Thursday, 14 November 2024
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Diplomacia y cultura: Contenidos básicos para una reflexión pertinente
Este País | Andrés Ordoñez | 03.06.2012 | 0 Comentarios

Diplomacia. ¿Qué diplomacia cabe en un mundo regido por criterios comerciales y financieros integrados? Cultura. ¿Qué cultura en una realidad donde los imperativos categóricos de tiempo y espacio tienden a la obsolescencia, lo virtual adquiere una contundencia semejante a lo concreto y los productos culturales tienden a la proliferación? Diplomacia cultural. ¿Es viable una “diplomacia cultural” que no integra de manera coherente la economía, la educación, la tecnología y los universos de representación simbólica que sustentan la identidad? El momento actual es un punto de inflexión y reflexionar sobre el sentido de la cultura y su relación con el proyecto mexicano de política exterior es oportuno. AO

©iStockphoto.com/

Ser y parecer

En una esquina de la Ciudad de México, estando el semáforo en rojo, el conductor a mi lado intentó ganar un par de metros sin advertir el paso de un joven albañil. El peatón esquivó el golpe y, tras unos segundos de miradas ofuscadas, el agraviado descargó su enojo espetándole en perfecto inglés estadounidense, “Fuck you!”. Este episodio sucedió pocos días antes o después de que se celebrara en la Cancillería un concurso de ingreso al Servicio Exterior Mexicano. Los resultados de los exámenes señalaron que los nuevos diplomáticos mexicanos habían obtenido mejores calificaciones en las pruebas de idioma inglés que en las de lengua castellana. Ambas situaciones merecen reflexión en la medida en que la lengua es el instrumento fundamental para construir la realidad individual y social, en tanto la lengua es el vehículo esencial para transmitir y asimilar los contenidos simbólicos que cohesionan a los individuos y les confieren una identidad personal y colectiva.

Una hipótesis inicial es que la incorporación del país a los procesos globales ha traído consigo una creciente dificultad en la adecuación entre la realidad (o tal vez debiera decir las realidades) de la nación y su expresión simbólica. La transformación del proyecto nacional iniciada en 1982 y claramente perceptible a partir de 1988 ha implicado la fractura del imaginario colectivo mexicano. En todo caso, el problema no ha sido la mudanza de los códigos, sino el vacío que ha generado su trastocamiento. Al desmantelamiento del universo simbólico anterior a la globalización del país no ha correspondido la renovación de un marco axiológico articulado que acompañe y encauce el nuevo trayecto.

Esta situación se ha manifestado de diversas maneras. En el ámbito oficial, se renuncia a usos formales (prácticos y retóricos) que en cualquier país del mundo codifican el orden político y cuya ausencia ha determinado en México el debilitamiento extremo de la institución presidencial y la consecuente falta de coordinación interinstitucional en el gobierno federal. En el ámbito de la sociedad civil, el término cultura es recurrente en el vocabulario pero su sentido es cada vez más hueco. Evidentemente, no es que en México la cultura se encuentre al margen de las preocupaciones del gobierno y los gobernados. El problema radica en que la transición política que vive México en los inicios del siglo XXI implica fundamentalmente una crisis cultural, la cual se manifiesta con singular claridad en el ámbito de nuestra propia representación simbólica.

Valor simbólico y valor estratégico

En 1983, Benedict Anderson definió nación como una comunidad política que se imagina1 a sí misma inherentemente limitada y soberana.2 Lo que en el fondo determina que dos individuos se asuman como parte de una misma nación es simplemente su voluntad de imaginarse así. ¿Qué consecuencias políticas, sociales, económicas, culturales o incluso de seguridad nacional puede tener el hecho de que una mirada ajena esté construyendo la narrativa cotidiana y, en consecuencia, esté determinando la idiosincrasia popular mexicana y la construcción de la realidad tanto en la élite como en el resto de la población mexicanas?

