La defensa de los derechos humanos sería difícil de concebir sin la existencia de una entidad autónoma, pública, dotada
de autoridad moral y capaz de actuar como contrapeso. Este ensayo disecta clara y metódicamente la figura del Ombudsman y destaca la importancia que tiene en países como el nuestro, donde la injusticia lamentablemente es extrema.
Para Jorge Carpizo, in memoriam.
En un reciente encuentro sobre el papel que el Ombudsman debe tener en el contexto de las metrópolis latinoamericanas contemporáneas, el debate sobre la mesa planteaba una disyuntiva: ¿debe el Ombudsman mantener una relación de confrontación permanente con la autoridad como tradicionalmente ha ocurrido, especialmente en realidades atravesadas por regímenes autoritarios, o, mas bien, debe modernizarse y convertirse en un aliado de los nuevos gobiernos democráticos, construir agendas propositivas y articular esfuerzos hacia la consolidación de políticas públicas centradas en los derechos? La posición que asumo en este ensayo es que ello representa un falso debate. Si bien hay que asumir como un reto y como una gran oportunidad el poder incidir en la construcción de un Estado constitucional de derechos, lo cierto es que ello no puede ni debe inocular la acción de veeduría y de serio reclamo que es y debe ser característica del Ombudsman cuando se cometen violaciones a derechos humanos. No obstante, con frecuencia, la actitud de la autoridad deja ver que desde su lógica esas posiciones son incompatibles y que prefiere definiciones en términos de freund oder feind, que seguramente le brindan mayor certeza. Sin embargo, ello al Ombudsman le plantea una disyuntiva injusta, entre un perfil de confrontación y otro de colaboración, con los costos que cada opción plantea para la ciudadanía y también para la autoridad moral de la propia institución.
En una grata conversación sobre la relación de conflicto que hay entre los organismos defensores de derechos humanos y la autoridad, José Woldenberg me dijo, palabras más, palabras menos: “Eso está en los genes del Ombudsman”. Esa conversación me hizo pensar que, en efecto, hay una suerte de genética que es la que delinea el temperamento del Ombudsman, aquello que le es esencial, constitutivo, que de cambiar compromete su naturaleza. Siguiendo con la metáfora, ese temperamento se moldea, de acuerdo con las circunstancias, formando el carácter de la institución, que al final es lo que define su personalidad: en tanto los genes son preservados, el temperamento del Ombudsman debe permanecer fiel a aquellos rasgos que lo definen como tal; si son alterados, entonces ya no hablamos de un Ombudsman. En el mismo sentido, sobre la base de ese temperamento, las circunstancias ofrecen al Ombudsman su carácter: mayor o menor visibilidad, exposición pública, capacidad para expandir y sabiduría para contener, según corresponda, la magistratura de opinión que le es consustancial, su capacidad de incidencia y sus posibilidades de cooperación y colaboración con el Gobierno y como parte del Estado.
Sin ánimo de exhaustividad, y en la coyuntura que supone el cambio de gobiernos y congresos, a nivel federal, en varios estados y en el Distrito Federal, vale la pena reflexionar sobre cuáles son las características que, en la combinación metafórica de temperamento y carácter, configuran la personalidad de la institución “Ombudsman”. También vale la pena preguntarse de dónde vienen y por qué son importantes los Ombudsman para el trabajo cotidiano de los 33 organismos públicos de defensa de derechos humanos en el país y para su relación con los poderes públicos y privados. Cabe señalar que una institución que tiene más de 200 años no es, ni debe ser, idéntica en el mundo. De ninguna manera es lo mismo 1809 que 2012, como tampoco lo es Suecia respecto de México. La intención de este texto es, por tanto, delinear al Ombudsman hic et nunc, y en función de ello explorar su potencial, esperando abonar al entendimiento de sus alcances, pero también de sus límites.
