Epifanías
Paladeaba con placer
la memoria de mis errores.
Atlas de geografía humana,
Almudena Grandes
Aquella tarde sería, a la postre, de una triste duda, de una confirmación desangelada. No me cabía en la cabeza la noticia. Tenía que preguntar, debía hacerlo. Pero lo hacía —y esta sensación la recuerdo— con la certeza de que mi angustia sería despejada de otra manera.
No esperaba la reacción de mi madre, con mirada de pistola, hacia mi hermano mayor. No imaginaba que la respuesta sería un silencio tenso, nervioso. Distingo, sin embargo, que ahí, al pie de la escalera de la casa materna, a eso de los ocho o nueve años, mis cincos de enero se transformarían en unos días incomprensiblemente normales. Ya no sería tan fácil despertar antes del amanecer, ya no habría esta sensación de tener que portarse bien los primeros seis días del año para conseguir lo que uno pedía, ya no me extrañaría nunca por qué mis padres no tenían la energía para despertar junto con nosotros y salir a la calle a jugar con todos los chamacos emocionados por tanto juguete. Ya no.
Tampoco volvería a seguir a mi hermano con convencimiento. Una muralla de reservas estaba ante mí cada que se trataba de él. Mi manera de ver las cosas no permitiría, sino hasta muchos años después, escucharle algo a este cabrón después de haber dejado que sembrara en mí la incertidumbre respecto de Melchor, Gaspar y Baltazar.
Me había sucedido antes algún percance por ser un epígono del primogénito de mi casa, pero la descorazonada de esa tarde, víspera de la fiesta de epifanía, para mí, fue, sí, una manifestación, pero también una suerte de olvido de las ilusiones. No atino a rememorar el contraste entre la inocencia y la falta de fe en aquellos días. Recuerdo más que dejé de seguir a mi hermano y creo que él lo notó. Lo nota. Acostumbrado a que los menores siguiéramos su ejemplo comenzó a ver en mí a un tipo rebelde que lo mandaba al diablo muy pronto, que en la adolescencia haría un club en contra de los hermanos mayores, y que conservaba la apremiante consigna de no hacer caso de nada a lo que el mayor mandara, dijera, sugiriera o decidiera.
En el fondo, es mi percepción y se deriva de mis sabotajes contra él, sospecho que su vida adulta se podría tratar de una reivindicación de aquellas noticias trasunto de impertinencia que, por ser el primero, le llegaban también antes que a uno, y él, en esta imprudencia propia de la edad, terminó echando al ruedo antes de tiempo, por lo menos frente a mí.
No sé, a veces hubiera querido que algunas noticias, experiencias o estupideces de estas en las que uno pierde las ilusiones me las hubieran contado otros; desearía que me hubieran arrebatado las creencias aquellos de los que no dependía mi convivencia vital o con los que mi querencia más bien era contingente y no de sangre; me hago una idea de lo que podría haber sido no enojarme tanto con mi hermano mayor por su imprudencia y por la posibilidad de culparlo a él de la falta de ingenuidad en mi vida. Sí, posiblemente hubiera sido más cómodo tener otros culpables. Pero como son las cosas, por lo menos mi vida ha sido una suerte de tránsito en el que en algún momento tuve que decidir ir perdonándolo poco a poco y, eso, ahora lo distingo, no terminó por ser tan malo.
Por otro lado, pienso en las consecuencias, no de su noticia, no de sus imprudencias, sino de las mías. Quizá fue antes, pero ahora que escribo esto también me doy cuenta de que esa ocasión fue una de las que me consignaron como un imprudente, como un boquiflojo, como un alguien incómodo. Desarrollaría para toda la vida, creo, esta sensación de estorbo y de niño preguntón. Intenté, al parecer sin lograrlo, alejarme de esta curiosidad y de esa incontinencia de preguntas; de esta letal impertinencia que me ha seguido por todos lados. No aprendí a callarme, no aprendí a dejar de estorbar, no aprendí nunca a dejarme de sentir un indeseable.
Creo que soy un tipo que creció aborreciendo algo por un evento como este. Sí. Pero sobre todo me queda claro que desde esas resoluciones a mis angustias distinguí lo impertinente que siempre seré, que fui. Al menos esa precisa ocasión en la que no me guardé la duda y la escupí mientras mi madre recogía basura en la cocina. Simplemente supe que, a veces, como diría Vicente Alfonso en su Partitura para mujer muerta, que a veces es mejor quedarse con la duda y no preguntar.
Zárate
Yo compartí mi infancia con un anarquista. Pedía huevos a la mexicana y café con leche, en vaso de vidrio. Contábamos, cada uno, sueños de noches pasadas. Nos incluíamos en el surrealismo. Por eso ahora cuento un sueño de ese sueño. Me parece estar soñando que cuento lo que soñé aquellos veranos de los años ochenta. Él cuidaba que no echara a perder sus pinceles y carboncillos. Nunca fui pintor ni diestro para las manualidades; sigo siendo zurdo y los zurdos no podemos ni recortar letras del periódico sin tener severos problemas. Mejor convivía con sus sombreros, jugaba a ser otro, jugaba a ser revolucionario, antorchista o músico; caballero de los treinta, obrero de tabacalera o ferrocarrilero. Mejor me disfrazaba del Jefe, como le dicen, cada que podía mientras él, desde lo alto de un hotel ya viejo, jugaba al sueño de detener el tiempo.
