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José Gaos, el maestro cabal
Este País | José M. Murià | 01.09.2012 | 0 Comentarios

¿Cómo mantener vivo y en movimiento el legado de un hombre que alcanzó la cima de su intelecto y de su espíritu humanista en el aula, por medio de la palabra hablada? Más aún que en los libros que nos legó, nos dice el autor de esta entrañable semblanza, Gaos pervive en la experiencia y la memoria de sus discípulos.

En 1999, el gobierno mexicano decidió conmemorar los 60 años de la llegada a Veracruz del famoso Sinaia (un 13 de junio de 1939), con su valioso cargamento de republicanos españoles, y rendir a estos un homenaje. Pero resultó que la fecha caía en domingo, día que los intelectuales guardan bien aunque no vayan a misa. Por ello se escogió el jueves 10 de junio, precisamente el día que, 30 años antes, falleció uno de aquellos pasajeros: el doctor José Gaos, maestro en la más plena y noble extensión de la palabra y último rector republicano de la Universidad de Madrid.

Murió de manera fulminante al término de mi examen doctoral. Había dirigido mi tesis, me había llevado con mano firme por el camino de la historia de las ideas y estuvo conmigo ese día a sabiendas de que arriesgaba pagar por ello un precio tan alto como el que pagó.

©iStockphoto.com/4x6

Aún recuerdo las palabras con que cerró el acto académico: “Hemos hecho un trabajo acucioso y sistemático. Ahora podemos morir tranquilos”. El nutrido público, que en su mayoría fue a escucharlo a él, aplaudió fuerte… El infarto que hizo buenas sus palabras sobrevino durante la deliberación. Expiró con la pluma en la mano, en mis brazos y en los de un sinodal también muy distinguido: Miguel León-Portilla. Nos dejó —lo mismo que otros como él, quienes en verdad fueron transterrados y no se convirtieron en neogachupines— el legado de una suprema noción de humanidad.

De no haberse aplicado por doquier y con tal dogmatismo, en los años setenta, “conceptos y categorías extrínsecos”, pudo haber sido un gran propulsor de la “descolonización” mental o de la “liberación” intelectual que tantos latinoamericanos buscaron alcanzar en un callejón sin salida. En este sentido, señaló: “Los países de lengua española necesitan un ideal histórico que sea el de su independencia extranjera: el de un más allá de la modernidad de que sean autores y copartícipes iguales”.1

Le preocupaba sobremanera el eurocentrismo que ha prevalecido en la concepción de América, y en especial de la hispana, tanto de quienes la han visto desde Europa como de aquellos que han tratado, en ella misma, de verla reflejada en el espejo europeo, con la consecuente deformación y desestima de lo propio y el sometimiento intelectual que ello implica.

Lo que Gaos proponía era la búsqueda de un conocimiento sólidamente basado en el estudio de la realidad social, que sirviera para comprenderla mejor e influir en ella misma de la manera que más conviniera precisamente a los individuos que la integran.

José Gaos y González Pola nació el 26 de diciembre de 1900 en Gijón, pero su formación y crianza fueron valencianas. Nunca volvió a España después de que se entronizó aquel “movimiento”, más que telúrico, que sacudió por entero la península y arrastró por los suelos la dignidad de todo el mundo hispánico.

Tenía 37 años cumplidos cuando llegó a Veracruz, de modo que la sustancia de su forja académica procedía de Madrid. Fue sepultado al pardear el día 11 de junio de 1969, en el Panteón Español de la Ciudad de México.

Pensé entonces, igual que ahora, que los hombres pertenecen más al sitio donde suponen que serán soterrados que al lugar en el que fue cortado su ombligo. ¿Cuándo supuso Gaos que acabaría sus días en este México donde vivió y enseñó durante tres décadas? Casi toda su obra está publicada aquí; mexicana es la mayoría de sus discípulos y mexicano fue su compromiso existencial en la madurez.
Tal es la razón que lo hizo sacudirse calificativos como “desterrado”, “exilado” o cualquier otro por el estilo. Sin dejar de ser español, lo cual habría sido contradictorio con su manera de ser y pensar, se definió a sí mismo como “transterrado”; es decir, que se había integrado a otra realidad y que de ella habría de emerger su “idea del mundo”.

Es de suponer que el momento mismo en que comenzó a sentirse transterrado fue cuando comenzó igualmente a percibir que sería en México donde se habría de quedar para siempre.

Parece que tal cambio de perspectiva es lo que ocasionó el rompimiento con su maestro José Ortega y Gasset y otros españoles, quienes nunca le perdonaron su mexicanidad. Es innegable, también, que tal reubicación resultara fundamental para convertirlo en uno de los grandes maestros mexicanos del siglo XX.