En la cinta Man on Fire, de 2004, Denzel Washington aparece como el guardaespaldas de una niña estadounidense que vive en un México donde los nacionales, si no son sirvientes, son narcotraficantes o policías corruptos. El punto culminante se da cuando el personaje de Washington le introduce al interpretado por el actor mexicano Jesús Ochoa una bomba en el ano y lo revienta. ¿Será que un día veremos una película en la que un extranjero, en plena capital de Estados Unidos, le introduzca un explosivo en el culo a Denzel Washington, Silvester Stallone, Bruce Willis o Arnold Schwarzenegger y los haga estallar? Lo dudo.

Seguramente amparadas en la obsesión oficial de atraer inversiones, las autoridades mexicanas que permitieron la filmación de esta película apreciaron el valor comercial del hecho pero no sospecharon su importancia estratégica. No otorgaron ninguna importancia al poder del producto cultural para construir la imagen de una sociedad, tanto al interior de ella como al exterior. Por otra parte, la ganancia económica que México obtuvo de este filme fue absolutamente marginal frente al desgaste de su imagen que hasta la fecha provoca en el mundo este producto. La ausencia de un concepto político que integre economía, identidad y cultura nos ha llevado a dejar la generación de nuestra propia imagen y autoestima en manos ajenas. Entre las consecuencias de este añejo desenfado está el que, fuera de México, solo exista un país en el mundo con un desfase tan grande entre su realidad y la manera como es percibido: Brasil. La diferencia es que en el caso de Brasil el desfase es positivo.

Contrariamente a los argentinos, los brasileños y los colombianos, los mexicanos no hemos actualizado nuestra concepción del valor estratégico de la cultura, y no solo en lo ideológico. Desde 1996, las ventas de productos culturales han representado el primer sector de exportación de Estados Unidos, con un valor superior a los 60 mil millones de dólares, que nada desmerecen frente a otros sectores exportadores tradicionales estadounidenses como el agrícola, el bélico o el aerospacial.3 En Europa, en el año 2000, Gran Bretaña exportó 14 mil millones de dólares en productos culturales.4 (Ver Tabla.)

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Las cifras explican la reticencia de esos países a comprometer en sus tratados comerciales sus sectores culturales. También hacen difícil entender el candor de nuestros negociadores comerciales a lo largo de nuestra historia reciente, especialmente si tenemos en cuenta la dimensión económica de estas industrias en México. En 2007, los productos culturales aportaron al producto interno bruto (PIB) nacional no menos del 6.7%,6 es decir, la nada despreciable cantidad de 64 mil 300 millones de pesos, con la consecuente derrama de empleos. Ahora bien, si concibiésemos de manera integrada, bajo el rubro cultura, las industrias culturales y el turismo (que aporta el 7.7% del PIB7), estaríamos hablando de una aportación de 14.4% al PIB nacional en 2007, equivalente a más de 138 mil 240 millones de pesos.

Integrada o no al turismo, si tal es el valor económico de la cultura, ¿cómo se explica que no aparezca contemplada en los esquemas de incentivos de toda clase, a diferencia de otro tipo de industrias cuya aportación al pib es significativamente menor, tales como la de la construcción (5%), la agropecuaria (4.1%), la minera (1.5%), la textil (1%) o incluso la del calzado (0.22 por ciento)?

Las genealogías

Al término de la Revolución mexicana, la viabilidad del nuevo régimen dependió, entre otros factores, de la organicidad del conjunto nacional. A lo largo de la década de 1920, el proyecto de unificación ideológica y cultural a través del sistema educativo tuvo su artífice y realizador en José Vasconcelos, discípulo de Justo Sierra, en quien se inspiró. La semilla vasconcelista fue pródiga. El discurso que generó nutrió los contenidos de la cultura popular y académica de la primera mitad del siglo XX. El surgimiento y desarrollo inicial de nuestra industria cultural contaron con esa sólida base. Poco más de 20 años después, la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial abrió un amplio campo de maniobra a la naciente industria cultural mexicana, cuyos contenidos se nutrieron del modelo nacionalista posrevolucionario. Sobrevino entonces la expansión del estereotipo mexicano en el mundo, principalmente a través de la distribución exhaustiva de la producción cinematográfica mexicana y del desarrollo de la radio.8

