En este artículo, nuestros autores hacen un repaso de los sistemas de valores que han predominado en la historia occidental. Una vez derrumbadas las certezas religiosas, la Filosofía fue incapaz de dar respuestas y, en algunos casos, sus reflexiones éticas condujeron a formalismos vacíos. El relativismo moral dio paso al choque permanente de intereses, a la incomunicación convertida en intolerancia y a la erosión del tejido social. La solución a tales problemas podría radicar en la construcción, mediante la reflexión, de un sistema sólido de valores.
A lo largo de la historia del mundo occidental, la enseñanza de los valores estuvo tradicionalmente asociada a la educación religiosa, en específico al catolicismo, pero también a las otras dos religiones de Abraham: la Judía y el Islam. La Iglesia Católica puso los valores cristianos en el centro de su discurso y logró difundirlos a gran escala en la sociedad como parte de un sistema continuo que no marcaba distinciones entre el sujeto y la colectividad, entre la vida y la muerte, el interior del hogar y el mundo externo de la sociedad, la casa, el templo y la escuela.
Esta enseñanza de los valores fue normativa, prescriptiva y fundamentada en un poder (el divino) que no dimana del sujeto. Los 10 mandamientos recomendaban a Moisés que “no tolerara la desobediencia”. Muy aparte de las convicciones religiosas individuales que se profesan, la limitación de la enseñanza de los valores al mundo de la religión trajo consigo consecuencias adversas cuyos efectos observamos hoy. La más importante de todas es la aplicación de los valores como categorías fijas a partir de dogmas, en un sistema de castigos y recompensas que, al parecer, llama más a la obediencia que a la reflexión.
Otra consecuencia significativa fue colocar en el centro del sistema de valores a una figura trascendente en un ámbito sobrenatural, el dios que juzgará a vivos y muertos para determinar su salvación o su condena de acuerdo con sus acciones. El problema básico de este enfoque consistió en incapacitar parcialmente a los individuos para la genuina reflexión ética que, más que las normas, debe ser la base sobre la que el sujeto ha de apoyarse para determinar el curso de sus acciones.
Luces de la Ilustración
Durante la Edad Media, bajo la hegemonía de los Estados clericales en el mundo occidental, la reflexión axiológica estuvo limitada a unos cuantos pensadores dentro y fuera de la Iglesia. Más allá de Agustín de Hipona (354-430) y Tomás de Aquino (1224-1274), la gente común, dedicada solo a “vivir su vida”, permaneció ajena a esta clase de inquietudes y, en general, a cualquier indagación o consideración distinta al mundo de los dogmas. El protestantismo, iniciado con los Cuestionamientos al poder y eficacia de las indulgencias de Martín Lutero, fue una bocanada de aire fresco en este sentido. Ya en las 95 tesis (1517) hallamos una clara invitación a la reflexión ética y a la toma de conciencia, aun dentro del contexto religioso.
La era de los descubrimientos y la revolución científica dieron un golpe de timón al desarrollo de la cultura occidental, cuyo signo principal fue la indagación del mundo y la diversidad de sus fenómenos a través de la razón: movimiento intelectual que habría de conocerse como Ilustración y cuyo signo más poderoso, la revolución copernicana, supuso un duro impacto para la doctrina católica y sacudió todos los ámbitos intelectuales. En su célebre ensayo de 1784, ¿Qué es la Ilustración?, Immanuel Kant la consideraba como “la salida del ser humano de su minoría de edad”, definida como “la incapacidad del hombre de servirse de su propio entendimiento”. Kant reconoce que en la fase anterior de la humanidad (caracterizada por la falta de decisión para abandonar la conducción ajena), el propio individuo —para fines de nuestro ensayo, el “sujeto de decisiones morales”— ha sido cómplice por pereza y cobardía. Kant hace una invitación a la ética, en la que se pide al individuo hacer uso de su conciencia moral sin por ello tener que renunciar a sus creencias o convicciones religiosas.
Las consecuencias más visibles de la Ilustración fueron el progreso científico y la transformación del Estado y de la sociedad en la que desempeñó un papel central la secularización y la separación entre Iglesia y Estado, proceso largo y conflictivo que dio lugar a episodios bélicos tales como los ocurridos en nuestra Guerra de Reforma, cuando se enfrentaron liberales y conservadores. Con el tiempo, el triunfo casi uniforme del liberalismo condujo a la laicidad de la educación, como presunta garantía de la libertad de conciencia por la no-imposición de las normas y valores morales propios de una religión en el proceso educativo.
Ilusiones perdidas
Los filósofos responsables del desmantelamiento del viejo orden intelectual confiaban en que una vez despejadas las tinieblas, sería inevitable que los seres humanos se ilustraran a sí mismos haciendo uso de la razón. Si bien la apuesta por esta última condujo al progreso científico y tecnológico detonado por la Revolución Industrial, no llenó los espacios vacíos que antes ocupaba el discurso religioso.