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El trato con tan extraordinario profesor, fuera en el aula convencional, en torno a una mesa de seminario, en su cubículo o en un auditorio, era un verdadero portento; y no digamos el privilegio de unos pocos de poder trabajar directamente con él. Pero su expresión escrita resulta un tanto densa y, ciertamente, no es fácil su aprovechamiento aun para los iniciados. Gaos tenía una gran obsesión por ser preciso y no decir ni de más ni de menos —lo cual constituye un inconveniente para una cultura como la nuestra, hecha a la retórica y a la divagación—: lo que él solía llamar “periodismo de la filosofía”, como es el caso de su contemporáneo Julián Marías.

Recuerdo lo que narra en sus deliciosas Confesiones profesionales, de una señora agradecida por los kilos perdidos gracias al esfuerzo que hacía para entender sus escritos. En fin, sin tapujos: leerlo es difícil. En cambio, escucharlo y comprenderlo fue, además de fácil, sumamente placentero. Ahora bien, el meollo de lo dicho está en sus textos, por lo que vale la pena cualquier esfuerzo que signifique hoy penetrar en ellos sin la ayuda de sus gestos, entonaciones y pausas.

En 1967, su cátedra magistral consistió únicamente en la presentación cabal de un texto: su Historia de nuestra idea del mundo, cuyo mecanoescrito nos leyó página a página durante todo el año, mientras se nos caía la baba a los oyentes en aquel anfiteatro de El Colegio de México donde habría de morir dos años más tarde. El entusiasmo era igual para quienes éramos alumnos que para la mayoría de los concurrentes, que se apersonaban solo por el gusto de oírlo hablar. Es sorprendente que ese texto, diáfano en su propia voz, resulte tan difícil de leer en casa.

Era de una época en que los españoles sabían hablar y leer muy bien y él mismo había sido oyente, entre otros, del propio Ortega y Gasset, uno de los grandes hablantes peninsulares.

El hombre supo pronto que sus coronarias no le permitirían envejecer, por lo que su tiempo se hizo más valioso y su aprovechamiento se tradujo en una austera forma de vida. A Gaos le hizo mucha falta el mentado tiempo, en detrimento de lo que constituyó su principal riqueza: sus discípulos. Finalmente, según su propio decir, antes que nada era un profesor de filosofía.

Cuando se habla de las muchas bondades que derramó en México la inmigración republicana española, y se enlista a sus miembros de mayor calidad, generalmente se comienza por el maestro Gaos, aunque tengo la certeza de que muy pocos exiliados leyeron concienzudamente algún texto suyo. Pero lo que me parece reprobable, porque tiende a deformar la realidad, es que se le considere un inmigrante republicano español típico y que el adjetivo transterrado se aplique de manera indiscriminada a todos los que, como él, se trasladaron a México a resultas del triunfo fascista en España.

Muy pronto se integró Gaos a la vida académica mexicana; se entregó a sus cátedras y alumnos y se alejó de los parajes de que se habían adueñado otros refugiados para asegurar cotidianamente frente a sus tazas de café: “¡Este año cae Franco!”.

¿Cuáles fueron sus cualidades y enseñanzas más notables? Desde mi particular perspectiva debo señalar, en primer término, lo que él definía frecuentemente con la palabra “concienzudo”. En contraste con la superficialidad de maestros y colegas de aquí y de allá, Gaos prefería desbrozar y profundizar hasta llegar al meollo de los asuntos, de manera que pudiera, asimismo, fundamentar sus aseveraciones sin asomo de duda. En consecuencia, podía parecer a veces repetitivo, cuando en realidad lo que hacía era no dejar un solo cabo suelto.

Igualmente, me impresionó su vocación por encontrar la ordenación lógica de las cosas y que esta se respetara, a efecto de que el conocimiento fluyera con facilidad y, también, marcharan bien las relaciones con discípulos y colegas.

“No hay que perder nunca el orden”, me dijo un jueves por la tarde, luego de que había negado el acceso a su cubículo a quien trató de verlo cuando me tocaba a mí. “Esta es la hora de Murià —le había dicho—. Yo bajaré a verlo a usted en cuanto termine con él, a las seis”.

El valor de la escena sería escaso si el interlocutor no hubiera sido el presidente de la institución, El Colegio de México. Otro caso más conocido había ocurrido antes en la unam, cuando se maltrató de palabra y obra a la persona del rector Ignacio Chávez, quien además era su amigo y cardiólogo. En protesta por la indignidad del hecho, Gaos renunció a su plaza de investigador, que había ocupado por muchos años, sin que nadie lo hiciera retroceder.

