Cada exposición de un artista brota en la genealogía de su obra como si fuera una hoja más en las ramas del árbol de su trabajo artístico (usemos de entrada términos afines a la pintora que celebramos hoy); y una serie de exposiciones conforma, por así decir, el follaje de su obra en relación a cómo esta es percibida por sus espectadores, por la sociedad en la que el artista está inmerso. Un libro de artista, sin embargo, tiene un registro distinto, se mueve en otra atmósfera y, como todo libro, se parece más a una fotografía.
Un libro se parece a una fotografía en tanto que fija un instante en el tiempo; especialmente en la trayectoria del autor del libro, o, como en este caso, de su protagonista. Y un libro de artista es más que un catálogo de exposición, aunque sea similarmente fotográfico. Los catálogos forman parte de los códigos, o (si se me permite) de la etiqueta propia del ámbito de los artistas, pertenecen a un lenguaje particular y propio del medio. Los libros de artista, en cambio, al trascender las fronteras de su medio, están destinados a moverse en ámbitos no tan inmediatamente artísticos, apuntando a un público más amplio y general: aquí la obra (y el artista) se encuentran inmersos en otro contenedor, están sujetos a un lenguaje apreciativo distinto, y el trabajo del artista, hasta la fecha de edición del libro, queda compendiado como un todo que los coleccionistas de libros y los seguidores del arte, además de los lectores menos especializados o que buscan acercarse a la plástica a través de los libros, podrán incluir cada quien cómodamente en su biblioteca personal, en su galería de libros.
El bisturí óptico que en esta ocasión nos ha congregado es un libro favorecido desde muchas perspectivas. Desde el ángulo editorial, el sello que lo saca a la luz lo pone de entrada en las principales librerías de todo el país: se trata de la Dirección de Publicaciones del Conaculta, nada menos que dentro de su colección Círculo de Arte, a través de la cual se han estado dando a conocer los hitos más relevantes en la historia del arte mexicano. Desde el aspecto del artista contenido en el libro, se trata de una de las pintoras más destacadas de su generación, y a ello (y a ella) me referiré más abajo. Y desde la perspectiva de los textos que soportan el libro y complementan la selección de obra que se reproduce, se trata de dos muy notables autores que son protagonistas de la literatura mexicana actual: el narrador Salvador Elizondo (a quien extrañamos en este evento) y el poeta Alberto Blanco.
El escrito de don Salvador, que acompañó una exposición de Sandra hace más de diez años, es en sí mismo un homenaje fuera de serie del que la artista puede sentirse más que orgullosa. En resumen, Elizondo afirma que la obra de Sandra Pani le remite a su libro Farabeuf, pero en sentido opuesto, como una suerte de redención a través de la belleza. Y, en efecto, toda la densidad, la atmósfera retorcida, la sombra anímica que permea esa extensa descripción del suplicio chino en la novela de Elizondo, encuentra una contraparte radicalmente disímil en la luz, en la pulcritud, en la celebración de vivir y en otras claridades implícitas en la pintura y el dibujo de Pani. Mientras que ella integra con un sentido orgánico, en Farabeuf se podría decir que la narración desintegra, literalmente, un organismo. La obra de Sandra encarnaría, así, lo anti-Farabeuf.
Por su parte, en su ensayo, Alberto Blanco, quizá sirviéndose como herramienta del bisturí óptico que ya estaba a la mano, lleva a cabo una sensible y nítida (tal como la obra de Sandra) disección del trabajo de la artista: una especie de cirugía poética puesta en prosa certera con ojo óptico, si se me permite el pleonasmo. En determinado lugar señala Alberto que para viajar no es necesario desplazarse porque la vida es el viaje mismo, y en ese sentido Sandra Pani ha encontrado en la inmediatez de su cuerpo todo el caudal de experiencias y sensaciones que ella plasma en su obra y que nos transmite a través de sus trazos sutiles, de las luminosidades de su paleta contenida. Concuerdo también en que esto no es en modo alguno en un sentido narcisista, digamos, posmoderno, sino que responde a otras motivaciones.
