Primus in orbe deos fecit timor: “Fue el miedo lo primero que puso dioses en la Tierra”.
Extraña frase para comenzar un escrito sobre un libro que habla de iconografía “casual” del corazón (Metáforas y metamorfosis del corazón, Pinacoteca Editores, México, 2011), y más para hablar de un reconocido cardiólogo, el doctor Jorge Oseguera, famoso y renombrado médico entregado al compromiso de atender a terceros, pero por algo tenemos que empezar y no en balde haremos referencia a la historia y al desarrollo científico de algunos siglos atrás.
Nos trasladaremos a la invasión de Constantinopla por los turcos en 1453. Esta fecha —y adelanto que no intento formular un juego epistolar con quien no esté de acuerdo con el enunciado— bien puede ser tomada como el inicio del Renacimiento. Razones las hay a favor y seguramente también en contra, pero se puede decir que comienza en forma “oficial” el intercambio cultural, científico, comercial, intelectual, técnico, militar, etcétera, entre Medio Oriente y Occidente. Periodo maravilloso ya que el intercambio de conocimientos a través de medios escritos (libros, documentos) de herramientas, de cultura en todas sus expresiones, generó en aportaciones un gran paso para la humanidad, sin importar credos, nacionalidades, ideologías ni fronteras. El hombre que cientos de años atrás había incursionado por diferentes regiones del planeta, encontraba una mayor disposición de canales de comunicación para compartir sus conocimientos, experiencias y relatos.
Gerardo de Cremona tradujo, en el siglo XII, el maravilloso libro de Claudio Ptolomeo, Almagesto (“El más grande”), escrito en el siglo II. Una recopilación de quinientos años de observación astronómica realizada en Medio Oriente por los árabes (permítaseme el genérico).
Los acontecimientos y descubrimientos comienzan a emanar de las aportaciones llegadas de ultramar y, a su vez, de los conocimientos acumulados por otras y “exóticas” culturas.
Nicolás Copérnico (1473-1543), quien estudió medicina en Bolonia y Padua, realizó los primeros estudios y experimentos para obtener el telescopio, herramienta con la que pudo conocer a detalle ciertos movimientos astrales que le dieron el material necesario para publicar, aunque de forma póstuma, De Revolutionibus Orbium Coelestium en 1543, lo que sentó las bases para los estudios de la bóveda celestial ayudado por cristales tallados y colocados de tal forma que permiten el acercamiento de cuerpos alejados al ojo observador.
En 1514, Andreas Vesalius estudió la obra de Galeno, médico griego que vivió en el año 130 a.C. en Pérgamo quien, a su vez, realizó estudios de anatomía, también basados en estudios árabes y orientales. Estos dieron, en cierta forma, pie a los realizados por William Harvey, quien se interesó en el cómo y el porqué de la sangre, su origen y funcionamiento. Estos estudios lo llevaron a publicar el libro Exercitatio Anatomica de Motu Cordis et Sanguinis in Animalibus, que fue el primero en Occidente en desarrollar una teoría, con un desarrollo lógico y comprobable, de la irrigación de la sangre en el cuerpo humano.
En 1596, Descartes desarrolló y sistematizó la investigación al escribir y divulgar el famoso “Discurso del método”, ensayo que vio la luz en 1637. Con estudios de óptica, geometría y meteorología, generó un sistema que fundó para la posteridad las bases de toda investigación seria e incuestionablemente comprobable, resultara esta en éxito o fracaso. En su libro Principia Philosophiae escribe el famoso enunciado “Pienso, luego existo” (en el que valdría la pena ahondar, pero no es momento para hacerlo).
Este método fue de vital importancia para las investigaciones y hallazgos de Isaac Newton en sus incontables “descubrimientos” sobre la luz, el color, el oxígeno, y hasta los “ovnis”(resultó un cometa con una linternilla, pero provocó un susto descomunal para la población), pero principalmente sobre la gravedad, fundamento indispensable para la vida moderna, para los estudios e investigaciones futuras que han sido conocimientos básicos, estructura pura para el avance de la ciencia, la tecnología y la cultura.