Cuando la guerra terminó, Estados Unidos se dio a la tarea de recuperar el terreno perdido. Los mexicanos cedieron. Ni empresarios ni gobierno supieron salvaguardar los instrumentos que ya entonces producían la representación y la autorrepresentación de las sociedades. Menos de una década después del fin de la Segunda Guerra Mundial, Elvis Presley sustituyó al Charro Cantor y la imagen gallarda y rompecorazones del mexicano fue sustituida por la del bandido desaseado. La cinematografía nacional, que produjo 45% de las películas latinoamericanas desde la aparición del cine sonoro,9 hoy produce menos de 5% de la oferta en nuestras pantallas.

Es justo reconocer que aun así se tuvieron chispazos de lucidez. Ante el desplazamiento de nuestra industria cinematográfica, la industria cultural mexicana renovó y otra vez proyectó, ahora en la telenovela, el melodrama heredado de la Época de Oro del cine mexicano. El impacto fue inmediato. A la larga, ni siquiera la República Popular China escapó a la influencia de ese producto cultural mexicano. Por otro lado, las industrias radiofónica y discográfica nacionales, así como su posterior extensión televisiva, aún pudieron hacer valer sus fueros. Todavía hasta principios de la década de 1980, cualquier cantante que quisiera triunfar en América Latina debía marcar tarjeta en México; así lo hicieron Joan Manuel Serrat, Julio Iglesias, Mercedes Sosa, Roberto Carlos, etcétera. No obstante, la telenovela, esa acertada alternativa al desplazamiento sufrido por la recomposición de la industria cinematográfica estadounidense, quedó empantanada en un esquema ñoño y absurdo, y fue rebasada por el género desarrollado con mayor inteligencia en Colombia y Brasil. El trampolín hacia la fama musical en América Latina mudó su residencia de México a Miami y Los Ángeles. La industria discográfica mexicana se disolvió entre los consorcios transnacionales estadounidenses (Warner), japoneses (Sony), ingleses (EMI), alemanes (BMG) y holandeses (Universal), que hoy detentan los derechos de reproducción de las melodías mexicanas emblemáticas. Para colmo de males, la industria editorial mexicana, que junto con la española y la argentina constituyó uno de los polos bibliográficos en lengua castellana, se desmoronó y hoy somos el primer importador de libros españoles. ¿Cómo explicar esta ceguera nacional?

Durante el periodo vasconcelista, el concepto oficial de cultura estuvo rígidamente ceñido a las bellas artes. Esa concepción elitista de la cultura influyó para que el control y el usufructo de la industria mediática que, hoy por hoy, determina la conciencia del grueso de la población, fuesen entregados a un reducido grupo de empresarios visionarios en lo comercial pero sin sofisticación conceptual, ni ideológica ni, menos aún, cultural. Ellos entendieron la dimensión mercantil de sus productos, no así el valor social de estos. La herencia de la noción aristocratizante de la cultura como algo vinculado primordialmente a las bellas artes o, en el mejor de los casos, a la arqueología y la etnología, sentó las bases del divorcio que hoy existe entre economía, ideología (autorrepresentación), tecnología, educación y cultura.

¿Diplomacia cultural?

Es difícil afirmar que la expansión internacional de la imagen de México y la influencia de su cultura hayan sido el resultado de un plan concebido y ejecutado dentro de un proyecto estratégico y menos todavía de carácter diplomático. Más acertado sería considerar que fue la realización del interés privado y su conquista del mercado cultural latinoamericano lo que hizo posible la voluble, atomizada e inconsistente estrategia gubernamental de promoción cultural internacional que hoy confundimos con diplomacia cultural. Si existiese una diplomacia cultural, no tendríamos dificultad en conciliar las nociones de cultura, tecnología, desarrollo, educación, economía e identidad.

