El 17 de junio pasado, Egipto eligió a su nuevo presidente. El resultado, apretado, sorprendió y llenó de júbilo las plazas. Se trataba de un albor democrático precedido de seis mil años de gobiernos impuestos —por los dioses, por poderes extranjeros, por las aristocracias, por los militares.
Los faraones eran gente seria. Gobernaban con el gesto adusto, el puño firme, la mirada clavada en el futuro. No existen, desde luego, fotografías que nos permitan vislumbrar sus semblantes, pero basta ver sus perfiles en los papiros o las efigies colosales de Karnak y Lúxor para sentir en la piel el escalofrío que provocaba su presencia. El faraón era dios. El sol. El todopoderoso. El de las construcciones colosales y los palacios de ensueño.
En la película Faraón, el director polaco Jerzy Kawalerowicz logró una imagen que encierra toda la fuerza de persuasión y el poder hipnótico de los antiguos sacerdotes de Egipto. En una época atribulada por las hambrunas y la impaciencia de los súbditos, el faraón consultó el provenir a sus magos y adivinos —unos astrónomos extraordinarios— y supo que se aproximaba un eclipse de sol. Entonces, sabedor de que la luz del sol se apagaría en el cenit del mediodía, convocó a su pueblo para trasmitirle en la fecha predeterminada su mensaje divino. El día señalado, con un calor infernal, una multitud anhelante se arremolinó para recibir el mensaje en una plaza al pie de un templo. Los rostros de la muchedumbre lucían cansados, molidos, incrédulos, hartos de servir a un poder lleno de lujos que no les redituaba el más humilde de sus favores. La sublevación estaba en el orden del día. Pero cuando la gente empezó a inquietarse por la fanfarronería del rey y se agitaba en el momento previo de empuñar las dagas en su contra, el sumo sacerdote alzó los brazos y el sol empezó a oscurecerse. Era el fin del mundo, y los egipcios sintieron ese terror reverencial que provoca el desafiar al dios omnipresente. Un grito de espanto cósmico llenó la plaza, y los egipcios cayeron de bruces para pedir perdón por su osadía. El hijo del sol terminó el eclipse como un dios resucitado.
Desde esos años tan remotos, el pueblo a las orillas del Nilo no ha conocido la democracia, ese método imperfecto creado dos siglos más tarde por sus vecinos griegos. El Gobierno de los faraones duró la friolera de tres milenios, hasta que el Imperio persa tocó a sus puertas para imponerle un sometimiento a espada y sangre. Luego llegaron los romanos, la belleza de Cleopatra no pudo salvar a su reino del dominio de Augusto, y a la caída del Imperio romano llegaron los árabes y convirtieron a Egipto en uno de sus bastiones frente a las amenazas del mundo occidental.
En los albores del siglo XIX, cuando Napoleón llevó sus delirios de grandeza hasta el norte de África, los arqueólogos franceses iniciaron el periodo de excavaciones en las ruinas del antiguo Egipto, y el mundo empezó a maravillarse con el esplendor de esa civilización pionera en el mundo. Mientras tanto, como trofeo de guerra, Napoleón se llevó de Egipto el obelisco que aún se encuentra en la Plaza de la Concordia de París.
Al despuntar el siglo XX, los ingleses llevaron a Egipto un nuevo tipo de barbarie. Sus deseos de gobernar el comercio de todo el orbe los llevaron a controlar el canal de Suez, y no se fueron de ahí hasta que una revuelta militar conducida por el general Gamal Nasser los sacó por la fuerza. Era la época de formación del Estado de Israel, cuando Egipto perdió los territorios de la península del Sinaí y la franja de Gaza, y después de vencer milagrosamente a los ejércitos combinados de Inglaterra, Israel y Francia, Nasser se convirtió en un símbolo de la independencia del mundo árabe. Su sucesor, Anwar al-Sadat, optó por una vía moderada para vivir en paz con el pueblo judío, y en 1981 murió asesinado.
En la segunda mitad del siglo XX, mientras el resto del mundo había sufrido una revolución tecnológica de gran calibre, en Egipto el pueblo seguía viviendo en el neolítico. La mayoría de la población vivía del campo, la pobreza se extendía mientras la tierra se cosechaba con arado y bueyes, y la mitad de la población era analfabeta. Una ironía ignominiosa para un pueblo que había inventado la escritura a través de los jeroglíficos.
Ante la crisis política por el asesinato de Anwar al-Sadat apareció Hosni Mubarak, un piloto de aviones de guerra entrenado en la antigua Unión Soviética y cuya reputación de negociador le granjeó no pocas simpatías en las democracias occidentales. Desde su ascenso al poder, Mubarak buscó salidas de paz en el conflicto con los palestinos, y sus relaciones con Israel y Estados Unidos nunca estuvieron teñidas por los discursos amenazadores y los llamados a defender el Islam. Más aún, durante la Guerra del Golfo, su política se alineó a la de Estados Unidos y Gran Bretaña contra el expansionismo de Sadam Hussein.
El trato de Mubarak era siempre cordial y diplomático. En El Cairo, el nuevo sultán remodeló el palacio de Heliópolis —una construcción de 400 habitaciones propia de Las mil y una noches— para convertirlo en residencia y sitio de recepción de políticos y magnates. En sus salones tuvo reuniones privadas con el secretario de Defensa de Estados Unidos Caspar Weinberger, el líder palestino Yasir Arafat, el presidente de Israel Shimon Peres, el reverendo Jesse Jackson, el primer ministro británico John Major.