Carl Linneo (1707-1778), científico sueco —quien latinizó su nombre como era costumbre en la época—, realizó estudios sobre el mundo animal y vegetal, diferenciando, desde el punto de vista científico, la posición evolutiva de los seres vivos. Marcó las diferencias entre el hombre y el animal, el mundo material y el universo simbólico; entre la disimilitud del hombre primitivo y la expresión de lo que su mente sabe, y la del hombre de hoy, que reproduce lo que sus ojos ven.
Sirvan estas simples líneas anteriores para situarnos en la importancia de trabajar en equipo, en la necesidad de utilizar cronológicamente los conocimientos anteriores para poder plantear nuevas formas de entender y comprender nuestro hacer en la Tierra en el momento y circunstancia que nos pertenece. En pocas palabras, reconocer que muy pocos son descubridores, que la gran mayoría suman y apuestan a nuevas formas de entendimiento y a la conjunción de datos y aportaciones anteriores para la presentación de nuevos avances.
Hoy en día la tecnología que nos asiste y con la cual “sobrevivimos”, nos permite —en esta generación del copy-paste— hacer uso de herramientas que nos facilitan la incursión en campos que no pertenecen a nuestra especialidad. Es así como vemos a artistas de enormes cualidades saltar y utilizar otros medios de expresión sin ser “especialistas” de ese medio. Incursionan desde su plataforma virtual —y tienen a su disposición una gran cantidad de herramientas—, se saben inmersos en el uso de la tecnología y están conscientes de sus alcances, es decir, saben lo que el medio ambiente y cada región nos ofrece para desarrollar nuestras propuestas aunque estas no sean nuestras herramientas cotidianas.
Los objetos utilitarios comparten el mismo origen aunque nos cueste trabajo aceptarlo. El hombre, en su deambular por la superficie prehistórica, utilizó los materiales que se encontraban a su alrededor para crear e imitar a la naturaleza, los objetos y las herramientas que a la postre se convierten en utilitarios y cotidianos emergen de ese medio ambiente donde el hombre se desarrolla y cohabita.
Así, imitando, el hombre comenzó a seleccionar la materia prima que tenía a la mano, generó un diseño que, procesado por la naturaleza a través de los años y por la evolución, se sumó al propio entorno. Es así como el medio ambiente impone a los diferentes y diversos grupos humanos en la tierra un “estilo” que depende de los materiales de la zona, inspirado también en la fauna y la flora de la misma región.
Esto nos lleva a encontrar una gran riqueza en el Ecuador, situado entre el Trópico de Cáncer y el Trópico de Capricornio, contrastando —por oposición— con una zona monocromática —muy pobre en materia prima—, que se encuentra en los polos Norte y Sur. ¿Cómo podríamos hacer entender a un esquimal lo que es un perico verde cuando en sus tierras no habitan aves y no existe el color verde? —exagerando el caso. Asimismo, ¿cómo podemos comprender nosotros la complejidad intrínseca de los diversos nombres que ellos aplican al blanco? Dicha denominación implica más que nombrar un simple color.
Así, podemos intentar comprender cómo un cardiólogo se involucra en una tarea tan apartada de su profesión como la pintura y el significado iconográfico de los corazones. Un médico que nos comparte su búsqueda y sus descubrimientos en torno a una forma, un símbolo, un órgano del cual dependemos y, en lo particular, del cual él depende —literal y simbólicamente hablando— para vivir y sobrevivir, para comunicarnos y expresar muchas veces nuestros sentimientos.
Jorge Oseguera, de una forma lúdica, nos sumerge en su mundo, tanto natural como artificial, espontáneo y deliberado; un mundo donde el sentimiento iconográfico pudiera hacernos una jugada y llevarnos al mundo kitsch, donde la cardiología se sienta a comer al lado de la “cordiología”, y donde la más pura de las emociones humanas, el sentimiento, nos puede hacer ruborizar.
Quisiera redondear esta breve introducción con una frase de Marguerite Yourcenar que Oseguera incluye como un elemento que da fe del corazón en su modo virtual más allá de la realidad física: “Hay que escuchar a la cabeza, pero dejar hablar al corazón”.
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Curador, museógrafo, crítico y promotor cultural, WALTHER BOELSTERLY es director general del Museo de Arte Popular. Su experiencia lo ha llevado a concebir y realizar numerosas exposiciones de arte tanto en nuestro país como en el extranjero, entre ellas México Eterno: Arte y Permanencia, que se presentó en el Petit Palais de París bajo el título de Soles de México.