta páginas de un nuevo libro, A la vista (2011). Había sido un año de muchas entrevistas y viajes. En su apartamento, salpicado de luz por doquier y atiborrado de libros, charlamos y, lentamente, empecé a diseminar preguntas.
HÉCTOR IVÁN GONZÁLEZ: ¿Cómo empezó a escribir?
DANIEL SADA: Empecé como poeta. De hecho, no pensaba ser novelista. Lo que pasa es que sólo leía clásicos: Virgilio, Homero, Dante. Leía mucha literatura clásica: el Mio Cid, La Araucana. Todos eran poemas largos con personajes, con dramas; fue ahí que pensé: quiero ser escritor, escribir así. No conocí la literatura moderna hasta los 22 años; vivía en un pueblo donde no había librerías ni bibliotecas, y la única biblioteca era de una maestra…
¿Y la maestra qué materia daba?
Daba clases de primaria, era muy aficionada a la literatura, pero a la clásica; no tenía nada de literatura moderna, no sabía nada de ésta y yo tampoco. Si quería un libro más contemporáneo, tenía que ir a Monclova: montarme en un autobús y viajar sesenta kilómetros. No era tan fácil, siendo chavo. Así me mantuve con literatura clásica durante mucho tiempo. Cuando llegué a la Ciudad de México, ya me había agenciado todos los ritmos del verso: los octosílabos, los eneasílabos, los alejandrinos, y vi que nadie estaba leyendo literatura clásica; todo mundo estaba leyendo a José Agustín, cuando eran más sofisticados, el nouveau roman; muchos leían literatura del boom latinoamericano. Todo eso era lo que tenía que leer para convivir con la gente. De hecho, en el barrio adonde llegamos, en Satélite, todo mundo leía a José Agustín y a Cortázar. Los leía para adaptarme a la ciudad, era como si comprara una tarjeta de identidad para poder vivir porque, si los leía, ya podía vivir en la Ciudad de México. Casi no tenía interlocutores, nadie conocía a Homero, les hablaba de las tramas de Homero; les hablaba del canto vi de la Eneida y nadie sabía. Ahora, como esas obras las leía en verso, quería escribir un tipo de literatura que estuviera dispuesta en verso. Me decían los de aquí: “No, pues así no te va a publicar nadie”. Pensaba que los poemas eran de cincuenta, sesenta, cien cuartillas. Así fue que ideé una forma de prosa que se acoplara, que fuera prosa, pero que tuviera metro.
Esta novela que se escribió en verso, ¿fue la que quemó?
No, yo quemé una obra en la que no había encontrado… escribí doscientas páginas, o sea, ya estaba a punto de escribir la novela y no me gustó cómo estaba funcionando. Luego escribí otra versión y tampoco me gustó. Hasta que decidí quemarla, ya no quería acordarme de ella.
¿Cuál era la trama?
Eran unos tipos que querían hacer una obra de teatro: ensayaban, se veían en su casa, en el teatro, había un director. Es que yo vi una obra de teatro en el pueblo muy loca, donde la tramoya… era una verdadera puesta en escena, traían muebles pero el público ayudaba. Pero nunca vi el punto de conflicto o de ruptura que podría tener la trama, se perdía en muchas tonterías. Se llamaba Lo que había.
¿Cómo fue su experiencia en el Centro Mexicano de Escritores bajo la tutoría de Juan Rulfo y Salvador Elizondo?
Ahí escribí mi primera novela, Lampa vida. Eran muy exigentes los dos, y yo se los agradezco; casi no les gustaba lo que uno hacía (ni lo mío ni lo de nadie, éramos cuatro becarios) y se solazaban criticándonos. Rulfo era muy despiadado… y Elizondo se burlaba.
Sin embargo se ganó su respeto.
Llegó el momento en que me dieron una zarandeada tremenda, entre los dos; salí casi con la cola entre las patas esa vez. Tenía 24 años. Me acuerdo que existían los cafés Denny’s en ese tiempo y había uno en Insurgentes, enfrente del Poliforum, el cem estaba atrás, en la calle de San Francisco. Me tomé un café en la barra y me dije: “Bueno, o me salgo de esto, me retiro para siempre, o hago que estos señores me aplaudan”. Todavía me siguieron criticando, pero como a los seis meses les gustó. Rulfo me felicitó y Elizondo también. Era como una cuestión pugilística, estar peleándose. Les agradezco mucho que hayan sido exigentes conmigo, porque al mismo tiempo que me exigían me estimulaban; me decían: “Usted puede, siga escribiendo, siga leyendo, siga trabajando. Pero hay que esforzarse”.
