Fueron compañeros de muchas batallas y muchas conquistas en pro de la democracia, la transparencia y la rendición de cuentas. La autora mantuvo con Lujambio una relación primero tutelar y después de colaboración, de ideales compartidos y mutua admiración.
Conocí a Alonso Lujambio hace más de 25 años cuando, siendo él estudiante del ITAM y yo profesora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, me visitó para pedirme que leyera su tesis de licenciatura sobre formas de representación política en México. Ese primer encuentro giró alrededor de nuestro común interés académico por comprender mejor el sistema político mexicano. Alonso era, entonces, una joven promesa para la ciencia política mexicana y muy pronto, después de sus estudios de posgrado en Yale, se convirtió en un estudioso muy reconocido.
Diez años después, a finales de 1996, coincidimos como consejeros electorales en el IFE y ahí compartimos siete años de trabajo arduo y cotidiano, orientado por un mandato constitucional, que era la edificación de una institución llamada a colmar una honda exigencia social: contar con una autoridad electoral imparcial, confiable técnica y políticamente y que además se quería “ciudadana”, es decir sin adhesiones o correas de transmisión con el Gobierno y los partidos políticos.
Durante esos años descubrí a Alonso, quien ya para entonces era un intelectual con una vocación a favor de una ciencia política mexicana que explorara nuevos paradigmas de interpretación, que hiciera que el análisis de nuestra realidad política alcanzara mayor profundidad y significación. Siendo un politólogo en sentido estricto, Alonso pugnaba por una interlocución permanente con la historia en primerísimo lugar, pero también con el derecho. Era un pensador que pugnaba por el encuentro entre disciplinas.
En el IFE, Alonso fue convirtiéndose en un líder de los consejeros porque, al encabezar la Comisión de Fiscalización de los Recursos de los Partidos Políticos, se empeñó en que fuera la fuerza de la ley, junto con la de la razón y el interés público, lo que guiara las resoluciones de dicho órgano. La de fiscalización era, sin duda, la más complicada de las comisiones del ife, justamente porque tenía encomendada la revisión de los ingresos y egresos de los partidos para cumplir con uno de los principios sustantivos de las elecciones democráticas: la existencia de condiciones equitativas de competencia.
La integridad ética de Alonso fue su rasgo distintivo, pues más allá de sus simpatías ideológicas, o de sus convicciones políticas, siempre guió sus acciones por los valores de la justicia y la legalidad, aplicando la norma por igual a todos los partidos fiscalizados. Si convenimos que los diferentes temas electorales generan posiciones distintas entre los partidos políticos, de acuerdo con su posición en el espacio político, el tema de la vigilancia de los recursos de los partidos suele concitar su agrupación a favor del interés corporativo de los institutos políticos.
Cuando el IFE enfrentó los dos casos más complicados de fiscalización —el “Pemexgate” y “Amigos de Fox” entre 2000 y 2003—, Alonso se entregó en cuerpo y alma a investigar a fondo si el pri, por un lado, y la coalición del PAN y el PVEM, por otro, habían utilizado fondos que no habían sido reportados a la autoridad, que provenían de fuentes ilegales, o que rebasaban el tope de aportaciones de privados o de gastos de campaña, es decir si se habían violado las normas de la equidad electoral.
Lujambio no cejó en su empeño de sortear los obstáculos del secreto bancario, o de estrechas interpretaciones de la norma, para descifrar los flujos de los recursos indebidos y para probar que existían infracciones importantes que debían ser ejemplarmente sancionadas. Los dictámenes que elaboró mostraron su capacidad para que el ife sancionara las conductas irregulares de ambas fuerzas políticas, en el entendido de que era la manera efectiva de inhibir futuras prácticas ilícitas en los dos contendientes con mayor respaldo electoral en ese momento.
Al frente de la mencionada Comisión de Fiscalización, Alonso dio muestras de la intensidad con la que se comprometía con todas las actividades que emprendía, fueran docentes, profesionales, como servidor público o como político. Pero esa intensidad que lo hacía, como él mismo explicaba, “vivir muy de prisa”, siempre estaba orientada por valores no solo humanos sino cívicos y políticos profundos, porque estaba convencido de que, para erigir los cimientos sólidos de un edificio democrático, había que apostar por las instituciones y las leyes como pilares esenciales. Para él, la voluntad política de los actores era un pivote esencial de los procesos de cambio, pero sin instituciones firmes, los esfuerzos personales se esfumaban fácilmente.
