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Los periplos del sueño
Cultura | Erotismos | Este País | Andrés de Luna | 01.11.2012 | 0 Comentarios

Figuras de jóvenes yertas por un somnífero, de cuerpos tibios y olores gratos son parte de una fantasía que concibió Yasunari Kawabata en La casa de las bellas durmientes (Caralt, 1978). Imágenes literarias sumergidas en una atmósfera mortecina, en donde ancianos próximos al deceso fúnebre buscan la compañía de una muchacha anestesiada, virgen es la condición, para cumplir una fantasía en la que solo tendrán la cercanía de la mujer sin que se pueda establecer un coito. Tiempos anteriores al viagra y con el espíritu japonés por delante, en donde los fantasmas del deseo cruzaban los umbrales de la muerte próxima. Poesía que condensaba una manera de asimilar y ver el mundo. El texto escrito en 1962 ha tenido una influencia clara en el ámbito de las letras y en el del cinematógrafo. Antes de esto, entre las “bellas durmientes” existe una que me llama la atención, ella es Amina, personaje de la ópera La sonámbula (1831) de Vincenzo Bellini. Esta joven que tiene el padecimiento del título. En una ocasión aparece acostada en el lecho del conde Rodolfo. Ella va y se mete a la cama del aristócrata, un hombre que conoció en la infancia y que es una especie de amigo de la familia. Él, ante una dádiva semejante, siente el cosquilleo en las partes nobles, pero triunfa la responsabilidad moral y lo único que hace es permitir que Amina repose su sueño en ese lecho prohibido. Ella está comprometida y, otra mujer celosa, la denunciará con tal de obtener el amor del hombre que ama y cuyos afectos corresponden a la sonámbula. Por ello es infamada, después tendrá que reconocer su problema. ¿Cómo se podría ver un personaje como el ideado por Felice Romani, libretista de la obra musical? El pícaro persistía, solo que anclado en una ópera en que todo transcurría sin agravios al pudor, o al menos las cosas se diluían para luego resolverse de manera feliz.

Algo que sale a flote es que las bellas durmientes convocan al rapto, a la violación. En la lasitud indefensa del sueño, un hombre llega y, al encontrar la situación propicia, trata de aprovecharla, de encontrar el cauce de sus deseos, solo que lo hace sin el consentimiento de la joven que se encuentra desvalida. ¿Es este un asunto que se repite con una regularidad que causa desconcierto? Pues ocurría desde el texto de La bella durmiente (1634) de Giambattista Basile y con una serie de hitos, entre los que se encuentra Hable con ella (2002) de Almodóvar. ¿Quién podría pasar por alto la violación del enfermero Benigno (Javier Cámara) a la hermosa Alicia (Leonor Watling), quien ha estado en coma a lo largo de varios años? Él la ha cuidado y aseado, y ha entrado en intimidad profesional, que luego devino en rapto. La durmiente aguarda algo y los que esperan crean una codependencia con el que debe llegar. Ese espacio temporal es un tiempo en fuga. ¿Quién le da cauce? ¿Quién le otorga sentido? ¿Hasta qué punto podría decirse que una bella durmiente recupera el tiempo perdido cuando la despierta el príncipe o el personaje capaz de hacerlo? Algo de esto reflexionó la ensayista Kelly A.K. en su espléndido texto La espera: Seducción de las bellas durmientes (Textofilia, 2011).

Por otro lado, una mujer dormida es incapaz de mentir, de defenderse o de compartir aquello que un extraño le haga o le proporcione. El aletargamiento otorga los beneficios de la apertura, de lo que queda exento, en apariencia, de prohibiciones. Cómplice que oscila en la paradoja de estar de acuerdo mediante un pago que la enfrente con el misterio de lo que ocurrirá esa noche.