Mas por encima de su acuciosidad, lógica y consistencia, perseverancia o tozudez, lo que aprecio mayormente en él es la sólida estructuración de lo que algunos han llamado “empirismo” de una manera demasiado simple. Como otra de las enseñanzas de Gaos fue no discutir por vocablos, sino por conceptos, no entro en un alegato. Mis afanes por la historiografía que ahora llamamos “regional”, mi vocación por la descentralización de los países que no saben apreciar y respetar su diversidad, y mi entusiasmo por la revaloración y recuperación de las culturas minoritarias; esto es, mi ansia de que los Estados nacionales aprendan a no imponer a las minorías criterios, decisiones y autoridades contrarios a su identidad y a conveniencia del más fuerte o de quienes han concentrado los hilos del poder, hallaron una plataforma muy consistente en el rechazo de Gaos a las generalizaciones sin sustento, a los marcos retóricos rígidos, a las imposiciones “extrínsecas”.

Partía de la premisa de que la explicación y la composición de la historia deben forjarse con base en que el entendimiento de la realidad debe tener una firme cimentación en ella misma, y no depender de exóticas formas de pensar dominantes, hegemónicas o simplemente de moda. Establecía que “una tendencia general del espíritu humano mueve a los descubridores de conceptos o categorías de un sector de la realidad universal” a suponer que estos son válidos para otros sectores e, incluso, para el universo entero. Dicho de otra manera: siguiendo con tal tendencia generalizadora, se acaba atribuyendo un valor absoluto que normalmente no tienen a conceptos y categorías obtenidos del estudio particular de un espacio y un tiempo determinados.

©iStockphoto.com/slowgogo

En consecuencia, el maestro instó al estudioso de la sociedad a no dejarse guiar por simples esquemas, en lo que acabaron con excesiva frecuencia los famosos “marcos teóricos” marxófagos —que no marxistas— que estuvieron de moda en América Latina y determinaron la hechura de una infinidad casi inútil de “estudios de caso”, mayormente durante los años setenta y una parte de los ochenta. De acuerdo con esos preceptos dogmáticos, el historiador no haría mucho más, al aplicar su marco teórico, que quienes van de casa en casa empecinados en saber cuántos somos, a qué nos dedicamos, si vamos a la iglesia o no y si hablamos alguna lengua indígena… a efecto de, simplemente, llenar un machote.

A Gaos le preocupaba especialmente que los conceptos de la comprensión, explicación y composición historiográfica —como es el caso, por ejemplo, de las divisiones y subdivisiones temporales— fuesen impuestos “desde un antemano extrínseco” importado de una realidad ajena y a veces totalmente diferente, en vez de que fuesen sugeridos “por la articulación con que lo histórico mismo se presenta”; esto es, conforme a la particular relación con su objeto de estudio y no con los objetos de estudio de otros. Por el contrario, insistía en que tales criterios deben establecerse según sea el caso particular de que se trate. Por ejemplo: “El historiador de la cultura mexicana se sentirá tentado a aplicar a la realidad mexicana conceptos de éxito en la historiografía de otras culturas y hasta conceptos de disciplinas distintas […] en vez de esforzarse por conceptuar la historia de la cultura mexicana en forma tan sui generis como es la cultura mexicana y su historia mismas”.

En suma, aseguraba el maestro que:
• En ningún sector de la realidad pueden tener éxito teórico ni práctico más conceptos o categorías que los autóctonos de él.
• El progreso histórico de la conceptuación científica y filosófica [consiste en] resistir la mentada tendencia [de aplicar a lo que se estudia conceptos de éxito en el estudio de otros fenómenos] en vez de esforzarse por descubrir los conceptos o categorías autóctonos en cada sector de la realidad.2

A veces, la tentación es muy fuerte, pero los estudiosos de la sociedad, dice, deberían estar preparados metodológica y teóricamente para resistirla. De haber sido así, no se habría gestado esta concepción general y generalizada de tantos países, a la que se siente ajena la mayoría de sus pobladores.
Gaos murió hace 43 años y aún lo extrañamos y necesitamos.

1 José Gaos, “Introducción”, Antología del pensamiento de lengua española en la edad contemporánea, Obras completas, tomo V, UNAM, México, 1993, pp. 89-90.
2 José Gaos “Notas sobre historiografía”, Historia Mexicana, vol. ix, núm. 36, abril-junio de 1969, El Colegio de México, México, pp. 451-508.

_________________________________
JOSÉ M. MURIÀ, doctor en historia por El Colegio de México, es miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia desde 1993. Fue presidente de El Colegio de Jalisco y director general de Archivos, Bibliotecas y Publicaciones de la SRE. En 1979 recibió el Premio del Consejo Mexicano de Ciencias Históricas. Colaborador de El Informador, entre otros medios, su más reciente libro es Jalisco: historia breve (FCE, México, 2011).

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