Después de nuestro paso por el ife, Alonso y yo viajamos juntos con la División de Asistencia Electoral de Naciones Unidas a Iraq, una vez concluida la guerra en 2004, para ayudar a construir una autoridad electoral que diera confianza a la población iraquí y un sistema de representación política capaz de dar cabida a las distintas etnias del país. En esas tres semanas de convivencia, ratifiqué mi admiración por su personalidad cálida y gentil, abierta al intercambio de voces y planteamientos diversos, pero al mismo tiempo apasionada y llena de creatividad, en un contexto particularmente amenazante.
Alonso dialogaba por igual con sunitas, chiitas y kurdos en un contexto en el que los clivajes étnicos eran fuente de los mayores conflictos. Su gran conocimiento del tema de la representación política le permitía dialogar convincentemente con interlocutores muy poco convencionales.
En 2007 me incorporé como comisionada al ifai, siendo Lujambio el presidente de esa novel institución. Durante dos años fui testigo de una faceta más de su integridad moral y política, de su vocación democrática y de su compromiso con la justicia, en un momento en que gobernaba el PAN, es decir el partido de sus inclinaciones doctrinarias. Alonso era un convencido de que la transparencia no solo era un requisito sino una condición ineludible de la democracia, que además obligaba al partido en el poder en primerísimo lugar, aun cuando ello pudiera beneficiar a sus opositores políticos.
Decía Alonso, entonces: “[…] independientemente del partido que gobierne, independientemente de los vaivenes de los procesos electorales a nivel federal o estatal, la regla de oro será sellada así: quien esté en el Gobierno debe proporcionar información cierta, actual, fidedigna a su adversario, a su aliado, a cualquier ciudadano, a cualquier persona. En nuestra democracia, no se podrá sacar ventaja del uso discrecional y patrimonial de la información gubernamental”. Era un posicionamiento no solo ético sino también político de la función que cumple la transparencia en una sociedad que se quiere democrática.
A Lujambio le tocó encabezar el IFAI en un momento de asentamiento del órgano garante de la transparencia y el acceso a la información. A menos de cinco años de la promulgación de la ley de transparencia y una vez que cada entidad federativa contaba ya con su respectiva ley, Lujambio fue el promotor de la reforma constitucional al artículo 6°, que permitió sentar los parámetros esenciales del ejercicio de un derecho elevado al rango de fundamental, en el que el principio de “máxima publicidad” sería el mandato para todos los organismos públicos en los tres órdenes de gobierno.
Asimismo, promovió con insistencia la necesidad de que existieran —además de principios básicos— estándares, procedimientos y criterios comunes para todas las legislaciones estatales en materia de transparencia. Esa idea fue la promotora de lo que actualmente se discute en el Congreso federal, la propuesta de una Ley General de Transparencia capaz de dejar atrás diversidades en contenidos y mecanismos de acceso a la información. Si se trata de un derecho fundamental, el acceso a la información no debería tener condicionantes para su ejercicio dependiendo del lugar en el que se encuentre la persona.
Aunque solo en los últimos años de su vida incursionó en la política, Alonso siempre la consideró como “una cosa digna”; así lo expresó al asumir el cargo de Secretario de Educación Pública. Estaba convencido de que el quehacer político era la vía no solo para impulsar políticas públicas adecuadas y pertinentes para el desarrollo del país, sino también para dignificar a las personas. Era un enamorado de la acción política, que entendía como necesariamente apoyada en la negociación, es decir la palanca para lograr acuerdos sustantivos y desplegar políticas públicas necesarias para impulsar la mayor calidad en la educación.
Por último, pero no por ello menos importante, Alonso fue una persona encantadora que tenía siempre una palabra o un gesto amable para las mujeres que estaban cerca de él. Era un caballero, en el sentido pleno del término. Yo lo recordaré siempre por lo mucho que le aprendí, gracias a su calidad humana, y por lo muy grato que fue compartir con él espacios y momentos que resultaron virtuosos para la construcción institucional de nuestro país.
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JACQUELINE PESCHARD es doctora en Ciencias Sociales por El Colegio de Michoacán. Actualmente es la comisionada presidenta del Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos.