Nuestra abuela irrumpió en la biblioteca arrastrándonos a Carlos y a mí. Mi papá apenas tuvo tiempo de dejar su libro y quitarse los anteojos cuando ella dijo con voz tonante que queríamos ir al cine Balmori. “No, doña Emilia, no otra vez. Apenas ayer los llevó a Teotihuacán y volvieron insolados. Mírelos cómo están. Además, están muy chicos y no todos los días pueden ir al cine.”
La abuela puso cara de Mater Dolorosa y empezó un estira y afloja que los primos ya conocíamos. Ella alegó que en una semana Carlos se iba a Chile y que si alguna vez volvía, ya no seríamos los niños felices de hoy.
(El futuro viajero e histrión, que ya dominaba lo que años más tarde recordaríamos riendo como “el tinglado de la antigua farsa”, iba imitando las expresiones faciales y ademanes de los dos sonorenses en pugna.)
Doña Emilia insistió en algo que siempre le resultaba: “Alfonso, usted sabe que viendo las películas no se les olvida la historia. La acción, si es muy gráfica y en colores, queda impresa en la memoria para siempre”. Y añadió como cierre de su argumentación: “El cine Balmori está limpio, no hay pulgas y tiene salida de emergencia”.
El cine Balmori no necesitaba defensa, para nosotros dos fue Shangri-La en la infancia. Volaba nuestra imaginación, siempre discutíamos la película con la abuela, comíamos muéganos que se pegaban en los dientes y, además, estábamos haciendo todo lo prohibido por nuestras mamás.
Mi papá siempre tuvo debilidad por Carlos, pero ¡caramba!, si era el jefe de la casa no iba a ceder ante su suegra tan fácilmente. “Mi hija tiene pesadillas en la noche y se despierta llorando. Usted los lleva a ver solo films de batallas. Ella está muy chica y es impresionable.”
En ese momento reviví nuestro bien guardado secreto: cierto que soñaba a los soldados ingleses masacrados en la India, en Arabia y en África. ¡Cómo se iban a olvidar Las cuatro plumas, Gunga Din o Los tres lanceros de Bengala! Pero mi peor pesadilla era que habíamos visto, a escondidas de mi papá, al horroroso Quasimodo balanceándose en las campanas de Notre Dame.
(Los miércoles merendábamos en casa de la abuela y hacíamos representaciones de estas películas, disfrazados con el baúl de “fachas” de doña Emilia. Carlos llegó a representar al héroe de Victor Hugo con tal fidelidad que asustó a Emerenciana la cocinera, y la pobre nunca volvió ni por su sueldo ni por su maleta.)
Para terminar, nuestra abuela insistió en que esta película italiana que ahora veríamos se llamaba Héctor Fieramosca. Era sobre las conquistas romanas en Europa e históricamente muy instructiva para nuestra edad.
Mi papá volvió a caer en el truco y nos fuimos felices al cine Balmori.
Fieramosca era el general que vencía, entre estrepitosas arengas, a hordas de bárbaros peludos y sucios. Celebraba sus triunfos con una bacanal, y sobre la mesa del banquete correteaban unas mujeres, medio vestidas con velos. Los legionarios las bajaban a jalones. Estas escenas las vimos muy mal porque la abuela nos tapaba los ojos. Al salir, ella nos dijo que si mi papá nos preguntaba sobre la película le dijéramos que no le habíamos entendido, que gritaban mucho y que ya nos consiguieran clases de italiano para no tener que leer los subtítulos.
Carlos ya era mucho más mundano que yo y nunca olvidó el nombre del actor que comandaba las legiones. Se llamaba Gino Cervi.
Esa película nunca la pudimos representar después en casa de doña Emilia porque nuestras hermanas menores no quisieron actuar como los bárbaros sucios y peludos.
Y a la semana siguiente mi primo se fue con su familia a Chile.
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GRACIELA ROMANDÍA DE CANTÚ es historiadora del arte, académica y ama de casa.
Quisiera preguntar si usted tiene los derechos de autor de Robeto Montenegro
Esther Acevedo
Gracias por compartir esta magnifica anecdota de su infancia, no solo es la calidad de su escritura sino la evocacion de ese Mexico nuestro tan rico y matizado.