Una de las principales, creo yo, es afirmar la vida. Sus cuadros claros, sobrios, ciertamente contemplativos, tienen en estas cualidades una nota como zen, o budista, algo en ese sentido: los relaciono con una meditación acerca de la esencia de la vida, de la temporalidad, de la relación intrínseca entre todos los seres animados, en la cual la artista concluye que vivir consiste en ser árbol.
En efecto, la movilidad y la ligereza juveniles, que se dan igualmente en el brote de una planta, por causa de la acción del tiempo se van perdiendo, y nos vamos volviendo rígidos a fuerza de la vida: es decir, de las obligaciones, responsabilidades, compromisos, proyectos a cada vez más largo plazo que nos van fijando en nuestro lugar y en nuestra circunstancia: en nosotros mismos. Con el tiempo nos vamos volviendo cada vez más inmóviles, más como árboles. Yo digo que entronquecemos, o sea que vamos acumulando tronco. En ese proceso nuestras raíces se vuelven más fuertes, penetran más profundo. Y todos nuestros actos, alcances, logros y proyectos intentados son ramas que, a partir de ese tronco que somos nosotros, se extienden lo más lejos que puedan llegar.
Por otra parte, como lo ha mencionado la misma Sandra, las hojas, al igual que las manos, tienen venas, y el tronco de un árbol y el tronco de una persona comparten: su calidad de soporte, el tener los pies plantados sobre la tierra, la fragilidad y la resistencia de su cuerpo orgánico, y la verticalidad: la aspiración de alcanzar los cielos.
Para componer y para integrar este bosque en el que el conjunto de su obra se ha estado convirtiendo, Sandra recurre muchas veces a su propio cuerpo. En esto hay algo de body-art, o sea de emplear el cuerpo propio como soporte de la obra de arte, pero también como un transcurrir del artista a través de esa experiencia estética particular con su cuerpo al final de la cual sufre una leve o significativa transformación. Pero me parece que en la intención primordial hay más algo de sentido práctico y de inmediatez de los recursos. Al usarse como modelo, Sandra no se refiere a sí misma, pero requiere de un modelo que responda instantáneamente a sus intuiciones, a la guía inconsciente que la va llevando a componer cada cuadro, y en este sentido la mejor modelo solo puede ser ella misma.
Podríamos extendernos aquí largo rato más refiriendo los procesos y las etapas por las que ha transcurrido la obra de Sandra Pani, intentando circundar las meditaciones del bosque de sus arbóreos auto-dibujos y de las formas sintetizadas en su pintura, o bien relatar la historia de cómo los cuerpos que ella pintaba al comenzar su carrera con el tiempo crecieron y se convirtieron en árboles…
Sin embargo, no solo el tiempo apremia y no queremos quedarnos aquí también como árboles, y por otro, tenemos hoy precisamente aquí este preciado libro que estamos celebrando, a partir del cual estas y otras reflexiones habrán de brotar en los lectores-espectadores, a quienes extendemos, por supuesto, esta cordial invitación a acercarse a esta fotografía que ilustra el estado actual de una sección del bosque de Sandra Pani, y que la inserta como una artista relevante en el acontecer de la plástica mexicana contemporánea.
¡Felicidades! ~
* Texto leído en la presentación de El bisturí óptico en el Museo Nacional de Arte el 18 de agosto de 2012.
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GONZALO VÉLEZ (Ciudad de México, 1964) es poeta y crítico de arte. Ha publicado La hoja verde del jueves (1995), y Alas (2008). En 2001 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Literario Malcolm Lowry. Asimismo, es autor de ensayos para media docena de libros sobre artistas mexicanos contemporáneos. Ha traducido libros del alemán, el último de ellos es la pieza teatral de Robert Musil, Los exaltados (Sexto Piso, 2007).