Hablar de una “diplomacia cultural” nos obligaría a considerar la cultura como un elemento fundamental en el proceso de formulación y ejecución de la política exterior. Desafortunadamente ese no es el caso hoy, no lo ha sido antes y no lo podrá ser en tanto la cultura siga estando excluida como pieza estructural del desarrollo económico, político y social del país. Ahora bien, si no existe ni ha existido una diplomacia cultural propiamente dicha, entonces ¿qué es lo que ha habido?

La pobre consideración (conceptual y práctica) de la cultura en los proyectos gubernamentales para el desarrollo ha sido un factor determinante de su exclusión en la formulación de políticas públicas y, por ende, de la política exterior. Así resulta comprensible el escaso interés que le ha despertado siempre el área cultural al diplomático profesional. No es que el diplomático mexicano sea indiferente a la cultura, sino que el desarrollo y el progreso en su carrera han estado vinculados al desempeño en las áreas prioritarias para la institución, las cuales en los hechos excluyen a la cultura. Si tal ha sido la situación, ¿por qué se ha mantenido el interés en un área cultural en la Cancillería? Hoy en día, probablemente por inercia. Pero acaso en el origen de esa inercia se encuentre la pervivencia de la herencia porfiriano-vasconcelista en la persona de figuras relevantes de la política mexicana. Vale recordar que solo a partir del fin de la década de los cincuenta se empieza a registrar el fallecimiento de los bastiones de la cultura posrevolucionaria, todos ellos discípulos de Justo Sierra. Los ateneístas Diego Rivera y Alfonso Reyes fallecen en 1957 y 1959, respectivamente, e Isidro Fabela los sobrevive hasta 1964. Por su parte —y tal vez aquí encontramos una clave— los discípulos dilectos de José Vasconcelos, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet y José Gorostiza, habían llegado a posiciones de poder muy importantes, especialmente dentro de la Cancillería. Torres Bodet y Gorostiza, ambos diplomáticos de carrera, fueron secretarios de Relaciones Exteriores,10 y ninguno de los tres fallece antes de 1973.

De todas suertes, para fines de los sesenta, específicamente con el cese (no renuncia) de Octavio Paz como miembro de carrera del Servicio Exterior Mexicano en 1968,11 fue claro que el ciclo de los diplomáticos profesionales culturalistas se estaba cerrando. Ante el desinterés en la diplomacia de carrera, la alternativa fue la incorporación a la Cancillería de personas del ámbito de la cultura y de las artes. Esto tuvo efectos positivos, como el hecho refrescante de tener dentro de la Cancillería una visión menos devota de la ortodoxia institucional y el beneficio de inteligencias como la de Leopoldo Zea o, años después, la de Jorge Alberto Lozoya. Sin embargo, también implicó que las posiciones diplomáticas temporales, especialmente en el exterior, entraran en el terreno de las negociaciones entre dos instancias fundamentales del sistema político mexicano pasado y presente: los políticos profesionales y el conglomerado intelectual.12

A la poca relevancia atribuida a la cultura como elemento para la elaboración de políticas públicas y el consecuente desinterés hacia ella en la institución diplomática, se sumó el clientelismo de los intelectuales y los creadores. Todo esto tuvo consecuencias de primer orden. Ante la negación de la cultura como elemento estructural en el proceso de formulación de políticas públicas, lo que se generó en la Cancillería fue un conjunto de importantes líneas de acción en el campo de la promoción cultural, claramente sobre la base de una concepción de la cultura restringida a las artes, la arqueología y las artesanías, articulada ideológicamente por la herencia vasconcelista y favorecida por la expansión histórica de los estereotipos culturales propiciada por la industria cultural mexicana de mediados del siglo XX. La segunda consecuencia fue que la promoción cultural en el extranjero desde entonces estuvo determinada por los intereses de los grupos de poder en el ámbito cultural, no por las estrategias económicas y políticas a cuyo fin ha servido el proyecto de política exterior a lo largo de los gobiernos nacionales.

