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Algo ultraterreno
Cultura | Erotismos | Este País | Andrés de Luna | 01.04.2012 | 0 Comentarios

Apenas rebasados los cincuenta años, Victor Hugo (1802-1885) encontró en el espiritismo una respuesta a sus inquietudes acerca de lo supraterreno. Con el auxilio de Georges Guénot, un amigo de la familia, se inició en la residencia de los Hugo el contacto con seres fallecidos. El político y el escritor, la primera figura de Francia en el terreno de las letras, de pronto asimilaba las lecciones de otro mundo, y prueba de ello fueron sus notas publicadas bajo el título de Conversaciones con la eternidad (Diana, 2002), en las cuales se reconstruyen los momentos en que Mozart, Platón, Moisés, Dante, Galileo, Judas, Cristo, Juana de Arco y toda clase de personajes llegaron hasta los rumbos del Canal de la Mancha para “manifestarse” en sesiones memorables.

Cierto es que la muerte de Leopoldine, hija amadísima de Victor Hugo, creó una atmósfera torturada en el escritor. En tanto que la hija menor, Adéle, padeció los agobios de una experiencia que fue pesadilla de muchos años. La joven se veía envuelta en un remolino de agua que la sumergía en las profundidades hasta devorarla con esa garganta líquida. Entre esa desdicha y los amores fallidos con un militar de ínfima actitud, Adéle sucumbió a los embates de la locura. El cineasta François Truffaut hizo un hermoso y dramático relato en La historia de Adéle H. (Francia, 1975) —homenaje al rostro de la bellísima actriz Isabelle Adjani. Claro está que Victor Hugo supo mediar entre el espiritismo y la carnalidad que suponía la presencia de su amante en la isla y los encuentros carnales con sus dos sirvientas.

La fascinación por esos temas incide en espacios como el del cementerio parisino de Père-Lachaise, en donde una de las tumbas más populares y, por lo mismo, que concilia una infinidad de visitantes es la de Allan Kardec, iniciador y teórico de las sesiones referidas a la comunicación con los espíritus. Miles de flores llenan el breve espacio que tiene ese monumento fúnebre, del que se prohíbe tomar fotografías, pues se venden las postales de ese homenaje póstumo al hombre que desató las amarras entre este mundo y el más allá. También el pintor y escritor Fernando Pereznieto dejó constancia de las sesiones espiritistas en la casona blanca que, si el dato es fidedigno, en algún momento perteneció al político Ezequiel Padilla (ahora es la Casa del Tiempo, centro cultural de la UAM), y en donde el artista se percató de forma contundente de un entorno que le era ajeno, todo esto porque Jorge, su hermano fallecido, se “manifestó” ante los ojos incrédulos de Pereznieto. El relato de semejante experiencia quedó plasmado en el volumen Encuentros (UAM-Azcapotzalco, 1997). Si siente un roce frío a la altura del cuello, mejor cálmese y vea la noche estrellada.

La casa infernal (Minotauro, 2011) de Richard Matheson retoma el tema emblemático de los espacios que guardan la presencia de espíritus malignos. El caso más célebre del siglo XX fue el de Amityville, que tenía el estigma de un acto criminal múltiple el 13 de noviembre de 1974. Para el cine fue un tema ideal y por lo menos existen diez cintas sobre el tema y sus variaciones, la primera de 1979 con un resultado lamentable de Stuart Rosenberg.

En fin, que Matheson, el gran maestro del horror y del suspenso, el autor del clásico Soy leyenda, fue tras la rebanada del pastel y escribió La casa infernal, novela que tiene muchos méritos, uno de ellos es el de probar la mezcla de horror y erotismo. Asunto que con singular picardía experimentó Marco Tulio Aguilera Garramuño —colombiano afincado en Jalapa— en el relato “Visitas nocturnas”, incluido en Los grandes y los pequeños amores (1992). Texto que incluye fantasmas lúbricos. Si al principio del espiritismo la intelectualidad quiso admitir el aspecto legendario de la existencia de otros mundos más allá de la muerte, pasado el tiempo las variantes de semejante apertura han estado a la vista. En la novela de Matheson, una cuarteta de personajes, el matrimonio Barret, Fischer —un médium sobreviviente de una experiencia anterior en la Mansión Belasco— y Florence Tanner —una atractiva pelirroja que es otra psíquica—, tratarán de descubrir el misterio de la residencia embrujada. El edificio es inmenso y está rodeado de pantanos de hedor indecible, las ventanas del lugar están tapiadas y todo posee un aura sepulcral. Al principio de La casa infernal está enunciado aquello que dice Giorgio Agamben en Profanaciones (Adriana Hidalgo Editora, 2005): “No hay nada más simple y humano que desear. ¿Por qué, entonces, precisamente nuestros deseos nos resultan inconfesables? El cuerpo de los deseos es una imagen. Y lo que es inconfesable en el deseo es la imagen que nos hemos hecho. Comunicar los deseos imaginados y las imágenes deseadas es la tarea más ardua. Por eso la postergamos. Hasta el momento en que comenzamos a entender que permanecerá aplazada para siempre”.