El viejo sistema de valores y la promoción educativa de estos se derrumbó parcialmente y entre sus ruinas proliferaron sistemas de valores/creencias impuestos por los discursos dominantes, generalmente asociados a intereses de poder, como se hizo patente con la llamada “educación cívica”, en la que el repertorio de dogmas y mandamientos fue reemplazado por la memorización de leyes y principios del Estado. No despertó, sin embargo, la reflexión independiente y autónoma sobre las decisiones morales que —como sabemos hoy— marca las condiciones de posibilidad para la ética.
En el contexto de los experimentos y conflictos históricos que signaron desde su inicio el siglo xx (con el estallido de la Primera Guerra Mundial), la humanidad se sumió en una espiral de violencia bélica y el individuo cayó en uno u otro de los dos polos diferenciados por el psiquiatra Viktor E. Frankl: el conformismo, querer lo que otros hacen, o el totalitarismo, hacer lo que otros quieren. Atendiendo a una cuestión meramente formal, sin emitir juicios de valor sobre el contenido de esos discursos tan diversos que van desde la manipulación para el exterminio de millones (llamados, paradójicamente, “minorías”) hasta las inofensivas prácticas esotéricas de adorar cuarzos y velas, todos y cada uno suspendieron su capacidad, su necesidad, su potencial de pensar, transformar, depurar, renovar o recuperar los valores y privilegiar la reflexión ética.
El fracaso estrepitoso de muchos de esos discursos (la caída de los fascismos europeos, el fin del socialismo y la crisis de la economía global que hoy vivimos) no lograron, sin embargo, despertar la racionalidad de los sujetos históricos o animarlos a enfocar disciplinadamente su atención en el tema de los valores; por el contrario, dichos sujetos se volvieron mucho más vulnerables a la adopción de casi cualquier discurso con el que pudieran delegar su responsabilidad moral siguiendo instrucciones.
Lo que dice la Filosofía
Lo único que parece haberse transformado en este largo proceso es la hegemonía de un aparato de control único (la Iglesia) como árbitro de los valores, seguida por la multiplicación de instancias que dictan o imponen conductas disímiles y hasta contradictorias entre sí. Este proceso ha derivado en lo que hoy llamamos “relativismo moral”, un horizonte donde cada quien se posiciona en una trinchera para defender valores aislados o “sistemas de valores” que no son tales, conduciendo así a un choque permanente de intereses, a la incomunicación convertida en intolerancia y a la erosión del tejido social manifestado en los signos de nuestro tiempo: depresión, agresión, adicción.
La Filosofía, llamada en esta situación de emergencia a prestar un servicio indispensable a la sociedad, no logró abonar mucho. En algunos casos sus reflexiones éticas condujeron a formalismos vacíos que derivaron en peligrosas contradicciones, como el famoso caso del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann que, al ser cuestionado sobre sus crímenes, aseguró haber seguido el imperativo categórico de Kant en el sentido de dar primacía al ideal de un conjunto establecido de valores sobre lo humano. En su conjunto, esta situación nos refiere a la famosa cita de Max Weber: “Puesto que no hay verdad en los valores y el cielo se ha venido abajo, que cada quien combata por sus dioses”.
Esa idea y ese proceso se convirtieron en el signo de la posmodernidad y en las características que han sido la marca de nuestra generación: el interés concentrado en el presente; la primacía de lo inmediato; la pérdida de fe en la razón y en la ciencia; el subjetivismo y el relativismo como respuestas a la pluralidad de opciones que ofrece el mundo; la desconfianza en el Estado y en los poderes públicos; la indiferencia ante la injusticia; la desaparición de los idealismos; la renuncia a cualquier programa o proyecto de superación individual; la multiplicación de las espiritualidades alternativas y un pulsante catastrofismo que recurrentemente anuncia el fin del mundo, como lo es el interesante caso de la llamada “profecía maya”.
Este catastrofismo es, en especial, un interesante signo del malestar que se vive en un medio en el que, más allá de lo expresado por Weber, no todos los valores se han venido abajo (los tradicionales del esfuerzo y la constancia han sido reemplazados por el ocio y el oportunismo). Lo que ha ocurrido es que no hemos sido capaces de alertar a la colectividad y de alertarnos a nosotros mismos sobre la importancia de construir un sistema consistente de valores mediante la reflexión y mediante una estrategia para saber valorar consistentemente. No se trata aquí de establecer el ingenuo rasero entre buenos y malos, sino de destacar a quienes reflexionan sobre sus acciones morales y sobre el impacto que tendrán, y en consecuencia las efectúan de un modo racional y justificado.