El vínculo con el Estado
El Ombudsman, desde su origen, es producto de una decisión política. En México, nace de hecho como un órgano desconcentrado en el seno de una secretaría del gobierno; su carácter de institución de Estado lo adquirió más tarde, cuando quedó formalmente integrado en el apartado B del artículo 102 de la Constitución Federal y, consecuentemente, en las constituciones políticas de los estados y el estatuto de Gobierno del Distrito Federal. El Ombudsman, por tanto, es una institución de Estado que fue creada, como sus antecedentes en el mundo, como un mecanismo para controlar el buen funcionamiento del propio Estado. Aunque parezca paradójico no lo es y, de hecho, esta característica refuerza un concepto de Estado basado en la existencia de pesos y contrapesos —check & balance— que garantiza la distribución del poder a favor de la ciudadanía. Más allá de los pesos y contrapesos que debe haber entre poderes, esta concepción problematiza la relación desigual existente entre el poder de las instituciones del Estado y las y los ciudadanos, y traza, implícitamente, la línea divisoria entre el ejercicio legítimo y el ejercicio ilegítimo del poder público frente a la ciudadanía. El Ombudsman está para recibir quejas en aquellos casos en los que una persona o colectivo presume haber sido víctima de abuso por parte de una autoridad o de un agente del Estado; las investiga y, de confirmar que la violación existió, emite una recomendación que, a través de la reparación integral de los daños cometidos a las víctimas, constituye al mismo tiempo un reproche y una forma de corrección para una mala actuación del poder público.
En ese sentido es que el Ombudsman es una institución del y para el Estado, pero con plena vocación ciudadana; pertenece y sirve al Estado, pero siempre a favor de las personas.
La autonomía
La clave para armonizar el origen y la pertenencia estatal con la vocación ciudadana del Ombudsman está sin duda en la autonomía, que es al mismo tiempo garantía orgánica, funcional y procedimental de independencia frente a los poderes públicos y privados. La autonomía, en tanto que garantía orgánica, protege al Ombudsman de toda posible presión política, social o económica proveniente de otra institución de Estado, de alguna organización de la sociedad civil o del mercado; en tanto que garantía funcional, la autonomía asegura, por el contrario, los vínculos con el propio Estado, la sociedad civil y el mercado para potenciar los efectos de su trabajo. En este sentido podemos hablar de dos dimensiones de la autonomía: una autonomía respecto de y una autonomía para. La primera protege, la segunda potencia. Así, el Ombudsman autónomo debe estar vacunado contra la presión política del Estado, pero al mismo tiempo debe estar dotado de facultades para generar sinergia con el propio Estado, la sociedad civil y el mercado. Esta característica otorga al Ombudsman la libertad de acción necesaria para ejercer su mandato. No obstante, dos elementos más condicionan esa libertad y, al mismo tiempo, le otorgan legitimidad: por una parte, la así llamada autoridad moral y, por la otra, el compromiso con lo público.
La autoridad moral
A juzgar por la manera en que están constituidos los organismos públicos de derechos humanos (opdh) en el país, la autoridad moral se despliega a partir de al menos tres importantes fuentes: la primera radica desde luego en la solvencia moral del titular de esa investidura, quien debe al menos mostrar capacidad para ejercer dos tipos de independencia. Por una parte, la independencia respecto de cualquier otro proyecto profesional futuro que comprometa su mandato —posiciones políticas, por ejemplo—; por la otra, independencia respecto de su propia moral, su ideología, sus intereses, sus creencias o su estilo de vida. Esto significa reconocer que quien encarna al Ombudsman no es —ni es posible que sea— moral, ideológica, religiosa o socialmente neutro, sino que más bien es capaz de sostener los valores representados por los derechos humanos a pesar de lo que él mismo sostendría para su vida privada.
La segunda fuente la constituye el consejo consultivo, que debe representar lo mejor posible a una ciudadanía garante de esos valores, desinteresada y capaz incluso de sacrificar sus propias agendas a favor de los derechos humanos. Cabe mencionar aquí que al aceptar un ciudadano o ciudadana formar parte del consejo consultivo de un organismo público defensor de derechos humanos, potencia su condición ciudadana a favor de una agenda común para el propio consejo, que es, como se ha dicho, la de los derechos humanos. Así, la labor del consejo se encauza a partir de un conjunto de facultades que suelen estar expresadas en las leyes y reglamentos institucionales, de tal modo que su función esté destinada a vigilar, proteger y potenciar la autonomía del Ombudsman. Al consejo corresponde la tarea de vigilar que el Ombudsman se conduzca y conduzca a la institución de manera independiente, en los dos sentidos mencionados más arriba, y que además lo haga de manera transparente y con estricta rendición de cuentas. Le corresponde limitarlo o impulsarlo, según sea necesario, para que no se exceda ni tampoco se quede corto en el ejercicio de sus funciones. En consecuencia, al consejo toca reaccionar frente a cualquier circunstancia que ponga en riesgo la autonomía del Ombudsman y, de igual manera, respaldar sus decisiones, aportarles legitimidad.