Es en Lampa vida (1980) que ya está presente la oralidad, ¿qué es lo que le interesa, la oralidad o la coloquialidad?
Para mí son lo mismo: es oír el lenguaje de la gente. La gente hace mucha poesía sin darse cuenta, hay grandes revelaciones en el lenguaje de la calle; tan fantásticas como las que uno puede leer en los libros; cosas como “Dios creó el mundo porque ama las historias” o “Porque parece mentira la verdad nunca se sabe”, y así puedo citar veinte mil cosas: “No me andes presentando gente que no conozcas”. Frase que me parece fantástica, toda una filosofía de vida.
Pienso que la literatura que busca retratar la oralidad en el siglo XX surge con Borges y Valle-Inclán, y después vendría Rulfo…
Es un punto de vista, pero hay mucho más. Marcel Schwob dice que todas las grandes obras de la literatura tienen como raíz lo popular. Pero no para desembocar en lo popular, arrancan de ahí, pero se transforman en otra cosa. Uno puede remitirse a la literatura de todos los tiempos: El Quijote, El Decamerón, La Araucana; todo tiene un germen popular, cuando falla es cuando uno quiere que se quede en eso. Lo popular es el punto de partida pero no para instalarse, sino para convertirlo en otra cosa. Estaría de acuerdo en esto de Valle-Inclán, Borges, Rulfo, pero es una visión un tanto parcial; muchos autores, de diferente registro, parten de la oralidad. Pienso que la oralidad aporta demasiado, casi el setenta por ciento.
¿Cómo escoge sus temas?
Es que yo no escojo mis temas. Esta es una de las falacias más grandes que hay en la literatura. Desconfío del autor que escoge sus temas; los temas a uno se le imponen. El autor que anda buscando temas es un autor mendaz, es un autor mentiroso por naturaleza, y que va a falsear mucho. Cuando el escritor tiene realmente un paisaje interior, los temas le asaltan; entonces, no los descubres sino que los reconoces. Porque el andar buscando temas… no puedo hablar de lo que yo quiera. Esta es una idea de muchos autores, sobre todo de best sellers que se imponen un tema y dicen “yo voy a hablar del Polo Norte, voy a indagar cómo viven, cómo son sus costumbres… y ya. Ya tengo toda la información”. A nivel informativo están muy bien, pero no tienen la vivencia, el contacto directo. ¿De qué sirve que yo me documente muchísimo sobre el Siglo de Oro español, si no viví en esa época? No es algo que me ataña totalmente. Pienso que también se tiene que haber padecido y gozado lo que uno escribe.
En la literatura, cada vez que se cuenta una historia, las situaciones siempre se deben a algo específico, nadie tartamudea; como si todo fuera hecho con una perfección que superaría a Dios mismo. Quizá sea usted uno de los pocos cuyos personajes cometen pifias, ¿en qué momento surge este deseo de contingencia en su obra?
Estas cosas no son literarias ni las he recogido. Estas cosas son de la vida: me acuerdo que una vez, en el rancho, estaba con una chava en una camioneta; estábamos en pleno majuge y llega un tipo, nos ve y me dice: “Pásame un cigarro” (risas). Siempre está el inoportuno que llega. Esto se me quedó muy grabado. Cuando estaba chavo, en el pueblo, una vez andaba en el monte y vi que unas ramas, la maleza, se movía, pero se movía bastante. Entonces abrí el follaje y estaban cogiendo, un hombre y una mujer, y me dicen: “¡Shht, váyase escuincle!”. Esto de descubrir cosas tremendas o lo inoportuno me llama mucho la atención; alguien que interrumpe, alguien que mete la pata.
¿Cómo concibió escribir Porque parece mentira la verdad nunca se sabe?
