La 5ª Avenida estuvo sitiada algunas horas por un sofisticado aparato policiaco. Mahmoud Ahmadinejad dormía en un lujoso hotel del Midtown mientras quejaban su presencia docenas de iraníes repatriados. Al poco tiempo, Julian Assange hizo presencia en la Asamblea General de la ONU, a través de unas pantallas improvisadas que lo proyectaban desde Londres.
En Chelsea, meditábamos al ver lo que ocurría en tres videos: El fin de la civilización de Douglas Gordon enseñaba, en uno, un paisaje rural; en el siguiente, la enigmática y triste imagen de un piano en llamas; la pantalla del fondo se concentraba en el humo de esta fogata. Al poco tiempo, me había accidentado en un lugar perdido en Brooklyn, oculto, en donde un fragmento compacto de la crema y nata de la industria musical recordaba sus años de gloria.
Washington Heights es un lugar desolado y extraño. En él no hay más que una extensa comunidad de antillanos tratando de entender algo de este todo. Es triste. He descubierto enormes verdades literarias desde aquí. Julio, en cambio, vive en el SoHo.
Cinco o seis esculturas firmadas por Pollock, en verdad muy hermosas.
Un vago murió en un vagón del metro; quién sabe cuántos días llevaba ahí, porque el olor era insoportable. Los que subimos al vagón por accidente sufrimos enormemente por unos minutos. Después seguimos nuestro camino.
Un catálogo de Damien Hirst lleva por título: I Want To Spend The Rest Of My Life Everywhere, With Everyone, One To One, Always, Forever, Now. Desde hace años he pensando en ese título a partir de una reducción conceptual, no menos romántica, no menos imposible: Everything, Forever. Más allá de lo plástico, siempre he admirado el tino poético del artista inglés.
Todo, todo el tiempo.