De ahí la importancia de que sus miembros sean honorarios —sociedad civil en el sentido fuerte de la acepción: personas que tienen su fuente de ingresos en actividades profesionales independientes a su rol como consejeros y que aportan, pro bono, talento, formación, vocación, tiempo y esfuerzos a favor del interés público de participar en el consejo. Esa condición les da libertad para actuar como ciudadanos, al mismo tiempo que les exige hacerlo en un marco institucional que evita la primacía de intereses o causas personales, gremiales o cualquiera otra que comprometa el mandato de la institución. Ello significa que pueden y deben opinar con libertad, aunque en el seno del consejo la posición institucional deba quedar sometida al criterio de prevalencia que cada normatividad exija: mayorías simples o mayorías calificadas.
La tercera fuente radica en el rigor técnico de las resoluciones que emite el Ombudsman, garantizado por un conjunto de procedimientos contraintuitivos que limitan las fuentes de prejuicio —moral, ideológico, religioso o social— que generen incertidumbre en la admisión, investigación, conclusión y seguimiento de los casos que atiende y resuelve. El procedimiento, como fuente de autonomía, posee la importancia que es debido asignar a una forma de atender las quejas ciudadanas, dirigir las investigaciones y argumentar las resoluciones que admite contrastación, incluso réplica, con la finalidad de garantizar que dos investigaciones independientes que sigan el mismo procedimiento arriben a conclusiones convergentes. Se trata de la única manera de demostrar que una resolución del Ombudsman —una recomendación, un acuerdo de conclusión o uno de no responsabilidad— se debe a las pruebas y a la convicción que de su análisis deriva y no a ningún tipo de presión desde el propio Estado, la sociedad civil o el mercado.
El compromiso con lo público
Esta es una condición que debería formar parte del código genético de todas las instituciones del Estado —y desde luego también de la ciudadanía—; es, sin duda, razón de ser del propio Estado: propiciar y proteger un ámbito que es de y para todos y que por tanto no puede ni debe ser de nadie. Ese ámbito queda representado por un espacio real o simbólico en el que se realizan los derechos humanos de todas y cada una de las múltiples identidades que conforman lo que llamamos sociedad. Detrás, hay un concepto de democracia que ya no es el que apela a la decisión mayoritaria, sino a la convicción de que las mayorías están formadas en realidad por un crisol de identidades que al actuar en conglomerado definen minorías —no necesariamente numéricas, sino mas bien simbólicas— que, por el hecho de ser identificadas como tales, resultan con frecuencia víctimas de un —también simbólico— poder mayoritario. Ese ha sido sin duda el caso de las mujeres, de las personas que portan una identidad heteronominada desde los discursos dominantes, centristas: como indígenas, negros, nativos o salvajes desde el euro-centrismo; como menores desde el adulto-centrismo; como incapaces, minusválidos o anormales desde el normo-centrismo; como jotos, maricas o lesbianas desde el falo-centrismo —y quizá también como mujeres, desde el andro-centrismo. El rol del Ombudsman frente a esta realidad multiidentitaria radica precisamente en garantizar que todas las identidades puedan manifestarse en el espacio público y, al mismo tiempo, en salvaguardar que ninguna de ellas lo colonice para su interés particular.
En sentido inverso, lo mismo aplica con conceptos tales como hacienda pública, finanzas públicas, fuerza pública, espacio público, transporte público, servicio público, instituciones públicas, donde el calificativo público exige la salvaguarda frente a la particularización —política, económica, cultural o social. Cabe señalar aquí una diferencia fundamental entre particularización y privatización, pues la primera no implica una visión estatista de manera necesaria, en tanto que la segunda supone que, aun en el seno de una competencia de mercado, la obligación de preservar lo público supone un acceso igualitario a todos los postulantes y un marco de decisiones que apunte al interés común.
Desde esta perspectiva, el Ombudsman es también garantía contra la corrupción, entendida esta en sentido amplio, como todo intento o materialización de un acto particularizador del espacio público, directamente perpetrado por, o con aquiescencia del, Estado, el Gobierno o sus agentes y representantes.