Son dos imágenes que tengo muy claras, son reales. Primero una mía, donde voy a votar por primera vez y, faltando tres lugares para votar, se roban las urnas: llegan unos encapuchados y se llevan todos los votos. La segunda: unos chavos fueron a protestar por el fraude y los mataron. Me acuerdo de la mamá cuando se entera que mataron a sus dos hijos, y responde: “Pus ahí tengo otros dos, si quieren. Porque ellos hicieron lo que debían hacer —dijo parada con las manos en la cintura, gorda, caderona. Si mataron a esos, ahí tengo otros dos, que cumplan con su destino. Hicieron lo que tenían que hacer”. Es gente muy gruesa, muy dura. Con estigmas muy duros en la cabeza. Estas cosas son muy rancheras, y me impactaron cuando era joven. Entonces, esto y la cuestión política, el asesinato de estos chavos fueron ingredientes para que naciera la novela. En un principio iba a ser un cuento que tal vez se me alargaría a una novela corta. Pero me pasó algo como lo que le pasó a Cervantes: él había pensado en que El Quijote fuera un entremés, pero se dio cuenta de que el personaje tenía mucha fuerza y le metió más aventuras; y así fue creciendo. En realidad no fue porque yo quisiera escribir una novela muy larga, nunca ha sido mi pretensión escribir novelas muy largas. Nunca pensé: “Voy a escribir la historia de la denuncia”. Proponerme estas ambiciones no van conmigo, no me gustan, pero tampoco quiero frenarme en el ímpetu; si la historia me da para más, voy por más. Si fuera estricto conmigo hasta la médula, solamente escribiría cuento, pero las historias se me alargan, y ya voy pensando en alargarlas. Busqué reestructurar de otra manera, porque aparecían más y más personajes. Me tardé mucho tiempo en escribirla, fueron seis años de estar a brazo partido todos los días. Muy fuerte, un trabajo muy fuerte. Hay noventa personajes.
¿Cómo lo resolvió en el sentido técnico?
Cuando empezaron a surgir varias historias, o subhistorias, pensé que tenía que buscar una estructura que favoreciera el escribir historias diversas y en diferentes tiempos. Así fue que encontré la estructura, hablando de una cosa y luego ligándola con otra, como un tejido.
¿Es posible relacionar su literatura con la construcción y cantidad de personajes de las comedias de Lope de Vega?
Más que de Lope, es de la novela bizantina. Leí las Etiópicas, Leucipa y Clitofonte. Me acuerdo que eran multitudes en movimiento, más que personajes, multitudes. Un ejército de ladrones que entraban a una ciudad, un ejército de rapaces que se organiza para robar la ciudad. Y, después de que la roban, se salen. Yo veía grandes masas de gente moviéndose. Tenía mucho que yo no leía novelas donde las multitudes actuaran, siempre eran uno o dos personajes, cuando mucho un grupo pequeño. Pero cuando veo multitudes en acción, bueno me ha pasado, no es que prefiera eso, pero hace algunos años me llamaban mucho la atención las novelas donde las multitudes actuaran.
João Guimarães Rosa…
Sí, en el Gran Sertón hay grupos de bandoleros que actúan. Un grupo que quiere llegar a un lugar; y lo va a lograr, pero sabe que tiene que enfrentar muchos obstáculos.
En “El aprovechado” hay una escena, en el Vía Crucis, donde un personaje hace que canten y de pronto es una multitud completa.
Sí. Aunque esta inclinación ya no persiste, pero en un momento dado me llamaba la atención… o personajes que circularan en la muchedumbre. Siempre estuve tentado a escribir una novela sobre un partido de futbol en el Estadio Azteca, pero no por el partido mismo, sino por el comportamiento de las multitudes.
Al leerlo, uno se extraña por el narrador; es como un bufoncillo malvado…
Siempre me ha gustado el narrador bobalicón que está dispuesto a reírse de sí mismo y de las cosas, un poco bobo y bastante filosófico.
Pero a la vez piadoso.
Sí. Y es sensible a lo que le pasa a los personajes, si ellos sufren él también va a sufrir. No me gusta contar las historias a cincuenta metros de distancia, sino que tengo que estar muy cerca.
¿Cómo surgió la idea de escribir con métrica?
