Nuestra democracia nació agotada. México requiere de un nuevo modelo de convivencia sin exclusiones, que ponga a la ciudadanía por delante. Hace falta imaginar la democracia que queremos, y para ello es fundamental un pensamiento de últimas consecuencias, una filosofía mexicana puesta al día.
Todos conocemos los graves problemas políticos, económicos y sociales que aquejan a nuestro país. La gente vive cansada de la violencia, de la desigualdad, de la destrucción del medio ambiente, de la superficialidad de los medios masivos de comunicación, de la poca seriedad de la clase política. Sin embargo, por debajo de estos problemas existen otras dificultades de naturaleza distinta que tenemos que afrontar para cambiar nuestra situación. Mi convicción es que la filosofía mexicana podría contribuir al examen y la solución de esas dificultades subyacentes.
En México sin sentido (UNAM/Siglo XXI, México, 2011) sostuve que los mexicanos padecemos una crisis del sentido de nuestra existencia colectiva, es decir que carecemos de orientación, cohesión y confianza en nosotros mismos. Las manifestaciones de esta crisis de sentido se pueden palpar por todos lados. Una de ellas es la fractura de nuestra historicidad. Hemos perdido los lazos significativos que teníamos con nuestro pasado, el futuro se nos presenta como un territorio oscuro, caliginoso, y nos sentimos atrapados en un presente estrecho y asfixiante. Los valores e ideales sociales que nos llevaron a la alternancia del año 2000 se han agotado en el lapso de apenas un decenio. El sistema democrático de leyes e instituciones que construimos durante el último tercio del siglo XX ahora nos parece una estructura hueca que no cambió a fondo nuestra realidad. En efecto, la corrupción, la simulación y la incompetencia siguen infectando nuestro sistema político.
La gente se queja, y con razón, pero para ser honestos nadie puede arrojar la primera piedra. La sociedad mexicana no puede exigir a los políticos una conducta moral que ella misma no practica. Los mexicanos no hemos cambiado nuestras costumbres para estar a la altura de los retos a los que nos enfrentamos. Seguimos pensando y actuando como en el viejo régimen. Es evidente que no basta con promulgar nuevas leyes o con fundar nuevas instituciones: lo que México requiere es que los mexicanos cambiemos nuestras formas de vida, y que sea pronto, si queremos ver resultados en el lapso de una generación. México necesita una reforma moral. Andrés Manuel López Obrador ha visto con claridad la necesidad de esta reforma, pero ha tenido poco tino a la hora de ofrecer propuestas sobre cómo llevarla a cabo. Su idea de un congreso convocado por su frente político-electoral para redactar una supuesta constitución moral tiene demasiados peligros. Tenemos que seguir pensando acerca de las maneras en las que podemos impulsar una reforma moral de la sociedad mexicana. Pero no está de más insistir en que la reforma tiene que surgir del ámbito de la democracia. No podemos aceptar que desde el poder se nos impongan códigos morales. Tampoco podemos aceptar que uno solo de los partidos políticos se autodesigne el partido de la moral pública (y menos aún de la moral privada, algo que sería escandaloso). No confundamos la necesaria moralización de la política con la execrable politización de la moral.
Pero por otra parte, hay que reconocer que la democracia mexicana corre el peligro de morir por inanición si no se la refunda sobre la base de una moral social compartida por la mayoría de los mexicanos. Es tiempo ya de ir más allá de esa concepción austera, legalista, electoralista, de la democracia en la que se basó la transición mexicana de finales del siglo xx. Es momento de aceptar que la democracia no es solo una estructura legal y un régimen de gobierno, sino que, como afirma la Constitución en su Artículo tercero, es un sistema de vida. El fracaso de nuestra transición democrática consiste en que a pesar de sus leyes e instituciones, no llegó a la mente y al corazón de los mexicanos. La crisis de México es, en buena medida, resultado de que la democracia mexicana no se haya adoptado como una forma de vida basada en valores e ideales comunes. No hemos aprendido todavía que la democracia significa, entre otras cosas, que para solucionar nuestros problemas colectivos tenemos que actuar de manera colectiva: reunirnos, discutir, ponernos de acuerdo, repartir las labores, trabajar en las soluciones propuestas.
