En su columna bimestral, el autor analiza la situación en que queda la figura del amparo tras la reforma al sistema de justicia realizada en 2008. En su opinión, la implementación de los juicios orales exige una revisión a fondo del amparo como un mecanismo crucial en la defensa de las garantías y los derechos fundamentales.
Si buscas resultados distintos
no hagas siempre lo mismo.
Frase atribuida a Albert Einstein
Ya hemos comentado en este espacio que el cambio en el sistema de justicia penal en México es estructural. Las garantías y principios constitucionales que han de enmarcar las tareas legislativas, administrativas y judiciales en la materia deben ajustarse a una nueva concepción más reparadora del crimen y el castigo.
El amparo, con todas sus virtudes, es el gran desafío para todo cambio estructural porque se trata de un juicio fuera de la estructura ordinaria. Ha sido creado y desarrollado para juzgar todo ordenamiento y principio jurídico y procesal. Es, por así decirlo, un “juicio antisistema”, más que un componente de cada rama del derecho.
El amparo nació en el terreno del derecho punitivo, entre la debilidad del gobernado y el arbitrario poder de la autoridad sancionadora, y quizás a ello debe su innegable imagen salvadora, más que como un juicio constitucional, como un mecanismo de excepción. La intuición pública es reveladora: prácticamente dos tercios de la población saben de la existencia del amparo y, aunque la mayoría lo identifica con un mecanismo jurídico de protección, casi 40% lo considera como “una forma de no ir a la cárcel”.1
Veamos los eslabones. La Constitución prohíbe la venganza privada: nadie ha de hacerse justicia por propia mano porque existen tribunales dispuestos para impartir justicia pronta y completa de acuerdo con la ley. La Constitución también señala que los jueces de amparo pueden juzgar a esos tribunales y leyes para otorgar el amparo a quien fue sentenciado por ellos y para que este, así, evite la cárcel. Todo esto es, en realidad, una muy mala sinfonía porque la partitura constitucional no ha sido leída correctamente.
La respuesta de los amparistas es contundente: el amparo no es para evitar la cárcel sino para evitar injusticias. Es el medio para evitar la violación de las garantías y derechos fundamentales.
Es claro que quien recibe una sentencia condenatoria se verá afectado en sus derechos pues de eso se trata toda condena: de restringir o suspender el goce y ejercicio de determinados derechos cuando su titular ha sido declarado responsable de algún ilícito. Así, la diferencia entre las detenciones policiales arbitrarias y la prisión, por ejemplo, es que la privación de la libertad es ilícita en el primer caso y legal en el segundo. Aunque la afectación fáctica del sujeto es idéntica, la legitimidad del suceso es radicalmente distinta. El problema es más complejo cuando se trata de dos personas condenadas por la autoridad judicial y una es liberada por la vía del amparo mientras la otra sigue presa. ¿Cuál de las dos situaciones será más legítima?
Si el amparo es el medio de protección de derechos y el mecanismo para salvaguardar la supremacía constitucional, ¿cuáles son los principios que debe proteger y tutelar el amparo en el sistema penal?
El artículo 20 de la Constitución señala que “el proceso penal será acusatorio y oral. Se regirá por los principios de publicidad, contradicción, concentración, continuidad e inmediación”. El amparo, por su parte, parece seguir principios opuestos; por ejemplo, no es oral: es un juicio totalmente epistolar. Más que estar sujeto a publicidad, se lleva a estudio privado y se resuelve en el gabinete del juzgador, fuera de la vista de los interesados y la sociedad; la sentencia es pública, claro, pero no su proceso. Tampoco hay un principio de contradicción porque el amparo no versa sobre hechos y evidencias probatorias, sino únicamente sobre argumentos jurídicos en torno a la validez formal de las leyes o de la sentencia que se impugna.
Lamentablemente, el amparo en su versión actual es un juicio de revisión documental muy poco útil para controlar un sistema que se debe desahogar en vivo y en tiempo real (de performance, lo llamamos algunos).
No puede haber revisión documental respecto de un proceso oral, inmediato y controversial, porque lo que sucede en las audiencias orales es único e irrepetible. Ese es un elemento característico del proceso penal que hoy consagra nuestra Constitución.
El amparo tradicional demandaba que los juzgadores revisaran cada centímetro cúbico de los legajos penales para verificar que el juez y las autoridades hubiesen cumplido su trabajo con apego a la Constitución, pero eso no puede suceder en el nuevo sistema porque lo que sucede en vivo no tiene constancia que lo supla: en el sistema adversarial se juzga lo que sucede y no lo que se documenta, por decirlo de una manera ilustrativa.
Una preocupante práctica en México es la solicitud de videograbaciones de las audiencias y juicios orales como mecanismo para escudriñar lo que sucedió y así resolver apelaciones y juicios de amparo. Pero la Constitución no establece un juicio penal sobre videos sino respecto de acontecimientos vivos en las audiencias orales.