En una época en la que el fundamentalismo había renacido con el poder de los ayatolas en Irán y el surgimiento de Al Qaeda en Afganistán, Mubarak supo navegar en las aguas turbulentas que se agitaban entre las negociaciones con los enemigos de Alá y las amenazas del terrorismo. Consciente de que era un blanco perfecto para el juicio de los traidores, se rodeó de un equipo de seguridad de la mayor eficacia. En 1995, cuando el fundamentalismo decidió sabotear los intentos de convertir los centros ceremoniales de la antigüedad en imanes de atracción turística, estando de gira por Etiopía, salió ileso de un atentado en su contra. A lo largo de su mandato, sobrevivió a media docena de atentados. En ese tema tan escabroso compitió con la suerte de Fidel Castro.
Siguiendo la estela de los faraones, Mubarak amasó una enorme fortuna, calculada en 70 mil millones de dólares. Aunque la suma estaba repartida entre los miembros de su familia —en especial sus hijos mayores—, así como en varias propiedades en Estados Unidos y Gran Bretaña, se trata de un capital superior al de Carlos Slim. ¿Cómo logró ese dudoso éxito? En primer lugar, con la venta de empresas estatales y terrenos federales. Y en segundo lugar, quedándose con una parte de las transacciones hijas de la corrupción en todos los órdenes de gobierno.
Al igual que el de Porfirio Díaz, su mandato duró casi 30 años. Y al igual que nuestro dictador, montó una serie de farsas políticas disfrazadas como elecciones democráticas. La última de ellas, realizada en noviembre de 2010, fue su epitafio como dirigente. El año siguiente, arrastrado por el oleaje de la primavera árabe, tuvo que dejar el poder.
La revolución, encabezada por jóvenes influidos por los valores occidentales y armados por las redes sociales de Twitter, Facebook y Youtube, fue un terremoto que duró escasos 15 días. El 11 de febrero de 2011 Mubarak fue obligado a la dimisión, no sin antes haber ordenado una represión que cobró la vida de aproximadamente 800 rebeldes. Por ello, y por haber gobernado en medio del enriquecimiento ilegítimo y la miseria del pueblo, Mubarak purga una condena en la cárcel. Dicen las últimas noticias que está muy enfermo. Tiene 84 años.
Durante poco más de un año, una junta militar gobernó el país preparándolo para la democracia. Se dice fácil, pero es una tarea ciclópea para una nación que ha sido gobernada por dioses, sacerdotes, militares y religiosos. Para empezar, pocos confiaban en el ejército. Mubarak estaba en prisión, pero sus generales seguían al frente de los tanques, y en todo el mundo se sabe que los militares no son proclives a abandonar fácilmente el poder. Además, en un país donde la religión ha jugado un papel preponderante en todos los ámbitos, pasar a un gobierno laico puede representar para muchos sectores de la población un salto al vacío.
En la víspera de las elecciones presidenciales del pasado mes de junio, la junta militar disolvió el parlamento, mandó a sus casas a todos los legisladores de la fracción islámica, y se reservó el derecho de veto sobre la futura constitución. Simultáneamente, una comisión electoral encargada de vigilar la buena reputación de los contendientes a la presidencia descalificó el nombre de Jairat al-Shater, un multimillonario que aparecía como la primera apuesta de un partido político llamado los Hermanos Musulmanes. Esta agrupación, como su nombre lo indica, es una institución religiosa que busca preservar las tradiciones del Islam, pero también es una organización política que combatió con denuedo a la dictadura de Hosni Mubarak hasta su derrumbe final. En el lugar de Al-Shater apareció Mohamed Morsi, un hombre desconocido que gracias a su perseverancia había escalado los peldaños jerárquicos de los Hermanos Musulmanes hasta convertirse en el líder del partido. Su rival, Ahmed Shafik, había sido un ministro del gabinete de Mubarak, y era el hombre de confianza de las fuerzas armadas.
El 17 de junio, al conocerse el nombre del triunfador de las elecciones presidenciales en la plaza Tahrir en El Cairo, la gente arremolinada en una espiral de júbilo vivió momentos históricos de euforia. Las fotografías mostraban los rostros ahogados en gritos y llanto. Muchos rezaban. Otros agitaban los dedos crispados al aire. Había cuerpos desmayados alzados en vilo. Ojos desorbitados de incredulidad. Mohamed Morsi tuvo una victoria muy cerrada: 52% de los votos, contra 48% de Ahmed Shafik.
Por primera vez en su historia —seis mil años de civilización—, la población de Egipto había elegido a un presidente civil, un hombre que no salió de la aristocracia de los reyes y faraones, ni de los cuarteles, ni de los golpes de Estado, ni de la cruenta saga de asesinatos políticos. Mohamed Morsi es un ingeniero metalúrgico graduado en California, donde nacieron sus hijos. No es un fundamentalista que busca imponer sus creencias. Al contrario. Ha declarado que gobernará para todos los egipcios —musulmanes, católicos, coptos— y que no cree en la democracia islámica sino, simplemente, en la democracia.
La primera medida del nuevo presidente fue ordenar la reinstalación del parlamento disuelto. Ante la apuesta más arriesgada que pudo haber tomado, el mundo occidental aplaudió la medida.
Bienvenido Egipto al imperfecto mundo de la democracia.
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MARIO GUILLERMO HUACUJA ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.