Tomé un curso de retórica y de métrica. En retórica se ven todos los tropos. Todas la figuras habidas y por haber que hay en la literatura están contempladas en la retórica. Si nosotros nos acopláramos a ella, sabríamos que toda la literatura la tiene. La literatura más transparente tiene retórica. Por ejemplo: la anáfora, la epífora, la epanadiplosis. De cualquier libro se puede hacer un análisis retórico, pero sería muy desgastante y muy ocioso. Yo lo que quería era estudiar métrica no para aplicarla, sino para romperla, para burlarme de todo eso. Para hacer lo contrario, pero con conocimiento de causa. Valéry decía que para innovar primero hay que asimilar. Tú no puedes innovar si no eres un gran conocedor. Picasso era un innovador, pero era, ante todo, un gran retratista. Conocía la figura humana al dedillo. Yo lo que quiero es romper con todo pero con conocimiento de causa.
Así lo hace en Porque parece mentira…
La novela empieza con un alejandrino como el del título: “Llegaron los cadáveres a las tres de la tarde”. El alejandrino puede dividirse en dos versos heptasilábicos, pero que con un acento más funciona como octasílabo. En francés es más fácil porque la frase es más larga y las sílabas se pueden contraer, pero en español hay más consonantes que vocales; nuestra lengua, en ese sentido, es más fuerte. Hay tres sistemas de métrica: el trocaico, el dactílico y el mixto. Entonces, si quiero pasar del heptasílabo al eneasílabo no necesito contar sílabas sino acentos. Si yo tengo dos acentos muy fuertes en las primeras sílabas ya no puedo poner un acento más: si yo digo “árbol álgido”, son acentos muy fuertes y ya no necesito poner más. Pero si no hay acentos fuertes en las primeras sílabas puedo usar alternativa en la tercera o en la séptima. Es un sistema de métrica muy al detalle.
Crisóstomo aparece después de que Egrén lo mata, ¿no es algo rulfeano?
A mí me gusta que, de repente, un personaje muera y uno empiece a recapitularlo, es como revivirlo un poco. Me gustan esas historias donde un personaje muere y uno puede armar su vida como un rompecabezas con diversas escenas. Es una parte de otras técnicas que me gusta manejar.
Parece que en sus novelas la familia no es vista con optimismo.
Al contrario, pienso que la familia es lo mejor que se ha inventado: si no existiera habría que inventarla. La familia es una de las mejores formas de convivencia que se conoce. Sí, hay muchos problemas dentro de éstas. Aunque no creo que para nadie sea agradable estar refocilándose en torno a la familia, uno quisiera, en determinado momento, estar lejos de ésta. Como dicen: “De la familia, como del sol, entre más lejos, mejor”.
Pienso en una línea de La duración de los empeños simples (Joaquín Mortiz, 2006), donde señala que ninguno de los personajes cede.
Ahí aplico lo que dice Schopenhauer en El breviario de pesadumbre: la gente no cambia. Simula cambiar en un momento dado, pero en dos o tres meses vuelve a ser como es. La vida es una comedia de máscaras, es puro engaño. La primera impresión que tienes de una persona es la que merece tener para siempre. Los cambios son muy excepcionales, uno en un millón: las mismas fobias y filias que se tienen se van repitiendo de una u otra manera, la gente que es envidiosa es así siempre; los codiciosos, son así.
¿Qué filósofos le interesan?
Vitalistas, sobre todo. Schopenhauer me interesa muchísimo, El mundo como voluntad y representación es un libro al que vuelvo constantemente. Todos estos vitalistas, formalistas que vienen de Hegel: Fichte, Schelling; esta filosofía es la que más me gusta. Incluso Nietzsche, el nihilista, pero el nihilismo deviene del vitalismo. La vida como centro de todo.
Así empieza su novela Casi nunca: el sexo y la vida. ¿Cómo surge el personaje de Demetrio Sordo?
He conocido gente así: es un perfil de personas que no saben qué hacer con su vida. La mayoría de la gente que conozco es así. Por ejemplo: yo tengo treinta y cinco años escribiendo y publicando, en este tiempo he visto que surgen escritores y a la vuelta de cinco años se vencen, llegan hasta la estratosfera y luego caen. No he visto mucha gente persistir. No sólo en literatura, en todas las actividades. Nadie lleva hasta las últimas consecuencias su vocación, o su vicio. Porque siempre digo: vicio con vocación. La literatura es una vocación, pero también es un vicio.