En el libro, la sexualidad tiene aspectos difusos, ondas en la memoria que impiden verla con claridad. Con gran habilidad Matheson jugó con sus personajes. Todos ellos manifiestan una voluntad represiva que los lacera. Tan solo enfrentarse con una mansión que fue escenario de orgías multitudinarias y actos de vouyerismo, así como de drogadicción y alcoholismo, de entrada confrontan el ánimo —de apariencia impoluta— de los encargados de revelar el misterio. Una escena espléndida es cuando Edith, esposa de Barret —líder de la misión—, es enviada para vigilar que la psíquica carezca de elementos que pudieran falsear la sesión espiritista:

Florence, que ya se había quitado la falda y el jersey, estaba inclinada hacia delante, bajándose la combinación. Tras enderezarse, la colgó sobre el respaldo de la silla y se llevó los brazos a la espalda para desabrocharse su sujetador blanco. Edith se apartó. –Lo siento —murmuró. –Sé que es…
–No se preocupe —dijo Florence—, su marido tiene razón, es el procedimiento habitual.

Edith asintió, manteniendo los ojos fijos en su rostro mientras la médium colgaba el sujetador en el respaldo de la silla. Cuando la médium se inclinó para quitarse los calzones, Edith bajó la mirada y se quedó sorprendida al ver la abundancia de sus pechos. Levantó los ojos rápidamente. Florence se enderezó…

Florence se llevó ambas manos a la cabeza para quitarse las horquillas del cabello. Con el movimiento, sus pechos se impulsaron hacia delante y sus duros pezones rozaron el jersey de Edith. Esta retrocedió al instante, observando los densos mechones de cabello rojo que caían sobre sus cremosos hombros. Era la primera vez que examinaba a una mujer tan bella… Advirtió la fragancia de su perfume Balenciaga… Edith contempló su cuerpo con atención: la pesada redondez de sus pechos, la curvatura de su estómago, la abundancia de sus níveas caderas, el lustroso vello cobrizo de su entrepierna… Era incapaz de apartar la mirada. Sintió un intenso calor en el estómago.

Poco a poco se descubrirá que Edith es una mujer que ha vivido en el sacrificio sexual impuesto por un marido impotente y de inmensas restricciones religiosas. Por ello, su encuentro con Florence tiene el sello de las revelaciones. Contemplar un cuerpo así es adentrarse en el deseo. Poseída por esos impulsos, achacados a la energía de la casa, también desnudará su cuerpo y tratará de poseer con violencia a Fischer. En tanto que en un sauna procurará el goce erótico con su marido sin obtener respuesta alguna. Matheson hace que sus protagonistas revelen su ser a través de sus sombras. Barret quedará reducido a la nada, humillado por las actitudes lúbricas de su esposa, que antes le proclamaba fidelidad absoluta. En cambio, Florence tendrá un engañoso romance supraterrenal que comenzará cuando se narra que “una mano acarició sus glúteos”. El fantasma lascivo procurará que la mujer agobiada de castidad se libere e incluso tenga sexo con él. Ella encontrará que su libido está desbordada. Todo esto mientras los hombres se muestran cautelosos al extremo. Fischer es acusado de “marica” porque ignora los requerimientos de Edith y de Florence. En definitiva el horror propicia la caída moral y como establece Paz: “Es un vértigo, un vahído”. La cuarteta de personajes quedan expuestos a la mirada sobrenatural de Belasco, que los observa, los espía y se introduce en sus conciencias. El deseo lo cubre todo y cada uno busca un dique para tolerarlo. Tal vez el mayor fantasma sea el que cada uno ha creado, al que cada uno ha dado vida desde los ecos mismos del horror, porque el verdadero horror está en el reconocimiento del cuerpo, en el reconocimiento del deseo y, peor aún, en la imposibilidad del goce. ~

——————————
ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998); El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), y su última publicación: Fascinación y vértigo: la pintura de Arturo Rivera (2011).

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