No podemos dejar de señalar que el actual Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) nace prácticamente de la costilla de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Para la organización y fundación del Conaculta en 1988 se echó mano del área cultural de la Cancillería y no pocos de los más brillantes funcionarios que han pasado por ella se integraron con esperanza y entusiasmo al proyecto. El propio fundador y primer presidente del Conaculta salió de las filas de la Cancillería. Antes de encabezar el Consejo, Víctor Flores Olea había sido embajador en la Unión Soviética (1975-1976), vicepresidente de la Comisión de los Estados Unidos Mexicanos para la unesco (1977), representante de México ante la unesco (1978-1982) y subsecretario para Asuntos Multilaterales de la Secretaría de Relaciones Exteriores (1982-1988). Cuando las guerras de poder en el mundo cultural defenestraron a Flores Olea, su sucesor fue Rafael Tovar y de Teresa, funcionario también de la Cancillería mexicana.13

Los efectos para el área cultural de la sre fueron desastrosos. Su peso específico, ya modesto, quedó todavía más acotado. El área internacional del Consejo hoy tiene un peso infinitamente superior al de la Cancillería en la promoción cultural hacia el exterior y, así como la sre fue desplazada de la interlocución internacional por las instancias económicas del gobierno federal, en el campo cultural lo fue por el Conaculta.

Hacia una diplomacia cultural

Los esfuerzos de promoción realizados desde la Cancillería tienen un valor evidente e innegable. Podremos coincidir o no con sus criterios, pero nunca desconocer el compromiso de gente como Jorge Alberto Lozoya, Rafael Tovar y de Teresa, Jaime Nualart, Jaime García Amaral, Alfonso de María, Hugo Gutiérrez Vega, Jorge Valdés Díaz-Vélez, José Manuel Cuevas, Miguel Díaz-Reynoso y otros que han hecho del binomio diplomacia-cultura un proyecto de vida. No obstante, debo insistir, me parece que dichos esfuerzos, además de haberse realizado al margen de las estrategias de desarrollo del Estado, se han subordinado a las aspiraciones de los grupos intelectuales antes que al proyecto de política exterior y desde una perspectiva afín a la herencia patrimonialista y ajena a los procesos económicos.

El primer y más serio obstáculo para dotar a México de una diplomacia cultural es incorporar la cultura como elemento estructural en la formulación de políticas públicas, lo cual será imposible en tanto los sectores económicos y financieros del Estado mexicano en su conjunto no la perciban como motor de desarrollo y generador de riqueza económica y bienestar social. Un buen ejemplo de esta falta de adecuación entre economía y cultura lo encontramos en el caso del turismo. Aun cuando en México la cultura es condición sine qua non del turismo, en los hechos, al segundo lo vemos como un asunto comercial y a la primera como un bien patrimonial. Al turismo le asignamos un valor económico de primer orden, pero escaso o nulo valor simbólico. A la cultura le conferimos un altísimo valor simbólico, pero escasa importancia económica. Es urgente romper la barrera que existe entre aquellos que Néstor García Canclini llama los idealistas de la cultura y los economicistas de la industria14 (y, añadiría yo, también de la administración).

Para ello, es necesaria la actualización de nuestras categorías. En otras palabras, debemos superar la herencia porfiriano-vasconcelista: dejar de reducir la cultura a las artes, la artesanía y la arqueología y abrir su sentido a la amplitud que exigen las circunstancias del mundo contemporáneo. Tal vez si entendiésemos la cultura como un proceso social de producción simbólica lograríamos hacer inteligible su carácter estratégico para la cohesión nacional y, en última instancia, para la soberanía; y si a esta noción la acompañáramos con la explicación de que el proceso de creación simbólica se materializa en productos mercantiles —pero que no por ello pierde su carácter y, por lo tanto, su poder simbólico—, ayudaríamos a quienes tienen la responsabilidad de formular políticas económicas y financieras a entender por qué un libro, un disco, una pieza de teatro, el diseño de un videojuego o de un sistema de cómputo, un programa de radio, una película, un paquete turístico o incluso un partido de futbol, merecen un tratamiento distinto al que se da a una tuerca, un tornillo o una concesión de transporte. Todos esos son bienes culturales, es decir, son “bienes de consumo que transmiten las ideas, los valores simbólicos y los modos de vida que contribuyen a forjar y difundir la identidad colectiva”.15