El Ombudsman como contrapeso democrático
En una sociedad plural y con una concepción de democracia como la que recién se ha planteado, es impensable que el Estado funcione como un todo armónico; por el contrario, la presencia del conflicto es un dato tanto histórica como empíricamente verificado. Por ello, pensar en un Estado que no viola derechos, o en una sociedad donde todos los intereses apuntan al mismo objetivo, es simplemente ilusorio.
De ahí que el Ombudsman juegue un rol principalísimo como contrapeso democrático, lo que a su vez le supone una doble condición que también podría parecer contradictoria. Y es que este rol de contrapeso se ejerce de modo diferenciado según se esté frente a conflictos en los que el Ombudsman debe ser parte y donde su actuación no debe ser imparcial, o frente a conflictos en los que no debe ser parte y ante a los cuáles es exigible que sea neutral. El primer caso lo tenemos en la actividad más visible del Ombudsman como defensor de víctimas de violaciones a derechos humanos; el segundo lo podemos apreciar en sus funciones de promotor, divulgador y generador de doctrina centrada en los derechos humanos.
Esta última forma de actuar en realidad contiene a la primera y resuelve la aparente contradicción gracias a la posición moral que debería ser exigible a un Estado laico y de la cual el Ombudsman también es custodio: una posición de no moral o, mejor dicho, de moral posconvencional, que es la única que garantiza evitar los integrismos o los fundamentalismos.
La posconvencionalidad del Ombudsman radica en la necesidad de situarse por encima de la diversidad de posiciones ideológicas, morales y religiosas, así como de estilos de vida posibles en una democracia. Si el Ombudsman toma partido por una ideología, una forma de la moral, una religión o un estilo de vida, neutraliza su esencia y compromete su independencia y su autonomía pues hacerlo conlleva una posición indefectiblemente excluyente. Lo anterior implica la obligación de asumir una posición desde la cual el criterio llave de su actuación es la inclusión: tomar parte desde alguna de las convencionalidades posibles en democracia supone excluir a las demás. Solo situándose más allá de las convenciones es posible garantizar que todas encuentren espacio para manifestarse en libertad.
Lo mismo aplica sobre la neutralidad política del Ombudsman. En diversos espacios, he utilizado la metáfora de un rehilete para explicar que los derechos humanos son como el eje alrededor del cual giran los diversos colores que representan el crisol político en una democracia. Cada una de las aspas es la parte de la agenda que desde el respectivo color político converge con la de los derechos humanos: las agendas de izquierda suelen simpatizar con los derechos económicos y sociales; las de derechas con las libertades civiles y los derechos políticos; las socialdemócratas con los derechos culturales y de la diversidad de identidades; la verde con los derechos ambientales.
Pero compartir esas agendas no significa cerrar los ojos a las vertientes autoritarias y antidemocráticas que desafortunadamente todas las opciones políticas en mayor o menor medida plantean: populismo, clasismo, intolerancia, represión, corrupción, exclusión. Y es aquí donde definitivamente el Ombudsman no puede ser neutral, porque cuando la expresión de esas actitudes y acciones antidemocráticas constituyen actos o abusos de autoridad, se producen sin duda víctimas de Estado. En esa perspectiva, el Ombudsman asume el rol de defensor y toma parte, se parcializa a favor de las y los ciudadanos que son victimizados por el poder.
La parcialidad del Ombudsman en este caso es también expresión de su rol de contrapeso pues, dada la desigualdad de la relación entre el Estado y la ciudadanía, no es ni puede actuar como un tercero supra partes; por el contrario, debe colocarse del lado de la presunta víctima para empoderar su situación frente a una servidor público, una ley, una política pública o una condición estructural que afecte sus derechos. Como es obvio, esto lo coloca del lado opuesto del Estado, como parte defensora de la o el ciudadano y al mismo tiempo como una suerte de juez —contralor, auditor, veedor— que recomienda al Estado que se investiguen y sancionen las responsabilidades individuales, se reparen los daños a las víctimas y se realicen las reformas necesarias para evitar que los hechos violatorios se repitan.