En Kawabata estaba el juego de la posibilidad imposible. Los viejos llegaban al burdel en busca de lo que han perdido, ellos, los viejos, van a contracorriente: la firmeza de sus cuerpos juveniles, la lisura de las pieles, las secreciones de los sexos y todo lo que eran ellas quedaba un paso antes del estupro. Los ancianos debían conformarse con tocarlas, aspirarlas y besarlas. Suavidad de viento, esas caricias se desvanecen porque tienen sus propios límites: lo que ha quedado prohibido y lo que resulta imposible por la impotencia. El paréntesis de eros se abría ante esa circunstancia de culto al objeto sagrado. La escala siguiente era el abatimiento de la muerte. El carácter que convocaba Kawabata se ha ido en novelas como Memorias de mis putas tristes (Mondadori, 2004), tal vez la única novela fallida de Gabriel García Márquez. Homenaje al premio Nobel japonés que, en realidad, fue un esfuerzo por darle cuerpo y vida a un periodista de 90 años, “El sabio”, que consuela sus decadencias con una adolescente adormilada por una droga. Después de ese descalabro, la versión fílmica del danés octogenario Henning Carlsen, cinta del 2001, es un esperpento, una película lamentable, ausente de calidad. Todavía espera su exhibición en el Distrito Federal luego del escándalo suscitado por los comentarios adversos al abuso contra las mujeres de la periodista Lidia Cacho, alegato que incluso tocó la figura de García Márquez. Mucho mejor resulta el filme de la australiana Julia Leigh, La bella durmiente (2011). Retrato de una decadencia autodestructiva que encarna el personaje de Lucy (Emily Browning), una muchacha un tanto andrógina, delgada hasta los huesos, pequeña y poco agraciada, que se prostituye para pasar el tiempo. Obtiene ganancias y luego quema los billetes. Vive a la deriva hasta que encuentra un empleo: dormirá con ancianos. Ellos tienen la prohibición de penetrar a las cautivas del sueño. Podrán tocarlas, lamerlas, olerlas, hablarles con insultos o con halagos, pero deben respetar las reglas. Además, es imposible filmar lo que pasa durante las sesiones. Leigh creó una cinta de atmósferas, un trabajo admirable en un filme discreto. Una ópera prima de la novelista Leigh que se sumerge en aguas turbias para nadar hacia la orilla. En la última escena aparece el grito primal del renacimiento de una adolescente atrapada en la podredumbre.

Los cuerpos de las bellas durmientes tienen mucho de hipnótico. La mirada se desliza por ese conjunto de sinuosidades que están cargadas de secreto; establecen su aura y juegan con la caricia de quien mira. Pero el ojo también quiere anticiparse, prefigura lo que encontrará, crea la expectativa y todo deviene en deseo, en esa acción profunda que suscita la catástrofe. De hecho, “la mirada se crea —según anota Kelly— a partir del deseo”. Lo que acontece a través de las bellas durmientes está más allá de los ojos, es divagar por un camino que zigzaguea para terminar a la deriva. “Ya se sabe que la espera es un vivir en el tiempo”, insiste A.K. El que espera conserva la paciencia antes de entrar en la desesperación. Tertuliano, en su Tratado de la paciencia, observaba que esta era la “virtud suma”. El paciente renuncia a la soberbia y se queda en la contemplación de lo que vendrá sin importarle que esto suceda con premura o con lentitud, él espera sin aspirar a nada. Las bellas durmientes están pasivas sin estarlo, al ser seres de contemplación, dejan abierta la temporalidad. Sus cuerpos quedan suspendidos en el follaje que está en reposo a la espera del viento, que las sacuda, que les robe el silencio y que les otorgue la palabra justa para orientar lo que se convertirá en presente y en futuro a la vez. ¿Qué esperan las bellas durmientes?
Podría decirse, auxiliado por Pound: “ellas no son sino la espera que les confiere la existencia”. La durmiente seduce en su aparente inmovilidad, en su lasitud mortecina. Habría que recordar que la seducción es una de las tantas formas que adopta la mentira, pues la seductora arma su espejismo y se deja contemplar. Aquí habría que citar a Ungaretti cuando dice: “Morirás como las alondras en el espejismo”. Si el intruso despierta a la durmiente rompe el hechizo, acaba todo. Lo importante es conservar el simbolismo. La figura de espera que aguardó con renovados bríos fue Penélope. Durmió a sus pretendientes, a los que alejó con evasivas, invirtió la fórmula. Ulises llegó con ojos ávidos para contemplar a la mujer amada luego de un largo periplo cargado de tentaciones. Esos son los periplos del sueño. ~

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