Como parte del debate sobre los juicios orales que tiene lugar mes con mes en estas páginas, este texto sostiene que el sistema penal aún vigente es en esencia funcional y, lo que es más importante, capaz de procurar mayor justicia que el acusatorio. Si el sistema inquisitorio se está viniendo abajo es debido a la ineficiencia y el desinterés de las autoridades que han debido mantenerlo e impulsarlo.
Hago un símil de nuestro sistema procesal penal (que incluye la legislación penal y procesal penal, nueva función de los juzgados y del ministerio público) con un automóvil de los años cincuenta. Imaginemos un vehículo de esta época, un automóvil de lo mejor que había, pero al que se dejó de dar mantenimiento con el paso del tiempo (así sucede con los vehículos en Cuba). Se sigue usando, avanza lento, se ve viejo y feo, no se lo ha pintado o se lo ha pintado mal, la carrocería está picada, se jalonea, no tiene amortiguadores, los asientos están rotos, las llantas lisas, el motor se calienta, etcétera. Los conductores a veces lo saben conducir, muchas otras veces no.
Esto es lo mismo que ha sucedido con nuestro sistema penal. Hace mucho tiempo que se dejó de invertir en él y de mejorarlo. Los juzgados tienen enormes carencias, no hay papel, sus instalaciones a veces dan vergüenza, tienen miles de expedientes apilados, muchos perdidos, y sobre todo, no hay suficientes jueces para la atención de todos los asuntos. Es imposible que un juez pueda estar presente en todas las audiencias. Los jueces tienen tal carga de trabajo –con mil oficios y actos administrativos– que apenas les da tiempo de juzgar, además de que están bajo constante presión. Las agencias del ministerio público son templos de terror. Basta ir a una en cualquier estado de la República para sentir miedo. De las cárceles, mejor ni hablar… Y sin embargo, a pesar de todo esto y mucho más, el sistema penal funciona. Sí, sigue funcionando. En mucho se debe a los buenos hombres y mujeres que tienen un sentido de responsabilidad y hacen lo mejor que pueden a pesar de las adversas condiciones; algunos destinan muchas horas para cumplir con su trabajo, horas que pocas veces se les remuneran. Logran así que en ocasiones funcione bien el sistema, a pesar de todas las dificultades que enfrentan. A nuestros políticos, que han tenido abandonado el sistema penal por años, se les ha olvidado que la principal razón de la existencia del Estado es la de brindar justicia y que para ello hay que prepararse, pues hacer leyes es una tarea muy difícil. Creen, simplemente, que maximizando el derecho penal con penas altas, restringiendo la libertad, importando ideas, reduciendo garantías individuales, trayendo figuras del extranjero y, ahora, cambiando el sistema por uno nuevo, vamos a estar mejor.
¿Qué tan malo es nuestro sistema penal actual? Si lo vemos desde esta realidad, la respuesta es obvia: es malísimo, es de terror. Pero repito, esto se debe a que desde hace mucho tiempo se le abandonó, se dejó de invertir en él, no se incrementó el número de jueces ni se les capacitó para atender la cantidad de asuntos que ahora tienen. En pocas palabras, se le descuidó. Regreso al vehículo. Si a ese vehículo de los años cincuenta se le hubiera dado mantenimiento y cuidado, si se hubiera invertido en él, si se hubiera pintado y reparado, sería hoy un vehículo clásico, de lujo, como lo son tantos, incluso mucho más cotizados que los nuevos. Vehículos que circulan muy bien, que avanzan, y es un placer verlos. Estoy seguro de que así se vería nuestro sistema penal de haberse invertido en él, de haberlo mejorado, procurando que no se echara a perder. Si se le hubiera dado mantenimiento. Si se le hubiera puesto la tecnología moderna, como hoy se pretende con el nuevo sistema penal “acusatorio”.
De un plumazo, ahora se pretende eliminar nuestro tradicional sistema procesal penal, cambiarlo por uno nuevo. Este nuevo sistema que se quiere implantar no ha sido parte de nuestra cultura jurídica y no lo conocemos. No quiero decir con esto que no pueda algún día llegar a funcionar y funcionar bien. Solo que es un gran riesgo lanzarnos a una aventura con un nuevo sistema procesal penal que pudiera no funcionar en nuestro país y dejar más insatisfecha a la sociedad y a la comunidad jurídica. Señalo que quienes lograron establecer este nuevo sistema penal acusatorio con juicios orales se basaron en la crítica a nuestro sistema penal vigente, sobre la base de que era viejo, anquilosado, lento, etcétera, es decir producto de la falta de inversión y de suficientes juzgados. Los diseñadores del nuevo sistema acusatorio nunca vieron las bondades que tiene nuestro actual sistema penal. Ni siquiera se asomaron a sus puntos fuertes, entre ellos que se fundamenta en el principio de legalidad para buscar y lograr la justicia.