Si no se aclaran las categorías, si no se definen los términos de la discusión en los parámetros de la coyuntura de nuestros días, será imposible pensar en la incorporación de la cultura al proceso de formulación de políticas públicas, incluida la política exterior. Ahora, ¿por qué es relevante la inclusión de las industrias culturales? Porque ellas son el vehículo indispensable para la incorporación de las narrativas nacionales al discurso planetario, lo cual determina la construcción de la imagen de las naciones al interior y al exterior de sus fronteras, y porque son insoslayables como determinantes, presentes y futuras, de nuestras relaciones con la cultura propia y ajena.16 Ello requiere un esfuerzo recíproco por parte de los sectores cultural y económico dentro y fuera del gobierno federal, es decir, dentro del Estado mexicano en su conjunto.

Dadas las dimensiones del problema que plantea la existencia de una diplomacia cultural real, resulta claro que no basta solamente el esfuerzo de la sre. La solución comienza, como apuntábamos líneas arriba, por una redefinición de los términos; pero debe continuar con una ampliación de las políticas que históricamente han girado en torno del creador (por lo regular del creador ya consagrado) hacia horizontes incluyentes e interdependientes de otras políticas públicas. Esa interdependencia permitirá elevar las capacidades que resultan hoy indispensables para el sector cultural de cualquier país que de verdad pretenda tener algún peso en el mundo, me refiero a las capacidades técnicas en las áreas industriales, financieras y comerciales.

Una vez conseguido lo anterior, la cultura será percibida como una instancia para invertir en todos los sentidos y ya no como un gasto dispensable. Se daría paso a la existencia en México de una economía de la cultura, esto es, la rama de la economía que se ocupa de recabar, sistematizar e interpretar información cultural desde el saber económico. Los mexicanos podríamos conocer el movimiento y la dimensión de los públicos, la composición económica y social del consumo y los montos de importación y exportación de los productos culturales, y construir sobre bases sólidas una auténtica política cultural de Estado insertada en la encrucijada del desarrollo nacional y en sinergia con el fabuloso poder económico de un país cuyo pib ronda el trillón de dólares anuales. Así nos sería menos difícil recuperar nuestros instrumentos y nuestra capacidad de determinar la imagen de México en el mundo; enriquecer el perfil cultural de nuestros ciudadanos, eso que los británicos llaman “construir” públicos; brindar más y mayores apoyos a nuestros creadores, y volver a ser competitivos en el mercado cultural mundial.

Cuando eso suceda, el área cultural de la Cancillería, en vez de tratar de realizar acciones de promoción de manifestaciones artísticas con infinitas limitaciones, tendría a su cargo otras tareas más acordes con el concepto de la diplomacia, por ejemplo el diseño y la coordinación de las estrategias de promoción, cuya ejecución quedaría definitivamente en manos del Conaculta (que quizá podría dar el salto a secretaría de Estado). Tal vez, incluso, podríamos terminar con la anacrónica división entre Cooperación Educativa y Cultural y Cooperación Científica y Técnica y meternos de lleno en la discusión de las realidades tecnoculturales que están configurando el mundo contemporáneo y de las que hemos estado ausentes. Estaríamos más cerca de una nueva y robusta área de cooperación internacional encargada de conformar, a partir de los intereses de México en cada región del mundo, una agenda viable y pertinente donde las acciones políticas, culturales, educativas, técnicas, científicas, financieras, comerciales y económicas concretas tuviesen un efecto sinérgico. Cuando eso suceda podremos pensar seria y ya no retóricamente en la existencia de una diplomacia cultural.