Un juego de futbol, por ejemplo, tiene un árbitro que mira lo que sucede en tiempo real, “a nivel de cancha”, decimos. Con menor o mayor precisión, los árbitros marcan las violaciones a los reglamentos e imponen sanciones fundadas y motivadas. Imaginemos al juez de amparo revisando el video y resolviendo que una decisión arbitral fue mal tomada. ¿Sería razonable repetir el partido?, ¿anular un gol?, ¿ordenar que se reponga el segundo tiempo meses después?, ¿con los mismos jugadores? ¿Cómo reponer el clima, el estadio, el público?
La videograbación y los registros pueden documentar hechos, pero son los sucesos los que deben juzgarse en el preciso momento en el que ocurren y no sus testimonios a toro pasado. En eso consiste gran parte de la esencia del juicio oral.
Como un juego de futbol, el proceso penal no puede ser revisado documentalmente o, mejor dicho, aunque pueda ser documentado no puede ser juzgado otra vez, a posteriori y a partir de “constancias”, pues eso sería lo más contrario a los nuevos principios del artículo 20 constitucional.
¿Puede entonces subsistir nuestra práctica de amparo? Si consideramos que el juicio de amparo debe garantizar que prevalezca la Constitución, necesitamos ajustarlo a la nueva estructura constitucional.
El llamado amparo “ping-pong”, que ordenaba a los jueces penales revisar una vez más el mismo expediente y dictar una nueva sentencia, no puede tener cabida en el nuevo marco constitucional, porque la sentencia penal se construye en una vivencia colectiva que es la audiencia del juicio oral y esa no puede repetirse ni por el mandato de un juez federal.
El proceso penal, hoy en día, tutela derechos de víctimas, inculpados y sociedad. Las violaciones procesales deben ser resueltas en cada una de las etapas que se van abriendo y cerrando en secuencia, de modo que cicatrice jurídicamente todo defecto procedimental antes de llegar al momento de dictar el fallo final.
El amparo no puede ni debe seguir siendo un “resanador” del proceso penal ordinario porque este ha dejado de ser humanamente revisable en todos sus aspectos. El cambio estructural exige más seriedad y responsabilidad por parte de la fiscalía y de la defensa porque tienen que desahogar sus pruebas frente a frente, ante un juez que también demanda mucha más confianza y credibilidad social, jurídica e institucional, porque tiene la facultad de decidir en tiempo real y su dicho ha de ser sentencia. ¿Acaso no es justamente esa la tarea judicial? ¿No es ese el significado de la juris-dicción? El nuevo esquema apuesta a jueces más rápidos, eficientes y definitivos.
Este proceso no puede ser juzgado fuera de sí mismo, de forma asistemática, porque emana directamente de la Constitución federal, al igual que el juicio de amparo. Estos principios también deben ser protegidos y custodiados por jueces y magistrados federales porque se entrelazan con la garantía de acceso a la justicia, la prohibición de justicia privada y el debido proceso, entre muchos otros principios y derechos fundamentales.
El amparo que sigue entonces, el renovado, debe robustecerse como un juicio excepcional de nulidad procesal y nada más. La justicia local debe avanzar hacia sistemas de apelación y casación más expeditos, que incluyan la revisión de posibles violaciones a los derechos humanos. El artículo primero constitucional lo permite y lo exige así.
La justicia local es la sede para recibir al fiscal y al acusado, facilitarles el diálogo y la negociación, ofrecerles juicios sumarios, o bien, atender sus confrontaciones y litigios en los juicios orales. También es la justicia local la que debe emprender un decidido camino de control de constitucionalidad local aun dentro de sus vías de apelación de sentencia.
La justicia federal debe dedicarse a revisar la totalidad de un proceso penal para validarlo o para anularlo de plano y dejar a las partes en aptitud de litigar nuevamente. Para decirlo coloquialmente: el amparo no es la vía que deba servir para sacar, meter o dejar a nadie en la cárcel.
Muchos temen que los jueces locales sean arbitrarios sin el control de la justicia federal, pero lo cierto es que el juez penal no es la última autoridad judicial en el nuevo sistema: el juez de ejecución de sentencias es una novedosa instancia que ha de estar siempre atenta a la forma y modo en que las personas que compurgan penas puedan acceder a beneficios a cambio de su mejor comportamiento o colaboración.
El nuevo sistema penal descentraliza y democratiza la justicia y puede permitir que todos colaboremos en construir un sistema más satisfactorio para todos los que se ven involucrados en un caso penal. Es nuestra oportunidad de tener resultados diferentes, pero para ello debemos dejar de hacer lo mismo que en el último siglo, también en materia de amparo.
Nos falta un espacio para la sociedad civil. Puede ser el jurado popular o algo similar, pero de eso hablaremos en la próxima entrega. EstePaís
1 Hugo A. Concha Cantú, Héctor Fix Fierro, et ál., Cultura de la Constitución en México: Una encuesta nacional de actitudes, percepciones y valores, Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, México, 2004, p. 42.
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ALFREDO ORELLANA MOYAO es abogado constitucionalista, docente certificado por la SETEC en el nuevo sistema penal acusatorio y profesor de la Clínica de Práctica Judicial en la Escuela Libre de Derecho. Publica este artículo a título personal.