Resoluciones no vinculantes
En el furor de la discusión de programas y planes de Gobierno en el actual contexto poselectoral, poco se ha hablado de derechos humanos, pero entre las escasas referencias al tema, varios actores políticos afirman con contundencia que defenderán que las resoluciones del Ombudsman sean obligatorias para la autoridad. Es un hecho que aquellas autoridades que deciden darle la espalda al Ombudsman lo manifiestan a través del rechazo de las recomendaciones, dado que les es potestativo aceptarlas o no, pues estas no son vinculantes. Sin embargo, vale la pena recordar que ese carácter no obligatorio de las recomendaciones es el resultado de un procedimiento que posee estándares de prueba notablemente menos rígidos que el de un procedimiento jurisdiccional. Ello tiene diversas ventajas: en principio, permite procedimientos ágiles, siempre a favor de la víctima, que si bien requieren de investigaciones objetivas y serias, no se comparan con los procedimientos de prueba que se requieren, por ejemplo, en un juicio penal. Además, las recomendaciones no son sanciones; constituyen directrices para la reparación de actos de autoridad que ocasionaron daños o para la restitución de derechos que fueron afectados por tales actos. Ese procedimiento permite también que la carga de la prueba por las presuntas violaciones que son denunciadas por la ciudadanía ante el Ombudsman, recaiga en la autoridad. Esto en breve significa que cuando alguien, por ejemplo, acusa a un servidor público de haberle violado sus derechos, toca a la autoridad desvirtuar con pruebas esa acusación; en todo caso, el Ombudsman valora esas pruebas y, como defensor que es, aporta contrapruebas, de modo tal que se realiza un test de veracidad.
Una recomendación constituye en efecto el llamado de mayor gravedad que hace un Ombudsman al Estado; y aunque ciertamente de ella no se siguen sanciones, hay que recordar que se trata de un llamado que se hace desde una posición de tú a tú con las más altas esferas de la administración pública y con una autoridad que no está sujeta a argumentos políticos o económicos, ni a ningún tipo de obediencia. Tal vez por eso, cuando el Ombudsman recomienda resulta tan incómodo, pues coloca a la autoridad en la posición de tener que dar explicaciones públicas sobre su actuar, aun si no acepta la recomendación, y de exhibir las razones políticas, económicas o de cualquier otra índole que sustentan su actuación. Pero si, como he dicho más arriba, es imposible pensar en autoridades que no violen derechos humanos —especialmente en metrópolis complejas como las nuestras—, un indicador democrático de compromiso con estos derechos no puede descansar en el número de recomendaciones que recibe una autoridad, sino en el de las que son aceptadas y cumplidas.
Magistratura de opinión
La fortaleza del Ombudsman no radica, por tanto, en la obligatoriedad de sus resoluciones. Mucho más allá, ello tiene que ver con la exposición de la responsabilidad política de las autoridades frente a la violación de los derechos humanos. Exponer esa responsabilidad emerge de la magistratura de opinión que es otra característica del Ombudsman. Cabe recordar que es su obligación denunciar todas aquellas situaciones que desde su perspectiva constituyan o estén por constituir una violación a derechos humanos. A diferencia de lo que ocurre con un juez —o al menos así se justificaba no hace mucho tiempo—, de quien se decía que por él hablan solo sus resoluciones, el Ombudsman debe hablar públicamente porque esa es la base de su fortaleza moral. Como se afirmaba más arriba, la autoridad moral no radica en su persona como tal, sino en la posibilidad de que asuma los valores de los derechos humanos, aun si tiene que hacerlo a pesar de lo que el propio Ombudsman sostendría para su propia vida. Pero eso tiene que demostrarlo; y la manera de hacerlo en una sociedad donde los medios de comunicación constituyen uno de los mecanismos más eficientes para compartir de manera masiva mensajes, es justo a través de esos medios. La comunicación que establece el Ombudsman con la ciudadanía también forma; de ahí la importancia de enviar mensajes claros, sostenidos, mas allá de la coyuntura, sobre la situación en la que se encuentra la discusión sobre los diversos temas que requieren su atención. Y esta magistratura de opinión debe emplearse para posicionar temas, para generar corrientes de opinión sobre los derechos humanos, para impulsar discusiones sobre temas de vanguardia, y desde luego, también, para denunciar situaciones que requieren ser evaluadas, públicamente, con perspectiva de derechos: operativos policiales, cierres de calles, declaraciones de autoridades, iniciativas de reforma legal, implementación de políticas públicas —todo ello si se advierten antecedentes, razones o consecuencias que afecten los derechos humanos—, y desde luego también cuando se incumplen o se rechazan recomendaciones. Es una manera de llamar la atención del público que fortalece el señalamiento de responsabilidad política de la autoridad frente a la violación consumada o potencial de derechos humanos.
