La memoria del eros es un teatro que construye sus escenas con el auxilio de la experiencia y de la imaginación anclada en el olvido. En ese terreno fugaz, resbaladizo, las imágenes del pasado fluyen y se acomodan según los deseos del memorioso. Se pulen aristas, se quita lo inservible, se adapta lo que era incómodo y por lo regular llega hasta nosotros una versión que se aleja de lo real y que refulge porque transmuta en tejido íntimo. A veces son hechos que tienen la semejanza de algo que pasaría inadvertido: unas jóvenes, de seguro recién llegadas a los estudios universitarios, suben al transporte público, el Metro, para ser exactos. Es de mañana y su aspecto tiene la asepsia de una clase media respetuosa de la higiene corporal.
Todas (son cuatro) llevan blusas sin mangas y hacen una campaña de tinte político que se dispersa entre la bruma del pasaje. Acercan sus cuerpos y sobre todo sus axilas desnudas, dejan la huella, leve y perfumada de la transpiración matinal. Algo delicioso flota en el ambiente. Nadie se propuso aspirar esos vahos, es una sorpresa que alerta los ecos del deseo. Todo transcurre apenas en un abrir y cerrar de ojos. Aun así, y sin que medie filtro alguno, la experiencia del eros se manifiesta y construye un destello de esa memoria que de pronto aparece y se plasma, se adhiere hasta convertirse en recuerdo grato. Además, esas axilas quedaban a la altura de la nariz de quien se encontraba sentado y frente a ellas. ¿Qué decir de esa joven rubia que paseaba por entre los cuadros del Rijksmuseum de Amsterdam hace un buen número de años y que tenía un olor que despertaba el deseo? El aroma era almizclado, tenue, volátil y ligero. Una fragancia convertida en fruto perfumado, un olor de un cuerpo limpio que ante el paso de las horas se convierte en barniz de la lujuria.
La memoria quiere ubicar a ese personaje anónimo bajo los matices de la belleza: esbelta, de cabellos color dorado, pechos voluminosos y glúteos celestiales, poseía, según la posible mendacidad del recuerdo, un rostro agraciado. Ella era la portadora de un aroma que flotaba en el aire y se colaba por las fosas nasales hasta perderse en la conciencia de un deseo que estaba atrapado en su jaula. La memoria deja sus actores y actrices en el proscenio y permite que al revelarse la experiencia algo retorne, un eco apenas, y que conserve la contundencia de lo vivido, con todo y sus alteraciones surgidas al paso del tiempo. Rompecabezas incierto, el recuerdo erótico tiene los trazos gruesos que nos permite la memoria y los delicados que se cuelan por el ojo de una aguja hasta filtrar aquello que queremos o que hubiéramos anhelado. ¿Qué tanto hay de cierto en lo que se construye en nuestra mente? ¿Qué tanto hay en esas imágenes evanescentes que de pronto parecen tener las texturas, los aromas y todo lo que implica la consagración al eros?
El pintor alemán Georg Grosz (1893-1959) en sus memorias Un sí menor y un no mayor (Capitán Swing, Madrid, 2011):
En uno de los gigantescos y antiquísimos sauces de formas grotescas que adornaban aquel prado habíamos montado un verdadero refugio, desde donde asustábamos a las muchachas que tendían la ropa y sembrábamos el desorden en todo el entorno, como si fuésemos auténticos bandoleros o salvajes pieles rojas. Las sábanas mojadas y los primorosos calzones largos constituían un valioso estímulo para nuestra fantasía. Todavía recuerdo con toda claridad una famosa batalla sostenida contra aquellos calzones, porque me costó la pérdida de mi preciado fusil Henri, que el sargento Arndt del casino, un hombre amable y gruñón, me había regalado el día de mi cumpleaños.
Años más tarde, Grosz se convirtió en un poderoso ilustrador del decadentismo de los militares y la burguesía berlinesa. Supo conjugar la voluptuosidad de los burdeles berlineses con todo lo grotesco que podía ser una mujer que lanza flatulencias ante una vela o un hombre uniformado que eyacula con gruesos goterones en medio de borracheras interminables, noches que se convierten en días y toda la parafernalia lujuriosa que abundaba en una de las ciudades más libérrimas del planeta. Los calzones largos atisbados, tocados y aspirados por esos infantes traviesos formaron parte de un imaginario que se convirtió en mirada subversiva, al menos para Grosz.
Uno de los grandes memoriosos fue el cineasta Federico Fellini, quien en Amarcord (1974) —palabra de la lengua de la región de la Emilia Romaña que quiere decir “me acuerdo”— hizo una suerte de inventario de aquello que conservó de la infancia y que entretejió para darle forma a través de su filmografía. En el libro de Tonino Guerra y del propio guionista y realizador se lee:
La Volpina, muchacha misteriosa, da unos pasos y emite varias veces el bisbiseo que se usa para llamar a los gatos. Pero hay en sus gestos un vagabundeo aburrido, como si la búsqueda del gato fuera solo una excusa para vagar entre las dunas. Al borde de una hondonada de cálida arena se detiene y se inclina a quitarse del pie la espinosa maraña de una planta seca. Después desciende al fondo de la hondonada, y con ademán natural y rápido se baja los calzones y se acurruca para orinar. Desde lo alto de una casa en construcción no muy lejana, algunos albañiles gritan y la saludan. Ella apenas los mira. Se levanta. Se sube velozmente las bragas y después, con un pie, cubre con un poco de arena la mancha húmeda que había dejado. Vuelve a lo alto de la duna y se aleja llamando al gato: ‘¡Fumanchú! ¡Fumanchú!’.” (Tonino Guerra y Federico Fellini: Amarcord, Noguer, Barcelona, 1974).
Fellini evoca esos días de playa en verano y en invierno que le permitieron atisbar en la intimidad de personajes femeninos que le suscitaron toda clase de fantasías. En este caso la joven que busca su gato y que mientras lo hace, con toda naturalidad y con las características del felino, deja fluir su orina en tanto varios mirones, entre ellos el que más tarde sería un realizador de culto, tienen ante ellos una imagen de contundencia erótica.
Un fotógrafo que hizo del eros un emblema estético fue Helmut Newton, en su Autobiografía (RM Verlag, Barcelona, 2005) concita los fantasmas de una sexualidad sin tapujos. Así recuerda uno de sus múltiples amasiatos juveniles:
En el camino de regreso, Josette me desabrochó la bragueta y empezó a mamármela en el coche. Era el atardecer y la noche caía deprisa, pero aún así, para el chofer malayo debió de ser evidente lo que pasaba: los asientos delanteros no estaban separados de los traseros. Yo estaba pasmado; era la primera vez que me la mamaban y… en público. Cuando volvimos al hotel, la entrepierna de mis shorts de hilo estaba toda manchada con carmín rojo oscuro.
Newton escribió unas memorias que tenían la cadencia de una lubricidad exaltada. Los recuerdos flotan y tienen la ligereza de quien hizo de sus deseos una fuente suprema de placer. ¿Qué sale de la caverna de la memoria lúbrica por estos días? ~
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ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998); El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), y su última publicación: Fascinación y vértigo: la pintura de Arturo Rivera (2011).