La majestad imperial conviene que no solo esté honrada
con las armas sino también fortalecida por las leyes,
para que uno y otro tiempo, así el de guerra como el de paz,
puedan ser bien gobernados, y el príncipe romano subsista
vencedor no solamente en los combates con los enemigos,
sino también rechazando por legítimos trámites las iniquidades
de los calumniadores, y llegue a ser tan religiosísimo
observador del derecho, como triunfador de los enemigos.
Corpus Iuris Civilis, Institutionum D. Iustiniani.
Mejor lo dijo Jacques Vaché a André Breton: nada mata más a un hombre que obligarlo a representar a un país. Que la popularidad de la frase la debamos a Rayuela no es suficiente razón para, en su defecto, escoger como epígrafe el íncipit del Cuerpo de Derecho Romano. ¿Cuál sería entonces el argumento principal? El apego a la temática de origen: “la gitanería dorada de la diplomacia.” Como las del Emperador Justiniano, Alfonso Reyes es un hombre de instituciones: el Ateneo de la Juventud Mexicana, la Legación de México en Francia, el Centro de Estudios Históricos de Madrid, las Embajadas de México en Francia, España, Argentina, Brasil, la Casa de España que daría origen al Colegio de México, la Academia Mexicana de la Lengua, el Colegio Nacional… veintimuchos tomos de obras completas con sus anexos, el correo literario Monterrey, numerosos intercambios epistolares y una Capilla, son parte del testamento alfonsino.
Sobre la influencia de su escritura en otros autores, de Borges se sabe por la “Noche séptima y epílogo: la ceguera” —aunque hubiere quien pudiese probar lo contrario—, que reconoció en Alfonso Reyes al “mejor prosista de lengua española en cualquier época.” Reyes, según el propio Borges, afirmó a su vez que Paul Groussac le enseñó cómo debía escribirse el español. Ambas afirmaciones, aunque probables, no dejan de ser hipérboles. Se trata de fincar una genealogía de la escritura y de rendirle homenaje. Para que el tributo sea completo, la evidencia no permite hacer de lado el influjo del discurso jurídico en la prosa de Reyes. Un comentario suyo, a propósito del empleo de escritores e intelectuales en el servicio exterior, vale también para su escritura:
En nuestra América, hasta hace poco, los muchachos que salían literatos no tenían más recurso que hacerse abogados. Como el abogado “toma la palabra” y es orador, cae cerca de la literatura. De aquí nuestra literatura, que huele a abogado. Y nada estorba más a una función que lo que se le parece un poco. Valdría más que el ensayista fuera industrial o el poeta fuera jardinero.
Y sin embargo, esa dialéctica de la escritura, al tiempo de hombre de letras que de diplomático, forjó en Reyes una conciencia plena de sus recursos para desenvolverse con eficacia en los dos ámbitos. En palabras suyas, el literato se ensaya en decir, en precisar; el diplomático esfuma, elude. Precisar es comprometer —no comprometerse a sí mismo, sino, lo que es peor, a su país. A su entender, en todos los casos es mejor que el hombre (diplomático o no), tenga la cualidad de expresarse bien. Luego, si el diplomático está doblado de un escritor, mucho mejor. Aquella fatalidad que tantas veces situó al hombre de aspiraciones literarias en la esfera de la abogacía fue en el caso de Reyes una fortaleza antes que un lastre. Si bien es cierto que en numerosas ocasiones las quejas sobre la misión diplomática no faltaron —la perpetua extranjería exige siempre abnegación y sacrificio—, también de la adversidad obtuvo inspiración y carácter para sortear el tedio y la incomprensión. Como lo indica Reyes, los fracasos se cargan siempre a cuenta personal; los aciertos, a los gobiernos. En esta circunstancia de halagos efímeros que solo impresionan al ligero y al primerizo, el diplomático lleva una vida contra natura, de total desarraigo y carente de memoria: el aspecto individual de las cosas debe disolverse en la abstracción del Estado.