Idealmente —y por fortuna ello ha ocurrido en diversas ocasiones— la voz pública del Ombudsman contribuye a la conversación entre académicos, activistas, universitarios, empresarios, representantes políticos y sociales, sociedad civil en síntesis, y quienes toman las decisiones dentro del Estado: legisladores, jueces, gobernantes, secretarios de Estado, procuradores de justicia. Ello sin duda representa un gran diálogo público sobre los temas que en cada momento más preocupan a la sociedad.
Conclusión
El breve espacio de este ensayo no permite por ahora extender la reflexión. Las aquí expuestas son solo algunas de las más importantes características de la institución “Ombudsman”; pero son las que expresan con mayor claridad, me parece, el rol que esa institución está llamada a jugar en una democracia de contrapesos, una democracia que debe plantearse seriamente el lugar que toca a los derechos humanos como eje de convivencia armónica en una sociedad plural, compleja, contradictoria, y en el seno de un Estado que está aprendiendo que su legitimidad pasa, necesariamente, por el cabal cumplimiento de las obligaciones que, especialmente con la reforma del verano de 2011, estos derechos le imponen.
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1 El presente ensayo forma parte de un texto más amplio que se encuentra en preparación, a cargo del autor.
2 Cabe mencionar la existencia de una interesante discusión acerca de la etimología de la palabra mujer, cargada sin duda de un fuerte patriarcalismo, que la identifica con la raíz de otras palabras como molusco, que hace referencia a lo blando, lo suave y lo húmedo, metonimia de la vagina; esta idea abona al origen de la palabra mujer en español y en portugués, e incluso a las referencias que originan el concepto de esposa en italiano y en inglés: moglie o woman —la del hombre—, ambas definidas a partir del varón. Destaca en cambio el origen de fémina —femme en francés, donna y signora en italiano, frau en alemán—, todas las cuales refieren a señora en español, que derivan de la misma raíz que dominio.
3 En los hechos, esta doble condición de parcialidad y neutralidad no es necesariamente distinta, de modo tal que la defensa de un caso, además de lograr la reparación del daño a la víctima, consigue un efecto pedagógico cuando genera al mismo tiempo un marco de atención para otros casos similares, o bien cuando deviene en una propuesta de política pública, pues las resoluciones, no importa si son recomendaciones o acuerdos de no responsabilidad, poseen un valor heurístico que desde el caso aporta a la doctrina.
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LUIS GONZÁLEZ PLACENCIA es psicólogo y sociólogo del Derecho. En 2009 la ALDF lo eligió por unanimidad como presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal.
Quedan pendientes los rasgos «genéticos»… es decir, las cualidades de la persona que deviene en la institución. Una vez que la institución se conforma con base en los pilares irreductibles que aquí se señala.
Plantearlo desde esta perspectiva es un enfoque sugerente, ya que parecería que son notas de carácter las que constituyen al Ombudsman en aras de su aunténtica legitimidad. Aunque esto es un poco contradictorio con la idea de que incluso el Ombudsman requiere de una moral privada que puede ser contraria o antagónica a los principios inherentes de la defensa de los derechos humanos. ¿No es esto un dilema?
Para una filósofa convencida de la ética (que se inicia con mucha frustración en la defensa de los derechos humanos), la congruencia es una condición fundamental para la justicia, no se diga: un imperativo ineludible para la cordura.
En qué sentido se puede defender como bueno para los otros lo que no se considera bueno para uno mismo, o viceversa, asumir bueno para uno mismo lo que no se considera bueno para los otros. Ante esto, creo que en realidad la riqueza de los derechos humanos, vistos como un nuevo marco normativo para la convivencia humana que pretende trascender los abusos inherentes al estado de derecho tal y como lo conocemos, es la posibilidad de establecer coordenadas mínimas que corresponden a todos y que no pueden entrar en contradicción con el carácter subjetivo de la humanidad, ya que si lo hacen: implican que no son vigentes o legítimos o que nuestro parecer subjetivo no es justo o correcto.
De otro modo, la liberalidad a ultranza de los derechos humanos nos regresaría a la arbitrariedad de la voluntad en donde la justicia deviene en un orden de fuerza, revancha y supervivencia sin aspirar a ser un paradigma de paz.
Queda la espera del libro aquí anunciado y de una disertación calma.
Un abrazo.