________________________

1 Para Anderson, el elemento imaginario es sinónimo de creación social, no de falsedad.
2 Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, Trad. Eduardo L. Suárez, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 23.
3 Paul Tolila, “Industrias culturales: datos, interpretaciones, enfoques. Un punto de vista europeo”, en Industrias culturales y desarrollo sustentable, SRE/Conaculta/OEI, México, 2004, p. 109.
4 Ibíd., p. 110.
5 Con base en los datos proporcionados por Paul Tolila en “Industrias culturales: datos, interpretaciones, enfoques”, óp. cit., pp. 114 y 115.
6 Ernesto Piedras, ¿Cuánto vale la cultura? Contribución económica de las industrias protegidas por el derecho de autor en México, Conaculta, México, 2004.
7 “La promoción turística de México”, documento presentado por el Consejo Mexicano de Promoción Turística en la XIII Reunión Nacional de Turismo de Negocios y OCV’s, Monclova, Coah., 17 de octubre de 2007.
8 Sobre la construcción de los estereotipos nacionalistas, nos parecen especialmente pertinentes las obras de Ricardo Pérez Montfort, Juntos y medio revueltos. La ciudad de México durante el sexenio del general Cárdenas y otros ensayos, Unidad Obrera y Socialista / Frente del Pueblo / Sociedad Nacional de Estudios Regionales, México, 2000 (Col. Sábado Distrito Federal), y Estampas de nacionalismo popular mexicano. Diez ensayos sobre cultura popular y nacionalismo, CIESAS/CIDHEM, México, 2003.
9 Octavio Getino, “Apuntes sobre la economía de las industrias culturales en América Latina y el Caribe”, en Industrias culturales y desarrollo sustentable, SRE/Conaculta/OEI, México, 2004, p. 74.
10 Cfr. Cancilleres de México. Tomo II 1910-1988, Secretaría de Relaciones Exteriores, México, 1992.
11 Cfr. Andrés Ordóñez, “Puertas al mundo. Itinerario diplomático y sentido intelectual en Octavio Paz”, en Devoradores de ciudades. Cuatro intelectuales en la diplomacia mexicana, Cal y Arena, México, 2002, pp. 205-252.
12 R. A. Camp, Intellectuals and The State in Twentieth-Century Mexico, University of Texas Press, Austin, 1985.
13 Rafel Tovar y de Teresa había sido director general de Asuntos Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores (1979-1982), ministro en la Embajada de México en Francia (1983-1987), y asesor del Secretario de Relaciones Exteriores (1987-1988).
14 “Diálogo Ernesto Piedras-Néstor García Canclini” en Néstor García Canclini y Ernesto Piedras Feria, Las industrias culturales y el desarrollo de México, manuscrito original publicado posteriormente por Siglo XXI Editores / Secretaría de Relaciones Exteriores / FLACSO.
15 UNESCO, Cultura, comercio y globalización, 2000. Citado en Paul Tolila, óp. cit., p. 104.
16 Cfr. Paul Tolila, óp. cit., p. 107 y ss.

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ANDRÉS ORDÓÑEZ (Ciudad de México, 1958), licenciado en letras por la UNAM y doctor por la Universidad de Londres, ha sido profesor en las universidades Nacional Autónoma de México, de La Habana y de São Paulo y en el ITESM, e investigador visitante en el Iberoamerikanisches Institut de Berlín. Es miembro de carrera del Servicio Exterior Mexicano. Entre sus publicaciones se encuentran Fernando Pessoa. Un místico sin fe (Siglo XXI Editores), Entremundos (Siglo XXI Editores), Devoradores de ciudades (Cal y arena), Los avatares de la soberanía (SRE), Contra la democracia. Escritos políticos de Fernando Pessoa (UAM), En modo menor (UNAM), Del regreso (UNAM) y Memorias de viaje (UNAM).

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