Incluso podríamos pensar en Luis Lauro, el personaje de La duración de los empeños simples, que quiere ser “poeta de vanguardia” porque estuvo unos meses en Francia y entonces ya se cree artista. Por ejemplo, hay una frase muy real que a muchos de los literatos jóvenes les quedaría muy bien. Es cuando Luis Lauro se mete con un grupo de poetas a los que hace enojar y le dicen: “Más te vale no meterte conmigo, debes saber que formo parte de un grupo de poetas que, dado el caso, te podemos partir la madre”. Eso para la comidilla está muy actual.
Sí, pero esa novela no fue bien recibida. No gustó.
A mí me parece extraordinaria. O cuando se dice del poeta Dámaso Revilla: “Su pedantería estaba por encima de cualquier afán de conocimiento…”, o cuando Luis Lauro se dice a sí mismo: “Tengo que ser sangrón para hacerme valer, si no, no”; como si los jóvenes literatos, si no fueran sangrones, no pudieran sobrevivir.
Creo que en su obra es constante la escatología, por ejemplo en esta línea de Casi nunca: “Afuera del burdel había un puesto de menudo, o sea pancita con verduras casi expresivas: plato que jamás se le antojó. Es que el olor agarroso a fundillo abierto…”
Eso lo tomé de Hombres de maíz de Miguel Ángel Asturias, quien cuenta que un chavo anda detrás de una chava, pero en el mundo maya. Asturias se metió mucho en el Popol Vuh, ahí dice que la gente se olía para enamorarse. Esto también lo dice Schopenhauer, dice que las uniones son biológicas; que a uno le puede gustar mucho una mujer pero si su olor no corresponde con el propio no hay nada, que es cuestión de olfato, como los animales. Yo sí lo creo. Hay una tradición del Popol Vuh que dice: “Para que compruebes si realmente te gusta, huélele el fundillo”. Así lo dice Asturias. Pero es una cosa absolutamente primitiva.
La tía Zuleima le dice a Demetrio: “Puedes ser borracho, matón, ratero o incluso hasta desobligado o malhumorado y, pese a todo, ella estará contigo”. Una frase fundamental para la novela. ¿No cree que esta frase se ha desatendido por parte de la crítica? También han dicho otra pifia: que es un triángulo amoroso.
Porque eso es lo que oí de niño. Decían: “Las mujeres del norte, de pueblo, son las mejores. Las mujeres de ciudad son muy caprichosas y te van a dejar a la primera de cambio. Una mujer de pueblo que te quiere se va entregar a ti totalmente”. Lo cual es una falacia, pero es muy bonito escucharlo, saber que hay mujeres que a pesar de los pesares te van a querer. También he sabido de mujeres a quienes las maltrata el marido y no lo dejan. Y tienes razón en que no es un triángulo amoroso, porque Renata no sabe de Mireya. El triángulo sería que estuvieran enteradas, ahí sí funcionaría, pero ninguna de las dos sabe de la existencia de la otra.
En esta manera de narrar, este juego, las frases como “La boda se realizaría en Sacramento, Coahuila, un centro cultural universal superior a, digamos, Bruselas”, son muy poco comunes en la literatura, es un contacto con la literatura muy terre à terre.
Es una forma de hacer ironía de la idea de que lo prestigioso es Europa, el primer mundo; yo siento que la mejor literatura puede ubicarse en Nueva York o en París tanto como puede ser en Tingüindín, Michoacán, de ahí puede surgir la mejor literatura. Yo no estoy casado con la idea de que todo tiene que ser extranjero para ser bueno, me parece una perspectiva doblemente folclórica.
¿En qué momento Demetrio se decepcionó de Mireya?