Nuestros tribunales, aunque llamados “de justicia”, son tribunales de derecho. Buscan la justicia a través de la ley. Es cierto: en ocasiones la ley, pero sobre todo la mala ley, no permite que se logre la justicia. Y en los últimos años es lo que hemos padecido. Tenemos muy malas leyes. Cada vez peores. Nuestros legisladores no cumplen con su función principal: hacer buenas leyes. El derecho romano fue glorioso porque las leyes las hicieron verdaderos juristas. En esta época las leyes las hacen los políticos, que no saben legislar porque carecen de preparación no solo jurídica sino también cultural. Además, nuestros congresos están construidos para funcionar mal.
En los años treinta del siglo pasado, nuestros códigos penales, civiles, procesales, etcétera, fueron hechos por grandes juristas que diseñaron vehículos extraordinariamente buenos para conseguir justicia a través de la ley. Tal fue el caso de nuestro Código Procesal Penal. Este, al que ahora pretenden destruir con un nuevo y desconocido procedimiento que más que buscar la justicia a través de la ley, la busca fuera de ella. Por eso, este sistema trae nuevos principios constitucionales, como el de oportunidad, que no solo permite negociar el caso en particular a través de acuerdos y la declaración de culpabilidad (plea bargain), sino que también pretende negociar la misma ley. Han surgido ahora nuevas figuras jurídicas que están fuera del principio de legalidad y de seguridad jurídica, tales como los testigos protegidos, los arraigos, la delincuencia organizada, el decomiso, la acción penal privada, etcétera. Nada de esto se permitía anteriormente y ahora estas figuras y otras tantas nuevas están penetrando nuestro sistema legal sin la reflexión suficiente. Son figuras importadas de Norteamérica, y se crearon desde finales del siglo pasado con la finalidad de reducir la delincuencia. El fracaso ha sido obvio: no solo no lo lograron sino que la delincuencia aumentó, y con otro costo enorme: la reducción de garantías individuales. Ahora, en esta misma línea, se quiere que penetre el “juicio oral”, como ha sucedido en otros países del mundo.
La preocupación que externo, que es también la de varias personas, es que a través de este sistema se abandone el principio de legalidad para buscar la justicia. Se pretende ahora buscar justicia fuera de este principio. Veo con preocupación figuras constitucionales como esta: “El juez sólo condenará cuando exista convicción de la culpabilidad del procesado” (Artículo 20 A-viii de la Constitución). Esta nueva forma de administrar justicia es contraria a nuestra tradición, la que hasta hoy –al menos en algunos estados donde no se han implementado los juicios orales todavía– establece que, para condenar a un inculpado, el juez tiene que fundamentar y motivar. En el sistema procesal norteamericano, los jurados condenan a un inculpado por convicción, por corazonada (hunch). En México, o al menos en algunos estados todavía, esto se hace fundando y motivando la sentencia, con criterios de razonabilidad. ¿Ese es el nuevo sistema procesal penal que queremos?
Nuestro sistema procesal penal es muy bueno. Sí puede funcionar si se mejorara; si se adecuara a los cambios y a las necesidades actuales; si se incorporara la nueva tecnología, si utilizáramos los métodos modernos para tomar declaraciones (video, audio), con lo cual se satisfarían la oralidad y la inmediatez; si se apoyara a los jueces y estos modernizaran sus actuaciones, dictando resoluciones o sentencias sencillas en la que únicamente plasmen lo que tomaron en cuenta y no –como sucede hoy en día– inútiles y repetitivas actuaciones que solo engrosan los expedientes sin utilidad alguna (para esto hay que cambiar el modelo de las sentencias). Todo esto se puede cambiar sin tener que modificar mayormente nuestro procedimiento penal. Una cosa es la oralidad en el procedimiento, que es a lo que hay que apuntar, y otra muy distinta los juicios orales con el sistema acusatorio que se propone, en el que los papeles del juez y del ministerio público cambian totalmente. Si nuestro sistema procesal penal vigente se modernizara (repito: si se invirtiera en él, sobre todo en las personas, destinando recursos suficientes para que haya suficientes jueces que puedan estar presentes en las audiencias; si se les capacitara y se les dieran todos los recursos para atender cada caso en particular con la suficiente reflexión), no haría falta un nuevo sistema penal. Más que un problema de leyes es un problema humano, un problema de falta de apoyo a los hombres y mujeres que aplican justicia, a los cuales, repito, se les ha abandonado, sometido, y se les ha quitado los recursos para que puedan hacer bien su trabajo.
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RAÚL GONZÁLEZ-SALAS CAMPOS es profesor de Derecho Penal del Instituto Tecnológico Autónomo de México.