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Día del abogado
Blog | Palimpsestos | Antonio Santiago Juárez | 13.07.2012 | 0 Comentarios

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Muchas veces me he preguntado el modo en que Felipe Calderón puede llamarse a sí mismo “abogado”, cuando ejerce la profesión con su estola de muertos e incapaz de vendar los ojos de sus sistemas de justicia, persiguiendo delitos a modo y sin haber tocado a la clase política excepto cuando se le presentaron beneficios electorales obvios (se cuidó de que lo entendiéramos así).

No es que nuestro Presidente sea el único en portar un título sin merecerlo, pero cuando el desafuero, al menos Fox no presumió de jurista —no lo era ni podría serlo. Calderón ha hecho de su gobierno una cruzada por el “Estado de derecho” y en la Casablanca norteamericana, se congratuló de parecerse a Obama en muchos aspectos, entre ellos la profesión.

Cuando estudié en la UNAM, México aún no conocía la alternancia y los maestros enseñaban la práctica jurídica a partir de una teoría que establecía que el derecho era lo que las instituciones reconocían como tal, nada más. Las garantías de los individuos no parecían sino dádivas del gobernante en turno. Si así estaba nuestra alma mater, imagínense otras escuelas. En el fondo se trataba de producir a los practicantes de la norma que el sistema antidemocrático y de partido hegemónico requería para operar.

En este último día del abogado del sexenio, teniendo frente a nosotros el retorno del Revolucionario Institucional (esperemos que renovado porque la esperanza muere al último) es buena idea reflexionar sobre lo que tendría que ser la procuración de justicia en un verdadero Estado democrático: una justicia ciega.

Como epílogo del proceso electoral, veo difícil que se procese a quienes compraron votos. Si la Fepade y la PGR fueran instituciones autónomas, las prácticas de compra y coacción se castigarían del modo en que se habría escarmentado al gober precioso, a Ulises Ruiz, a integrantes del PRI, del PAN y del PRD en sus ilícitos cotidianos. Pero nuestras instituciones siguen sirviendo a los intereses de la clase política y se encuentran lejos de hacerlo a los de la ciudadanía. ¿Qué pasaría si Felipe Calderón decidiera en estos últimos días de su mandato, haciéndole eco a la voz de su —maltrecha?— consciencia, que la PGR cumpla sus funciones de acuerdo a la norma y sin la dirección facciosa con la que ha operado?

Quizá castigaría a los orquestadores de la compra y coacción y de paso al gober precioso, a líderes charros millonarios y a empresarios evasores, a Montiel y a otros peces gordos de la política. Pero el régimen entrante no entendería su actuar sino como una venganza enloquecida y Calderón tendría que irse a Irlanda de por vida (lo que no es tan mala idea). Todo lo cual nos deja en el mismo y desolado lugar y con idéntico desánimo respecto a nuestras (sus) instituciones.

El que la PGR dependa del Ejecutivo o del Poder Judicial no importa tanto como crear incentivos para evitar su uso político-electoral. Entre las reformas más urgentes la autonomía de la procuración de justicia no debería perderse de vista.

Hace unos meses regresé a la UNAM para cursar un diplomado en derecho penal y criminología. En seguida noté un cambio importante tanto en los profesores como en los materiales de lectura del aula virtual: documentos de avanzada sobre derechos humanos, reflexiones sobre el sistema penal del enemigo (el que utiliza nuestro ejecutivo) y los modos en que opera como instrumento de control, en lo absoluto de justicia.

Me dio gusto ser abogado universitario y me quedé con la idea, con la esperanza que es la última en morirse, de que las nuevas generaciones podrían por fin hacerle justicia a nuestra profesión, juristas que al decir el derecho (la jurisprudencia es, justamente, la que dice el derecho que a cada uno corresponde), reconozcan en cada cual la dignidad que nuestros gobiernos distan mucho de observar.

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