Demetrio se guía por patrones de conducta, lo que quiere es divertirse. Sólo avizora el placer, y además la va a abandonar. Un estigma muy ranchero es que “las prostitutas son de desecho”. Como en el Don Juan y Casanova. Casanova dice que la mejor mujer es la seducida. No la mujer a la que tú le gustas, porque se te va entregar inmediatamente; el problema es que no le gustes y que la conquistes. Cuando la conquistas ésa será la mejor mujer que puedas tener: la que conquistas, la que seduces. Entonces, con Mireya, Demetrio no va a luchar tanto, la otra le representa demasiados obstáculos. Lo más seguro sería que renuncie. Pero es el verdadero Casanova: “Yo voy a luchar para conquistarla”. Es como conquistar a la mujer imposible; la mujer que menos te va a decir que sí, ésa es la que tienes que conseguir. Pero si la conquistas será tu mejor mujer. Por eso esta lata de hacer el viaje, apenas tocarla, porque él sabe que cuando sea suya, va a serlo en forma total.
¿Cuál es la diferencia entre cuento y novela, técnicamente?
Las situaciones en la novela son menos importantes que las acciones de los personajes. En el cuento predominan las acciones y los personajes están supeditados a ellas. En muchos sentidos son situaciones límite donde los personajes tienen que tomar decisiones al vapor. En la novela, los personajes no solamente provocan los cambios, ejecutan las acciones; el personaje puede optar, cambiar de rumbo, de deseo. En el cuento no tienen muchas opciones. Ahí es como si a alguien se le quemara la casa, ¿qué hace?, tirarse por la ventana. Se tiene que tomar una decisión rápido porque no se va a dejar quemar. Tal vez la decisión es la menos adecuada o la mejor. El personaje de novela, en cambio, es el que va a propiciar el incendio, las acciones.
¿En cuál se siente más cómodo?
Bueno, es distinto. Ahora que terminé el nuevo libro de cuentos, Ese modo que colma, me sentí muy a gusto. Tenía doce años de no escribir cuento y me gustó mucho. Pero en la novela también me siento cómodo. Esto de que los personajes razonan más, que son más conscientes de lo que pasa.
Tomando en cuenta Ritmo Delta (Joaquín Mortiz, 2005), me surge la pregunta siguiente, ¿cree en la telepatía? ¿O que el sueño ayude a la telepatía, como dice el personaje de esta novela?
He estudiado al respecto. No son ciencias exactas pero sí tienen muchas posibilidades de acierto. Por ejemplo, yo he soñado de repente —no sé si les ha pasado— que dentro del sueño aparece una persona que hace muchísimo tiempo que no ves. O una persona que aparece en el sueño que a lo mejor no has tratado mucho ni conoces muy bien, o cuando la conociste no la trataste, pero aparece en el sueño. ¿Qué puedes pensar de esto? Yo fui con videntes, hablé con adivinos y con psicólogos, tuve varias interpretaciones. Conozco varias, y me dicen que cuando tú sueñas con una persona que hace mucho tiempo no ves, es que esa persona está pensando en ti y quiere verte: ésa es una onda telepática. O sea, como no puede acercarse a ti, se te aparece en el sueño. Éso es, digamos, somatizar las cosas. Ahora, uno sueña con los muertos pero aparecen vivos; generalmente las personas muertas aparecen vivas en el sueño. Entonces, como decía Marguerite Yourcenar, aunque la gente desaparezca de este planeta se integra a tu espíritu y a tu psique porque ya te pertenece. Si perdiste a un amigo, si perdiste a un familiar, si perdiste a quien sea, de todos modos esa persona está muerta, pero se revive en los sueños, entonces no está tan muerta. Todas estas cosas las estudié cuando escribí Ritmo Delta porque me preocupa mucho la lógica del sueño, yo quise escribir la novela como si se siguiera una lógica del sueño.
Es muy difícil acordarse de un sueño de principio a fin; quien dice que se acuerda de uno completo miente, no es cierto. Tú te acuerdas de etapas del sueño, te acuerdas de la parte final, pero te aseguro que no puedes recordar cómo empezó, eso no lo recuerdas.
