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El juicio que viene
Este País | Juicios Orales | Luis de la Barreda Solórzano | 01.08.2012 | 0 Comentarios

A lo largo de los últimos doce meses y bajo la coordinación de Luis de la Barreda, Este País ha acogido una serie mensual de artículos en torno a la reforma judicial de 2008 y, en particular, a los juicios orales. En este espacio, destacados especialistas se pronunciaron en contra y a favor del sistema adversarial, que en cuestión de unos años deberá quedar implementado en todo el país. Hoy, que el propósito de debate se ha cumplido, esta columna llega a su fin. A modo de balance, el doctor De la Barreda destaca las ideas principales de los autores que lo precedieron para sumarse a ellas o bien refutarlas. Nuestro agradecimiento para él por este importante esfuerzo informativo y de discusión.

…“actuar” en el mundo y a partir
de las cosas del mundo…
¡pero cambiando en cierta medida el mundo!

Fernando Savater

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La reforma más urgente

Empezaré por una verdad evidente pero frecuentemente oscurecida por falacias: el juicio oral acusatorio, ya en proceso de instauración o ya instaurado en diversas entidades del país, en nada va a favorecer a la seguridad pública ni a la procuración de justicia. ¿Por qué he iniciado por allí? Para evitar que se le pida a ese instrumento lo que no podría brindar.

El juicio oral acusatorio, si funciona como esperan sus partidarios más optimistas, puede lograr, respecto de los procesos tradicionales, mayor transparencia, más agilidad, mayor publicidad en los procesos, y abatir el desperdicio esperpéntico de papel.

Pero ante la autoridad judicial llegarán a enfrentar el juicio exclusivamente aquellos indiciados respecto de los cuales el Ministerio Público haya demostrado la presunta responsabilidad en la comisión de un delito y que la policía haya capturado (siempre y cuando, además, el expediente no se concluya con alguna salida alternativa).

Y nadie ignora la escandalosa ineficacia del Ministerio Público y su policía de investigación, que, por ejemplo, en un delito tan grave como el homicidio doloso solo logran poner a disposición de un juez a menos de 2 de cada 10 presuntos responsables.

Nadie desconoce tampoco el desgano y la falta de profesionalismo, y aun de sentido común, con que suelen actuar los agentes ministeriales y los agentes policiacos de investigación.

Asimismo, todos sabemos de los vicios y las corruptelas que suelen enturbiar el trabajo de la institución, entre los cuales la práctica más canallesca, que tanto envilece a nuestra procuración de justicia, es la fabricación de culpables, las falsas acusaciones sin pruebas o con pruebas adulteradas.

En consecuencia, la reforma que más urge a nuestro sistema de justicia penal habrá de ser la adecuada para erradicar esas deficiencias, insuficiencias y perversiones. Más que una reforma, habrá de ser una revolución copernicana: la transformación profunda de los ministerios públicos y las policías investigadoras del país.

El secretario técnico del Consejo de Coordinación para la Implementación del Sistema de Justicia Penal, Felipe Borrego, reconoce: “Uno de los retos más importantes es la reestructuración del Ministerio Público en base a su nuevo rol” (Este País, 254).

¿Nuevo rol? El Ministerio Público seguirá, como hasta ahora, persiguiendo los delitos. Es un viejo rol. De lo que se trata es de que lo haga como no lo está haciendo ahora: con honestidad, prontitud y eficacia. Y eso requiere que deje de ser lo que hasta hoy ha sido y se convierta en otra clase de institución.

Cualquiera que haya estado, como denunciante, testigo o imputado, en una agencia investigadora, coincidirá en que “las agencias del Ministerio Público son templos de terror. Basta ir a una en cualquier estado de la República para sentir miedo” (Este País, 252).

Es verdad: incluso el aspecto de las agencias, el talante de sus empleados, la cantidad de expedientes apilados en el suelo, las deplorables condiciones de sus servicios sanitarios dan una idea de lo que es la institución.

Solamente cuando contemos con ministerios públicos y policías de investigación altamente profesionales —eficaces, ágiles y honestos— se podrá empezar a abatir la impunidad. “Según los expertos, y es obvio, si se carece de policía científica que investigue y descubra los delitos, el Ministerio Público (fiscal) no los va a poder perseguir, ni un juez los va a poder condenar, por la falta de pruebas”, advierte Juan Velasquez (Este País, 246).

La profesionalización del Ministerio Público y las policías de investigación requiere de una capacitación profunda, exhaustiva; de recursos humanos, materiales y tecnológicos suficientes, y de una auténtica supervisión institucional y ciudadana. Esa imprescindible mudanza no se está llevando a cabo.

Por otra parte, es preciso que el órgano de la acusación deje de ser una dependencia del Poder Ejecutivo dispuesta a seguir instrucciones o acatar órdenes desviadas de la ley. El Ministerio Público que requerimos, en toda la República, a nivel federal y a nivel local, ha de ser una institución autónoma, característica que debe señalarse en la Constitución.