La azotea era un parque de diversiones, un archipiélago; me parecía inmenso. Recuerdo el espectacular que decía “Hotel Versalles”. Lo podía ver cuando levantaba la cara al cielo. En las noches encendían las letras, un destellante rojo neón en la cúspide de la ciudad dormida. Recuerdo el piso rasposo y los tragaluces, eran tres. Me recargaba en los frisos y, apostado, miraba al vacío. Había macetas, helechos o geranios. También solía asomarme hacia la calle Pípila que desemboca al jardín principal. Había un cine Rex al costado. Hacía sombra. Era una construcción gigante que parecía ponerse al tú por tú con el edificio desde donde yo podía ver la Presidencia Municipal, detrás de los ficus recién podados entre los que se esconde la cúpula de un quiosco, apenas se puede ver. Al fondo de la estampa, tres torres y un edificio como de cristal cuya arquitectura me recuerda una época ignota de cuando yo no había nacido; un estilo caduco. Al poniente estaba el estudio de Zárate: un cuarto acondicionado con su permanentemente olor a óleo. Recuerdo un par de caballetes, cubetas con pinceles, bastidores y telas. En un rincón, una cama siempre tendida. Recuerdo la cobija a cuadros de lana, una sola almohada, blanca. Había un pasaje que llevaba a la puerta de la azotea. Desde el barandal se podía ver el primer piso por un hueco. Se podía ver hacia abajo una caja de luces de emergencia o una parte; la caja fuerte, o una parte y una marioneta conmemorativa de la feria de Aguascalientes.
Al sur de la azotea, la lavandería. Era el lugar de reunión donde churcheaban las recamareras al final de la jornada. Convertían ese solar con techo de lámina en un nido de guacamayas alegre y festivo. Al fondo de ese lugar, que siempre me pareció oscuro y húmedo, había una mesa gigante en donde colocaban la ropa de cama dispuesta para blanquear. Una de las tuberías que recorrían toda la azotea, como venas y arterias del edificio, llevaba hasta una lavadora gigante que siempre me pareció nave espacial cromada y redonda. Tenía una escotilla o lo que yo creía que era una escotilla y, dentro, el aluminio era un cilindro con orificios. Me hacía pensar en las películas de viajes a la luna. Lo demás eran tendederos y sábanas puestas a orear al viento. Las mujeres usaban zapatos cómodos de afanadora en hospital y vestidos hasta las rodillas ceñidos a las curvas de esos cuerpos de caderas anchas que me evocan esa década. Los lavaban a diario también. Se desnudaban y paseaban en ropa interior. Solían bañarse pasada la hora del check out, aunque antes yo no sabía cómo se llamaba al momento en el que se desocupa una habitación en un hotel. Tendían sábanas, una escenografía como de ninfas. Se repartían jicarazos unas a otras. Era yo un niño y me incluían en ese baño como de Olimpo ochentero. Recuerdo a Esperanza, Angelina y Maruca. Eran cariñosas y me trataban bien. Conservo esas estampas en las que todo huele a jabón Zote y a chismes en la azotea, a blanqueador y a resolana de la tarde. Sentía como si hubiera ido a nadar. Supongo que desde ese tiempo se alimenta mi afición por las mujeres mayores, un pudor sonriente en todo caso.
Bajaba del penthouse para pobres recién bañado y muy peinadito. También hambriento. Para las comidas prefería milanesa con papas a la francesa. Me sentaba en la mesa contigua a la recepción. Puedo recordar los muebles. El comedor tenía unas ocho mesas, la cocina al fondo. De ahí solía robar los muslos al pollo recién cocido. Daba paseos pedaleando en mi triciclo apache y arrancaba la pieza con sagacidad, afirmaba doña Mary, la cocinera. Había cuadros de Zárate colgados en todo el hotel, en el restaurante, el bar, los cuartos. Así pagaba el alquiler. En una visita sorpresiva Jorge Saldaña expresó su sorpresa ante esto.
Había una caseta telefónica. Me suscitan tanta nostalgia, siento que hay muchas historias ahí. Estaba al pie de una escalera de caracol que llevaba al segundo piso. Me gustaría poder describir más los escalones de marfil y el barandal pintado de café. Esa escalera siempre me hace pensar en las películas mexicanas de los cincuenta, en conjuntos departamentales de esos años en el df. Una televisión Hitachi sin control remoto era el centro de las reuniones en el recibidor del hotel los sábados por la noche. Había una reparadora de calzado Vallejo cerca del hotel. Todos los zapateros que trabajan ahí venían a apostar en las funciones de box. Llenaban el recibidor. ~
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LUIS FELIPE PÉREZ SÁNCHEZ (Irapuato, Guanajuato, 1982) es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo. Los textos “Epifanías” y “Zárate” se incluyen en Eufemismos para la despedida al que se le otorgó recientemente el XXI Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández 2012.
Juro que es verdad, pero al primer enlace que le piqué, fue al tuyo sin afán de esperar nada amigo.
Buen relato. Nostasgia pura.
Me han gustado mucho Luis Felipe, en hora buena. Me haces sentir nostalgia por los tiempos idos.