Para Reyes, la diplomacia como asunto de política exterior es el constante ejercicio de la discreción. En materia de Estado se trata de la conveniencia de poner en contacto a unos con otros, de tener disposición para el conocimiento mutuo, el entendimiento a través del estudio. Así, dice Alfonso Reyes, se adiestra a los pueblos para su destino, se organizan las ideas nacionales, y hasta se curan solos, de paso, algunos males interiores: se trata de una pugna moral. Esto último, de acuerdo con Víctor Díaz Arciniega, compilador y prologuista de Alfonso Reyes. Misión diplomática (dos volúmenes), es el principio axiológico al que se ciñe el trabajo de Alfonso Reyes. Antonio Castro Leal en un texto compilado en las Páginas sobre Alfonso Reyes, al referirse a la obra de nuestro autor, encuentra en él un raro ejemplo de lo que llama “precocidad romana”, porque sus conquistas en las letras fueron definitivas; no la escaramuza heroica, que tanto se veía en América. Riguroso, su trabajo diplomático sigue los principios, lato sensu, del Estado; su obra, los ideales de la Paideia. Cierto es que nada mata más a un hombre que obligarlo a representar a un país, pero tampoco ninguna otra actividad brinda la ocasión de encarnar un ideal y ser su heraldo ante los demás pueblos. Como el adjetivo, la diplomacia, cuando no da vida, mata.
Pero qué motiva la gitanería alfonsina, ¿para qué tanto sacrificio anónimo en perjuicio de los placeres intelectuales? La orfebrería de Reyes se nutre de las minas de Platón, Aristóteles, Cicerón, Tomás de Aquino, San Agustín, Campanella, Rousseau, Kant, Goethe, Martí, Darío, Zarco, Nervo… Su misión es la que Justiniano encomendó a Triboniano: ordenar y recopilar sistemáticamente, en el caso de Reyes, los más altos vuelos de la cultura. La conquista romana de Reyes, para seguir con la metáfora de Castro Leal, es más próxima a la de Cicerón que a la de César. En palabras de Reyes: “la misión directa de la inteligencia no es ‘gobernar’ sino otorgar ‘consejo’ a un gobierno que no debe ‘vedárselo jamás’; la inteligencia no busca ‘cargos ni prebendas’ porque ‘la cultura es servicio humano’ y el servicio queda cumplido cuando es servicio nacional.” En “La historia y la mente”, recuerda que “el arte y la ciencia nos han hecho cultos en alto grado. Somos civilizados hasta el exceso, en toda clase de maneras y decoros sociales. Pero para que podamos considerarnos moralizados falta mucho todavía.” En otro pasaje, advierte que el problema de nuestro continente no es literario sino “de política, de humanidad, de totalidad.” Esta pugna moral, que según Díaz Arciniega es su principio axiológico, queda sintetizada en una última convicción: “Yo creo, con plena fe y devoción perfecta, en la siembra de la palabra.”
El abogado, el diplomático, poseen la palabra legal, qué mejor que estén doblados no solo de escritores, sino también de humanistas. Reyes es legatario de Cicerón: con el cambio de las cosas cambian los individuos. El tipo permanece idéntico. La Paideia panamaericana de Reyes está formada por aquellos a los que convino reunir en las distintas instituciones alfonsinas. La gitanería diplomática de Reyes corresponde a un doble llamado: por una parte personal es Telémaco y Odiseo de sí mismo.1 A nosotros pertenecen su Ítaca y su Penélope.
1 El 9 de febrero de 1913 su padre, el general Bernardo Reyes Ogazón, muere en un enfrentamiento contra las fuerzas de Madero en vísperas de la Decena Trágica; el 9 de febrero de 1939, Alfonso Reyes se instala de manera definitiva en México.
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JOSÉ MIGUEL BARAJAS GARCÍA (San Andrés Tuxtla, Veracruz, 1983) es licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas y en Lengua Francesa por la Universidad Veracruzana —tesis por defender sobre Les cinq cents millions de la Bégum de Jules Verne—; actor aficionado del grupo Énfasis Teatro; Premio Nacional de Ensayo Juan Rulfo 2008. Actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas con el proyecto: Vías paralelas: Edmond Teste, Bernardo Soares, Ireneo Funes.