Para abatir la impunidad, sobre todo de los delitos más graves, y para que nadie sea sometido a un procedimiento penal sin auténticas pruebas, es ineludible no solo reestructurar, como plantea el secretario Borrego, sino cambiar el alma del Ministerio Público.

La Tierra Prometida

El juicio oral acusatorio es la respuesta al carácter inquisitivo de la averiguación previa y a la tortuosidad, la truculencia, la burocratización, la despersonalización, el formalismo excesivo, la lentitud exasperante, la carencia de soluciones alternativas, las montañas obscenas de papel, los expedientes cosidos con aguja e hilo y, en muchos casos, la indefensión del acusado que caracterizan a los actuales procesos penales.

En palabras de Guillermo Zepeda: el modelo procesal es inquisitivo, autoritario y anquilosado, mantiene los formalismos y el modelo de gestión de hace cientos de años, con la elaboración de un expediente escrito, y el gran ausente del proceso es el juez, quien no preside las audiencias y las delega en sus colaboradores (Este País, 245).

Ana Laura Magaloni sentencia: “Es un sistema colapsado, corrupto, manipulable y extremadamente arbitrario. Nuestra justicia penal es una justicia de caricatura” (Este País, 251).

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Tienen razón los dos estudiosos. Pero nada garantiza que los juzgadores, por estar presentes en el desahogo de pruebas y por escuchar de viva voz los testimonios, la declaración del acusado y los alegatos del acusador y el defensor, resuelvan los juicios con base en los elementos probatorios, los argumentos sólidos, la lógica y la ley.

Nada garantiza tampoco que a partir de la comisión del delito el lapso en que se dicte sentencia vaya a reducirse. Juan Velasquez alerta: “Ahora los juicios se harán de manera concentrada y continua, con el juez siempre presente, en contacto inmediato con lo que va sucediendo. Pero, precisamente por lo anterior, a lo mejor pasará que ese juez le advierta al acusado dos cosas, como siempre una buena y otra mala: la buena, que su juicio no va a durar dos años sino solo un día (teóricamente), y la mala, que el día de su juicio llegará en dos años, cuando la saturada agenda del juez lo permita, precisamente a causa de la concentración, la continuidad y la inmediación”.

En un célebre poema de Peter Weiss, los que asaltan las bastillas creen que la Revolución —con mayúscula— va a darles todo: platillos exquisitos, calzado cómodo, poemas inspirados, un marido nuevo, una esposa nueva, y luego se encuentran con que todo es como era: la sopa deplorable, los zapatos que aprietan, los versos chapuceros, el cónyuge en la cama maloliente y gastado.

Algo similar sucede con algunos de los entusiastas partidarios del juicio oral acusatorio. Parecen creer que una vez instaurado, todo lo demás se dará por añadidura.

La instauración del juicio oral acusatorio parte de la exigencia de darle al enjuiciamiento penal una forma simbólicamente más digna y aceptable; pero el juicio oral acusatorio no es la Tierra Prometida en la que habrán de cristalizar milagrosamente todos los anhelos de una justicia penal digna de ese nombre.

No hay en el aserto anterior descalificación derogatoria alguna. No es lo mismo estar en la trinchera de los que Rodolfo Félix Cárdenas califica de “enemigos de una justicia transparente, sometida al control social, que sea más equitativa y que exija de sus actores mayores capacidades que redunden en la prestación de un servicio de mejor calidad” (Este País, 247), que advertir de los alcances y los límites que tendrá la reforma. De nuevo: no esperemos del juicio oral acusatorio lo que este no puede ofrecer.

Objeciones atendibles

No todas las objeciones provienen de los enemigos de la justicia transparente. Es muy seria la ya señalada de Juan Velasquez. Otro reparo sobre el que es menester reflexionar es el que han formulado, entre otros, Paola Bigliani y Jesús Zamora Pierce. Paola Bigliani advierte que la negociación entre el Ministerio Público y el inculpado es una mentira perversa. Zamora Pierce entiende que el proceso abreviado viola la garantía de juicio previo. Al hacer valer el proceso de una verdad coactivamente pactada y no comprobada en el juicio público, la confesión del inculpado que sirve de punto de partida al procedimiento abreviado es una confesión coaccionada. Zamora Pierce sostiene: “El único que cede es el individuo perseguido penalmente y cede lo único que tiene: todas y cada una de sus garantías, esto es, toda la limitación del poder penal. La supresión lisa y llana, la devastación de todas sus garantías, es lo que torna absolutamente ilegítimo el procedimiento abreviado” (Este País, 248).
Esta objeción es la más fuerte y la más inquietante de las que he leído o escuchado contra el juicio oral acusatorio. Nadie podrá decir que va dirigida a la oralidad, ni a la concentración ni a la publicidad, ni siquiera al juicio mismo, sino a la salida alternativa del procedimiento abreviado, que no es propiamente un juicio sino un atajo para evitar el juicio.