Dije: “Voy a proponerme escribir una novela sobre sueños”, y me puse a estudiar sus ritmos: el alfa, el beta, el gama y el delta. Se supone que el ritmo delta lo sueñas una vez al año cuando mucho, a lo mejor tendrás tres sueños de ritmo delta en toda tu vida, pero es uno que dura casi una hora, intensísimo y que ni una bomba te despierta. Éstos no se tienen todos los días, ni cada semana ni cada mes; es cuando mucho una vez al año. Dicen que cuando uno está demasiado enfermo —o casi en etapa terminal— puedes tener un sueño delta, o cuando acumulas muchas horas sin dormir, es un sueño profundísimo por cansancio, larguísimo. Además es muy anecdótico, muy lento y con muchos significados. Pero no es común, por eso quise escribir el libro. En cambio el ritmo alfa es un sueño muy anecdótico y muy rápido. El ritmo beta es muy simbólico, lleno de muchas escenas muy dísimiles. Quería meter muchas cosas y la prosa está hecha así, siguiendo la lógica del sueño.
Ahora me surge una pregunta a propósito, ¿qué relación tiene la novela con la psique? Una novela que puede tratar el asunto de lo onírico y que de pronto te sorprende al regresar a ciertas situaciones, aunque ya es algo distinto porque hay una fuerza que se va acumulando. Alguna vez escuché que hablaba de la relación de la novela y la psique, no sé si le siga interesando el tema.
Busco en una novela lo que dice George Steiner: que sea un crecimiento de la psique, tanto al leerla como al escribirla. La psique se transforma de alguna manera cuando uno lee un libro en el que está muy interesado. Es que también la psique va creciendo con la lectura. Además es una acción casi subconsciente, uno no se da cuenta de cuando un libro… quizás entras con muchos prejuicios y te va gustando, quizá no es la mejor literatura que quieres leer pero te gusta: ahí es cuando la psique ha crecido.
Volviendo al quehacer de Daniel Sada, he visto que está atento a las notas, a las reseñas, ¿es importante para usted la crítica?
Pongo mucha atención a lo que me dicen, para bien o para mal. Me importa porque la crítica es necesaria. Si uno vive en sociedad, y sobre todo en una ciudad como ésta, uno tiene que interesarse por la crítica, si no, no puede vivir en sociedad. Tienes que estar a expensas de la crítica. Es una convivencia necesaria para todos: yo necesito la crítica, pero también los críticos necesitan de mí. Y exigiría lo mismo que Pound exigió a los críticos en El abc de la lectura: que te definan sus gustos. Que primero te digan lo que les gusta en lugar de lo que no. A partir de esa primicia, ya vemos hasta dónde; es una cuestión absolutamente moral. Porque al citar a un crítico que le gusta, o no, mi novela, yo no sé percibir sus gustos. No entiendo bien por qué le gusta, pero si me dice cuál es el arte que prefiere, ya hay una base. Otra crítica, que es la que comenta Vila-Matas, es que te hablen del libro, cómo es, independientemente de que les guste o no, que te digan “este libro lo leí así, de esto trata, está compuesto de esta manera”: simplemente te dice cómo es el libro. Pueden deslizar un comentario y dar una opinión, pero ante todo mostrar cómo es el libro. También el crítico está supeditado a los estados de ánimo, los críticos se equivocan muchísimo, a veces están cansados y no leen igual. Tienen que entregar la nota de un día para otro, ahí se pueden equivocar en la apreciación. Por eso, y por otras muchas razones, la crítica la creo a la mitad, tanto si gusta como si no.
Paulatinamente, Sada cambia el tono de la voz, lo disminuye hasta quedar en silencio. Pienso que la entrevista ha terminado como una historia, aunque las historias no acaban, las historias siguen, el escritor sólo las interrumpe. Como en un acto reflejo, veo en un librero la traducción al francés de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe: L’Odyssée barbare, y siento un extraño escalofrío. ~
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HÉCTOR IVÁN GONZÁLEZ (Ciudad de México, 1980) estudia la Licenciatura de Lengua y Literatura Francesas en la unam. Es escritor y colabora con obra varia en publicaciones como Tierra Adentro, la Revista de la Universidad de México, Crítica de la BUAP, Laberinto de Milenio y su blog es hombresdeagua1.blogspot.com.
* Quiero agradecer a mi amigo Gerónimo Sarmiento por su disposición y apoyo para realizar esta entrevista.
Recuerdo cuando conocí a Sada por allá de 1986 en casa de Vicente Quirarte, terminaba yo una borrachera descomunal, lo recuerdo nebuloso, se portó comprensivo.
Interesante!