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Invitación al vuelo
Cultura | Mirador | César Guerrero | 01.02.2012 | 0 Comentarios

La rueda de la fortuna, Daniel Segura, 2010

La rueda de la fortuna, Daniel Segura, 2010

Hereux celui qui peut d’une aile vigoureuse
s’élancer vers les champs lumineux et sereins.
“Élévation” (1857),
Charles Baudelaire.

Lo primero que atrae nuestra mirada es el movimiento de la simetría radial. Con el eje de la rueda ligeramente sesgado por el encuadre hacia la mitad izquierda, hay la sensación de que las canastillas ascienden de derecha a izquierda, en un rodar pausado y perpetuo.

Ese giro lento permite a quienes se encuentran allá arriba admirar el paisaje en derredor. ¿Cuál es en este caso? Imposible saberlo. En esta imagen de Daniel Segura no hay un solo punto de referencia que nos indique alguna pista sobre su contexto. La imagen de la rueda ha sido cuidadosamente recortada para evitar que detalles circunstanciales mancillen su armonía de formas. Un cielo limpio de nubes, degradado y filtrado en marrón para destacar su esqueleto, es el fondo. Ese cielo liso nada nos revela sobre la época del año o la latitud en la que se encuentra esta estructura, cuya hermosa complejidad se teje con apenas dos sencillas formas: líneas circulares y rectas. La tijera de robustos postes sobre los cuales gira su eje, bien afianzados en las esquinas inferiores de la imagen, nos reitera la ubicación del suelo, señala el sentido de la gravedad.

Podemos apreciar que es un día soleado y que no hay estructuras inmediatas de envergadura semejante. Una rueda tan grande como esta, en la que las canastillas son apenas un insignificante detalle que se repite casi como una gruesa línea sobre el filo de su anillo exterior, no puede sino estar en un sitio con una vista espléndida que merezca erigirla para subir a su cúspide y mirarlo desde ahí.

Pero, ¿cuál será ese paisaje? ¿Qué habrá alrededor? ¿El perfil puntiagudo de una ciudad? ¿El ondulante listón de un caudaloso río? ¿Una colorida y atestada feria? ¿Un sinuoso valle esmeralda? ¿Una ladera de tejados pintorescos? ¿Un oscuro bosque? ¿Un largo muelle que se adentra en un extenso lago? ¿La ribera amarilla de una playa?

Hay una especial fascinación en encumbrarse para mirar, en superar la estatura de nuestro modesto cuerpo para multiplicar el alcance de nuestra visión. Recorrer amplios ángulos del espacio con solo desplazar la vista, mirarlo entero con solo dar un giro sobre sí mismo. Desde esa posición, casi cualquier vista es bella. Nos separa de lo contingente e inmediato y nos muestra algo más grande y permanente: el espacio sobre el cual discurren nuestros afanes cotidianos. No solo cambia nuestra perspectiva del espacio, también nuestra sensación del tiempo. Es como abrir un calderón, una pausa para la contemplación. Es imposible no sentirla. Por breve que sea el instante en la cúspide, el tiempo y el trayecto que hemos empleado para subir y el que usaremos para regresar a lo terreno convierten nuestro instante en la cima en un clímax de libertad.

Yo confieso mi fascinación por mirar desde lo alto, a pesar del vértigo que me embarga cuando bajo la vista al vacío frente a mí. Mas no desde cualquier altura. Los trece mil pies de altitud que alcanza un jet equivalen casi siempre a perderse en la nada: un azul degradado en el cielo y otro semejante sobre el mar con la tenue línea oscura del horizonte no son tan hermosos como la vista que permite una estructura como esta. Este tipo de vista tiene su encanto en los innumerables detalles que se transforman desde nuestra nueva y singular ubicación, pues ni es tan alta que se pierda su riqueza, ni tan baja que lo que desde ella se ve se confunda con lo que miramos todos los días.

Conforme ascendemos en la canastilla, las personas que se cruzan en nuestro camino pierden su rostro y se convierten en partículas que fluyen a nuestros pies, los derroteros que estas siguen se transforman en tramas y patrones, las construcciones que nos salen al paso cuando caminamos a su sombra se aglutinan en conjuntos y estos dialogan entre sí. De ese modo, lo que en un mapa es mera representación, allá en lo alto cobra vida tridimensional, adquiere luz y sombra, color y textura, estabilidad y movimiento.

No es otro el gozo con que el niño se encarama en las ramas del árbol. Representa una grata novedad precisamente porque desde ahí percibimos distinto lo que nos es familiar, lo reinterpretamos y nos reinterpretamos en el tiempo y en el espacio, miramos sin ser vistos, nos ausentamos del fluir mundano.
La altura de esta rueda es semejante a la de un risco, a la de una torre o a la de un edificio muy alto. Pero a diferencia de estos, carece de inconvenientes como mirar el sendero por el que se sube, vigilar los peldaños de la escalera o ascender con rapidez mecánica por un elevador panorámico. La canastilla de la rueda ofrece en cambio una enorme libertad, pues prácticamente carece de obstáculos visuales. Al inicio y hasta el punto más alto, el único obstáculo está al frente: es el canto sobre el cual se eleva nuestro breve habitáculo. El movimiento de líneas de la estructura que nos sostiene puede sernos atractivo, o tal vez no, pero con solo desviar los ojos basta para recorrer el panorama y encontrar el horizonte. Conforme nos elevamos lentamente, sentimos también el creciente fluir del viento en todo el cuerpo.

Esa libertad magnífica ocurre sobre todo a partir de nuestro arribo al cenit y se mantiene durante nuestro descenso a tierra. A partir de ese punto, el ángulo de visión llega a ser tan amplio que casi sentimos que nada sostiene nuestro cuerpo. Es la mirada de los pájaros en vuelo, la del ave que planea sobre el viento sin cambiar de sitio, sostenidas sus alas por la racha de viento constante. Es como si pudiéramos volar, tal como lo hace el albatros que se mira del lado derecho, confundida su pequeña silueta en la estructura a contraluz de la rueda.

Mirarla así, desde aquí abajo, es una invitación al vuelo.

Y aun si ahora no podemos montarlas, sostenidas por delgados rayos, las canastillas que vemos impresas aquí descienden hacia esa realidad incógnita de la que, afortunadamente, pudimos prescindir.

——————————
CÉSAR GUERRERO (Ciudad de México, 1978) es autor de la novela El misterio de la noche polar (Jus, 2011) y de los poemarios En la pureza del azul (Urdimbre, 2005), Como el viento y el árbol (Tintanueva, 2004) y Apuntes del subsuelo (Tintanueva, 2002). Pertenece al Consejo Editorial de la revista Algarabía, de la que es colaborador. Publica también regularmente en Foreign Affairs Latinoamérica y en estas páginas. Es Director de Relaciones Internacionales de la Secretaría de Educación Pública.

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