©iStockphoto.com/Mark Airs

Sin embargo, tal vez no sea del todo justo decir que el procedimiento abreviado supone una confesión coaccionada. En efecto, el inculpado tiene la posibilidad de confesar para evitar el juicio, pero no se ejerce violencia moral en su contra para que lo haga. Es una salida que puede elegir o no. Siempre tendrá la opción de no confesar y enfrentar el juicio. Si sabe que no hay pruebas en su contra, podrá enfrentarlo con la expectativa fundada de que no será condenado. En cambio, si sabe que esas pruebas existen y que son suficientes, “podrá tener incentivos para reconocer su responsabilidad y cooperar con la justicia en un esquema abreviado de juicio sumario” (Alfredo Orellana Moyao, Este País, 253), lo que supondrá una pena más leve.

Desde luego, el inculpado puede temer una sentencia condenatoria injusta, sin sustento probatorio, en caso de que decida no confesar e ir a juicio, pero ese temor también lo tienen los inculpados en los procesos tradicionales. En todo caso se trata de que en el juicio oral acusatorio el inculpado tenga todas las garantías de defensa, que obre a su favor la presunción de inocencia, que se observe escrupulosamente el debido proceso, que no sea condenado si hay duda razonable respecto de su culpabilidad. Todo eso depende, más que de la forma de los juicios, de la idoneidad de los acusadores, los defensores y los juzgadores.

Incluso decididos partidarios del nuevo juicio oral acusatorio reconocen que en el procedimiento abreviado el riesgo de corromper el sistema es grande. “Un aspecto medular —observa Alicia Azzolini— es que el modelo procesal acusatorio descansa en el principio de confianza en el desempeño de los operadores del sistema, algo que está muy lejos de imperar en México. Si no hay confianza en los servidores públicos todas las actuaciones serán cuestionables, en particular aquellas que propongan soluciones de justicia alternativa” (Este País, 250).

Bernardo León se pronuncia por minimizar ese riesgo: “La mediación debería ser una facultad exclusiva del Poder Judicial y debería evitarse que este proceso se lleve a cabo en sede ministerial porque, en un sistema acusatorio, el Ministerio Público no debe sancionar ningún acuerdo y su papel no debe distorsionarse. Eso es facultad de un juez o de un oficial mediador del Poder Judicial” (Este País, 249).

Un juicio razonable

A pesar de los riesgos señalados, quizás el juicio oral acusatorio sea más adecuado que el antiguo juicio: lo será si es más expedito y si garantiza los intereses legítimos de la víctima —y del denunciante en los casos en que una y otro son distintos— y los derechos del acusado.

Pero, una vez más, no nos engañemos: una cancha en mejores condiciones no produce jugadores excelentes. José Ramón Cossío, ministro de la Suprema Corte de Justicia, ha dado una atendible voz de alarma: “Lo que ahora corresponde hacer es trabajar para que las cosas pasen: capacitar, entrenar, crear o establecer son las palabras que exige la reforma”. Si simplemente esta se sigue celebrando, agrega, “en pocos años estaremos peor que ahora, con una agravante: la legitimidad del derecho y de quienes lo aplican se habrá ido al traste” (Este País, 255).

El enjuiciamiento penal debe tener como finalidad hacer prevalecer la razón en el enjuiciamiento: establecer, en un plazo razonable, la verdad de los hechos que son motivo de la acusación.

“Si una creencia mía se apoya en argumentos racionales —razona Savater—, no pueden ser racionales solo para mí. Lo característico de la razón es que nunca es exclusivamente mi razón. De aquí proviene la esencial universalidad de la razón, en la que los grandes filósofos como Platón o Descartes siempre han insistido.”
Si el fallo con el que culmina el proceso es razonable, es decir, contiene argumentos convincentes para todo aquel que los atienda seriamente, se estará cumpliendo el objetivo del juicio.

La justicia penal deseable requiere, además del formato adecuado y aun con mayor urgencia, de órganos de la acusación, policías, peritos, defensores y jueces altamente profesionales, aptos, con sólida vocación de justicia, honestos, entusiastamente comprometidos con sus respectivas tareas y razonables.

Plantearse esto, considerando la justicia penal que hoy padecemos —de caricatura, lamenta Ana Laura Magaloni—, parece un objetivo muy ambicioso, pero un país que quiere ser moderno, democrático y regirse por un auténtico Estado de derecho no puede aspirar a menos.

Como casi todo en la vida, esa justicia penal no la obtendremos como un regalo de los dioses, sino trabajando intensamente y dando los pasos necesarios en la dirección acertada para lograrla.

_____________________________

LUIS DE LA BARREDA SOLÓRZANO, coordinador del Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM, fue fundador y presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la unam, es profesor de derecho penal en dicha universidad y en la UAM. Entre sus obras se encuentran Los derechos humanos, una conquista irrenunciable; El jurado seducido; El pequeño inquisidor, y ¿Qué es esta monstruosidad?

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