La idea es bastante sencilla: las características más esenciales de nuestra cultura pública (y por esto me refiero a nuestro pensar político, sí, pero también a nuestro comportamiento social) se han ido plasmando con el pasar de los años en ciertas simbologías reveladoras. Simbologías, claro está, también físicamente inevitables.
En nuestro país son complejas las implicaciones y los cruces de nuestro sentir social, pero sus manifestaciones materiales son más que evidentes: las avenidas principales de nuestras ciudades más importantes siempre implican una acción revolucionaria (Reforma, Insurgentes, Independencia, Revolución), nuestro mentor político es un organismo vivo y dinámico que, a pesar de todo, ha evolucionado poco tras casi un siglo de historia (de ahí su nomenclatura imposible, la de la “Revolución Institucionalizada”) y no hay campaña política en nuestro pasado y nuestro futuro que no prometa repartir los frutos nutrientes y ricos del “cambio”.
La simbología política y social de México indica una suerte de contradicción utópica entre lo estático y lo dinámico, la promesa de la liberación eterna siempre y cuando el agregado social se encuentre, en todo momento, atrapado en una zanja. El término es poco elegante, pero revelador: estas tierras parecen condenadas a la potencia irrealizable del ya merito, a la esperanza infundada (porque en su decir hay un reconocimiento del fracaso, de lo inmóvil) del sí se puede, a la madre que ve a su hijo nacer siempre resguardada por la institucionalidad del Estado (como se retrata en el icono del ISSSTE).
En los Estados Unidos hay una claridad simbólica equivalente. Sembrada en una profunda convicción y cultura religiosa (tema cuyo desarrollo sin lugar a dudas rebasa los límites de este texto), la idea pública para nuestros vecinos del norte siempre resuelve alrededor de las mismas ideas: el progreso como renuncia al pasado (solamente se mencionan a los Padres Fundadores, pero no como referentes históricos sino como profetas del futuro), la reafirmación de una dirección correcta hacia adelante (la idea de “cambio”, entonces, no es más que de “reajuste” hacia un objetivo común), la suma importancia de la acumulación material individual (que, de nuevo, niega al pasado y obliga a una producción constantemente novedosa) y la concepción, evangelizadora en su sentido más puro, de que la reafirmación moral confirma la corrección de todas sus decisiones (es decir, una necesidad permanente por identificar alguna otredad y darle connotaciones malignas). Las miras hacia adelante siempre van a corresponder, pues, al beneficio moral y material (porque aquí no hay mucha diferencia) de un individuo.
Hace unas semanas, el vicepresidente Joe Biden se encontraba eufórico, rodeado de seguidores en el atril de alguna plaza pública. Dijo, con vehemencia y furia, golpeando la mesa que se encontraba frente de él: GENERAL MOTORS IS ALIVE (en referencia al rescate financiero que su gobierno hizo de la industria automotriz), OSAMA BIN LADEN IS DEAD!
La frase, sencilla e impresionante, resume todo el armado histórico y cultural del país al que representa.