Resulta evidente que para resolver una crisis de esta naturaleza no bastarán las conocidas contribuciones de los juristas, científicos sociales y economistas. Por tratarse de una crisis de nuestra vida moral, del sentido que le damos a nuestra existencia colectiva, requiere ser abordada desde las humanidades y, en lo particular, desde la Filosofía. ¿Cuál es la filosofía moral y política que requiere México para salir de su crisis? Mi respuesta es que además de ser una filosofía tan sólida y rigurosa como cualquier otra, debe ser una filosofía para la democracia, inspirada en ella, orientada hacia ella. Me explico. No se trata de una filosofía como esas que hoy se cultivan en los claustros académicos, que tenga a la democracia como un tema de estudio entre otros más. No, se trata de una filosofía práctica, transformadora, comprometida con el desarrollo de la democracia. Una filosofía que ayude a las personas a cambiar sus vidas por medio de la argumentación, de la reflexión, de la autocrítica. En la tradición filosófica mexicana hay autores de gran estatura, como Caso, Vasconcelos, Ramos, Uranga, O’Gorman, Zea, Sánchez Vázquez, Pereyra, Villoro, que nos pueden ayudar a formular una filosofía propia como la que he descrito. Entre los pensadores del extranjero yo pondría en primerísimo lugar al filósofo pragmatista norteamericano John Dewey.
Una filosofía para la democracia debe participar directamente en el proceso democrático. No es una filosofía que indica a los ciudadanos cómo debe ser la democracia, sino una que colabora, a su propia manera, para que los ciudadanos definan, desde la práctica, qué es la democracia. Como diría Dewey, esta filosofía tiene que ofrecer a los ciudadanos un conjunto de métodos de experimentación social, de argumentación, de valoración y de resolución de problemas colectivos que sirvan de base para el desarrollo democrático. Estos métodos se irán corrigiendo de acuerdo con la práctica, lo que, a su vez, retroalimentará a la filosofía para la democracia. Es por eso que una nueva filosofía para la democracia no puede ser dogmática o arrogante sino que tiene que ser democrática ella misma.
Una filosofía para la democracia no puede recluirse en las aulas, tiene que aprender a vivir en la intemperie. Sin embargo, no puede dejar de estar presente en las escuelas. Los niños y los adolescentes mexicanos requieren una educación humanista que les ofrezca los elementos para construir una nación democrática. Parece que esto es lo que no entienden o no han querido entender quienes pretenden reducir la enseñanza de las humanidades en la educación nacional. Pero también sería un grave error reducir la formación para la democracia a lo que se aprende en los libros de texto y se califica en los exámenes individuales. La enseñanza para la democracia debería estar basada en las prácticas democráticas de los niños en la escuela. La escuela debería ser un taller para la democracia, en el que participaran no sólo los niños y sus maestros, sino la comunidad entera. El siguiente paso de la transición democrática mexicana tendría que darse en la escuela.
La crisis de México es la de todos y cada uno de los mexicanos, la de nuestras viciadas formas de pensar y actuar. Solo podremos dar un paso adelante en nuestra historia si cada uno de nosotros acepta con humildad que ha actuado incorrectamente y se compromete a cambiar su forma de vida. Ese es el fundamento real de cualquier salida de nuestra crisis, todo lo demás que se diga o se haga no será sino palabrería hueca, mentiras, autoengaños.
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GUILLERMO HURTADO es doctor en filosofía por la Universidad de Oxford y Director del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM.
Íntegramente de acuerdo con el artículo. Lo único que me queda por decir, es que tiene la boca llena de razón.