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Helena Okón | 16.03.2012 | 0 Comentarios
La magia del monstruo radica en su ausencia. En poder ver tan sólo trocitos de él. Debajo de la cama, detrás de la puerta, arriba de un árbol, dentro de una caja. Sólo fragmentos, nunca el monstruo entero. Cuando por fin se le mira del todo, el monstruo se convierte en otra cosa: se convierte en explicación y ya no misterio. Adquiere forma, sentido, se le puede analizar con pinzas y lupas. Se le puede, si no explicar, al menos convertir en evidencia.
Todos hemos visto, en más de una película hollywoodense, a cuerpos alienígenas estirados sobre planchas de disección, toqueteados por miembros secretos del gobierno gringo. Evocan más caridad que miedo con sus ojos gigantes y brazos enclenques. Es imposible que esos flácidos cuerpos verduzcos evoquen el mismo terror que un haz de luz emanando de un OVNI. El monstruo evidenciado pierde su fuerza. Por eso películas míticas como “Alien. El octavo pasajero” de Ridley Scott—donde el monstruo rara vez aparece de cuerpo completo—, o “Psycho” de Hitchcock—donde la escena de la regadera hace todo por esconder al asesino—, son narrativas tan efectivas, porque en ellas el monstruo permanece semi-visible e indescriptible, casi todo el tiempo.
Estamos acostumbrados a controlarlo todo, a saberlo todo. Lo que no podemos moldear nos aterroriza. Por eso le tememos tanto a la enfermedad y a los monstruos. H.P. Lovecraft, quien esta semana cumple tres cuartos de siglo de haber muerto, fue un maestro del terror puro que supo desplegar al máximo ese crucial striptease del cuerpo del monstruo. En sus textos la presencia del horror corpóreo se desliza de una ausencia premonitoria hasta una presencia paralizante.
Como con la enfermedad, el terror al monstruo empieza cuando uno todavía no lo ve. Esa reacción inicial de miedo surge en un instante irrepetible que se sustenta en la primera mirada desde la lejanía que permite una vista parcial del monstruo. La primera presencia del monstruo de “En las montañas de la locura”—magna obra de Lovecraft escrita hace 81 años y cuya narrativa de horror permanece absolutamente vigente—se lee en las consecuencias de su existencia, en su paso por el mundo. Al inicio del cuento se lee ya el terrorífico final marcado por “la pérdida… de toda la paz y el equilibrio que la mente normal posee gracias a su acostumbrada concepción de la naturaleza externa y de sus leyes”. El misterio del desmoronamiento de estas leyes y el lento trayecto que se construye desde el primer atisbo de la presencia de la monstruosidad, el acontecer de su historia, hasta su aparición absoluta, plena, desconcertante, se construye a través de la forma más pura del suspenso. Cuando finalmente hace su aparición “el monstruo” en su complejidad casi inasible, y cuyo terror último se mantiene invisible ante el lector, el camino del pavor ya quedó asentado.
Los monstruos de Lovecraft saben esconderse muy bien dentro de las letras hasta el momento exacto de su revelación oportuna, y además son difíciles de describir. Aún otorgándoles formas y sombras concretas, ni siquiera la ilustración o el dibujo más preciso logra destilar plenamente la ansiedad que genera la lingüística de su descripción. O más bien, no importa cuan exquisita sea la ilustración, no hay pincel tan exacto como el de la imaginación. Ésta tiene la magia de poder construir cuerpos a partir de parcialidades. La imaginación, al contrario del dibujo, no tiene que resolver todos los aspectos de la monstruosidad. En la mente no todo tiene que estar. No importa cómo sean las patas del monstruo si con la cabeza tenemos suficiente para no poder dormir. Aún así, existe toda una tradición de ilustración de la obra de Lovecraft, y con suerte, algún día verá la luz un proyecto cinematográfico de Guillermo del Toro de “En las montañas de la locura”.
Una mirada ejemplar ya concretada sobre los seres inventados por Lovecraft se puede mirar en la versión de “En las montañas de la locura” ilustrada por Enrique Breccia, cuyo padre, Alberto Breccia ilustrara la mítica obra “Los mitos de Cthulhu” de Lovecraft. Otros horrores Lovecraftianos se pueden apreciar en “El horror de Dunwich” ilustrado por Santiago Caruso. Ambos libros están publicados por Libros del Zorro Rojo, editorial barcelonesa ganadora del Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial 2011. Una versión animada de la obra, realizada por el italiano Michele Botticelli puede verse aquí:
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Todas estas versiones visuales de la obra de Lovecraft expanden el universo de su imaginario, pero es un crimen verlas sin antes haber leído la obra de original. Son claro ejemplo de lo fructífera que resulta una obra que evoca recreaciones de la misma, sin jamás permitir que éstas sustituyan a la original.
Nada tan efectivo como lo tan aterrorizador que no se puede describir con exactitud. Lovecraft tenía muy claro que el terror, lo desconocido y la información fragmentada generan una mancuerna perfecta. Sólo podemos temer irracionalmente, desconcertadamente, a aquello que no comprendemos o podremos observar en su totalidad. Este terror a la ausencia de información, a lo innombrado, indescrito, incomprendido, surge tal vez de nuestra existencia en otros siglos, de otros tiempos cuando vivíamos más cerca de los linderos del bosque entre cuyas sombras seres invisibles merodeaban sin pedir nuestra comprensión ni nuestro permiso.
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