Educar en valores
En la medida en que los valores y la capacidad de valorar se encuentran en la base de nuestra acción cotidiana y “terrenal”, es redundante enfatizar la importancia de la educación en valores que, a pesar de su apariencia secundaria, incide en la forma y calidad de vida de cada persona y del conjunto de la sociedad. Tan es así que la noción de formación ética se introdujo al currículo de los diversos sistemas educativos del mundo, incluyendo el mexicano, en primaria y secundaria.
El aspecto más esperanzador de este hecho no es solo el interés en el tema, sino el modo de aproximación a su enseñanza, expresado en las introducciones y antecedentes de los programas correspondientes: capitalizando los logros y errores del proceso que hemos descrito en los apartados anteriores, el programa de la materia “Formación cívica y ética en la escuela primaria II”, planteado por la Secretaría de Educación Pública, no se reduce “a la enseñanza declarativa de un código de valores y principios, ni mucho menos al aprendizaje memorístico de los derechos y deberes (el problema del viejo civismo)”, sino que busca “propiciar la reflexión y el ejercicio de valores compartidos y de formas de convivencia basadas en el respeto, la responsabilidad y la tolerancia”. Por primera vez, se reconoce que la educación en valores es una suerte de “enseñar a pescar” y no la administración de contenidos.
Esta inquietud nacional hace eco de un fenómeno internacional, el cual ha hecho patente la importancia de educar en valores mediante la proliferación de libros dedicados al tema. Estos textos, tal como señala William J. Bennett —autor de El libro de las virtudes—, buscan establecer un “alfabetismo moral”. La intención no se ha limitado a instancias públicas y cada vez se extienden más los proyectos privados orientados a ese propósito. Mientras las autoridades oficiales reconocen que la educación en valores propicia el fortalecimiento del desmadejado tejido social que heredamos del siglo xx, la iniciativa privada se percata —más allá de la filantropía al viejo estilo— de que esta resulta esencial para la sustentabilidad de su negocio: los mercados pueden colapsar en las comunidades separadas de los valores que, de una u otra forma, deben consolidar la vida en sociedad.
La experiencia de Fundación Televisa en ese ámbito ha dado signos alentadores y estimulantes. Su campaña de valores inició, como comienza toda filosofía, con una pregunta que apela a la conciencia moral de los receptores y que es mucho más que un slogan publicitario: “¿Tienes el valor o te vale?”. De este cuestionamiento se derivaron, en un proyecto que lleva ya siete años, diversos productos editoriales, incluyendo un sitio de internet, la serie de libros Vivir los valores y el Calendario de Valores que, con el apoyo logístico y de supervisión de contenidos realizado por la sep, hoy se distribuyen en todas las aulas de la escuelas primarias públicas del país, acompañados de una guía para el docente.
Concebidos como material extracurricular en el ámbito de la educación informal, estos productos no renuncian a mencionar ejemplos e indicar ciertas pautas de conducta, tentación difícil de resistir en el contexto de violencia y deshumanización que han caracterizado a México en las últimas décadas. Sin embargo, adoptando el modelo constructivista de la educación contemporánea, invitan constantemente al lector a reflexionar y lo refieren siempre a sus experiencias cotidianas, relacionadas con la toma de decisiones en el ámbito privado del hogar pero también en los espacios comunitarios del barrio, la escuela, la ciudad y el país.
El proyecto se enfoca en el público infantil, pero también habla a los maestros y adultos responsables del menor para crear una sinergia en beneficio de todos los participantes. Lo anterior, habida cuenta de que el mundo de los valores y de la reflexión ética debe permear a las distintas generaciones y espacios discursivos si queremos esquivar los riesgos del subjetivismo y del relativismo morales.
La respuesta a este proyecto, reflejada en los millones de ejemplares desplazados, los patrocinadores que lo hacen posible y las miles de visitas a nuestro sitio de internet, es la prueba fehaciente de la inquietud que el tema de los valores despierta en las más diversas capas y sectores de la sociedad que, sin saberlo, están aceptando la centenaria invitación de Kant de atreverse a preguntar e indagar, en una actitud intelectual contrapuesta al conformismo de las respuestas prefabricadas, una tarea cuya verdadera riqueza está en el camino más que en la llegada. En esa ruta reaparecen los conceptos del humanismo clásico que hoy parecen relegados o son, incluso, palabras en desuso como civilidad, compasión, convicción, persona, prójimo o dignidad. Regresan al centro del pensamiento y de los afanes cotidianos, la búsqueda del desarrollo, el crecimiento y la felicidad de la vida.
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ALICIA LEBRIJA HIRSCHFELD estudió Economía en el itam y la maestría en Leyes y Diplomacia en la Fletcher School de la Universidad Tufts. Es Presidenta Ejecutiva de la Fundación Televisa, donde ha encabezado el programa Vivir los Valores. LUIS RAFAEL MUÑOZ SALDAÑA, licenciado en Filosofía por la unam, es autor de los libros de la serie Vivir los Valores.