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Antonio Santiago Juárez | 24.09.2012 | 2 Comentarios
Justine sabe que el mundo desaparecerá cuando el planeta Melancolía impacte con la tierra, y es incapaz de ser feliz. ¿Quién podría serlo? Lo que me recuerda a Hamlet: ¿Quién dudaría en acabar, auxiliado de un puñal, con los azotes de este mundo y con las largas de la ley, con la arrogancia de los poderosos y los insultos a la sabia paciencia, si no es por miedo a estropear los planes que se nos tienen deparados? La conciencia acobarda.
Pero tanto en Hamlet como en la Justine de Lars Von Trier, la angustia coquetea con la locura. Desde la muerte de Dios ¿cómo justificar nuestro sentido? El príncipe de Dinamarca acepta su suerte porque no tiene nada que perder: el mundo es demasiado horrible. Justine por el contrario se sumerge en la embriaguez de lo social, acepta la propuesta matrimonial de su enamorado y durante su boda persigue la cada vez más difícil tarea de cumplir con su papel. No lo consigue, sabotea la noche nupcial, recibe la despedida resignada de su esposo y finalmente se justifica ante su hermana diciendo: “lo intenté”.
No debe ser casual la secuencia de la boda en esta cinta. La incapacidad para formar una familia (dejar al padre y a la madre y formar una nueva pareja) es signo de una psique deprimida, del ataque de una enfermedad a la que Freud observó como un destino, en el sentido de estructura psíquica que vuelca en espectador de las celebraciones de la vida a quien sufre sus síntomas. Justine trata de que su padre pase la noche en su casa durante su noche de bodas. Comparte el miedo de aquellos incapaces de abandonar el hogar de la infancia y como Peter Pan, niega la muerte, pero al hacerlo niega su propia vida.
Mientras escribo estas líneas escucho, por puro azar No surprises de Radiohead. Difícilmente habría podido elegir una melodía tan representativa de lo que quizá durante el renacimiento fue entendido como el sufrimiento de lo bello que por fuerza, abandonaremos con la muerte (ahora suena New Slang, de The Shines). La melancolía es una adicción: los grandes melancólicos franceses la designaron como spleen, y los griegos veían en la atrabilis al producto de una excesiva actividad del pensamiento: nos vamos a morir.
Para el psicoanálisis, en la aceptación de la muerte se encuentra el más importante acto humano. Simplificando un poco las cosas de la mente, podría decirse que todas las afecciones de nuestro mundo tienen como origen la no aceptación de nuestro destino mortal (o su afirmación en demasía). La denegación o anulación artificiosa de la angustia, el mantener a fuerza en su sitio el velo de maya y no querer abrir los ojos. ¿No es la Nueva Jerusalén michoacana, con su negación del futbol, de los periódicos, del cine y la educación, la representación de este drama humano que al negar la muerte y el pecado, renuncia también a la vida? Por eso Schopenhauer y Nietzsche defendían la necesidad de descorrer tal velo o de restaurar el lugar que la representación de la tragedia tenía en el mundo clásico: la de mantenernos con los pies bien firmes sobre la tierra.
¿Qué tanto? Porque el conocimiento de nuestro sino mortal nos brinda dos salidas radicales: por un lado nos transforma en cínicos respecto al mundo, alejándonos de las convenciones nos dirige al rompimiento de los vínculos, ahora irrisorios, que nos ataban a la polis. Cuando Julio César cruzó el Rubicón, rompió con todo lo que sabía y se hizo inmortal al precio de asestar a la República un golpe de muerte. Si todo es una gran mentira, si Dios ha muerto, si no existe un arriba y un abajo, podemos ser lo que queramos, incluso dioses fugaces. Pero es imposible dejar de ver que en esta elección también existe una denegación de la muerte.
Otra salida radical es la propiamente melancólica. Justine padece de ataques en los que se transforma en una inválida. ¿Qué sentido tiene luchar? Más allá, la nada. Y ante la falta de expectativas, tranquila, sin nada que perder, recibe en su estoicismo el choque del triste y verde planeta. Los melancólicos asumen con morbosa insistencia la idea de que ya estamos muertos, y si en verdad lo estamos, no hay nada por lo cual sufrir ni gozar salvo en el suave y continuado sufrimiento mismo.
¿No existe otra forma de afrontar nuestro destino? Las religiones han cumplido con esa tarea por siglos y Freud veía en ellas la entendible contraparte a nuestro deseo de completud. La religión no sería sino la respuesta a una angustia profunda. Carl Jung, por el contrario, encontró demasiadas similitudes entre los sueños y delirios de sus pacientes por un lado y los símbolos que los estudiosos de la ciencia de las religiones (Eliade, Otto) habían sistematizado en sus estudios comparativos, por el otro, como para creer en simples coincidencias. El azar no existe y el universo nos habla todo el tiempo. Se ha llamado “Constancia de los símbolos” a este descubrimiento del psicoanálisis profundo: los mitos nos narran un camino que todo hombre debe recorrer, y la melancolía sería una de sus estaciones, una prueba, un aprendizaje como el que Atreyu hace al cruzar el pantano de la tristeza (muere su cabalgadura y él tiene que hacer el viaje solo).
Así al menos lo ha querido ver Joseph Campbell con su hipótesis del viaje del héroe. En Las máscaras de Dios, y en el Héroe de las mil caras, este estudioso norteamericano explora los mitos de las culturas del mundo y adelanta su concepto de “monomito”, patrón que vincula narraciones ancestrales y modernas en la unidad arquetípica de la conciencia humana. Tal como lo había visualizado Claude Lévi-Strauss, la totalidad de la raza humana podría estar recitando una historia mil veces contada de importancia espiritual. Todos los hombres y mujeres del mundo compartimos un camino, y los mitos nos ayudan a entenderlo, y lo que es más importante, a completarlo.
Nuestro destino, nuestra propia presencia en este mundo es inconmensurable. Un chispazo de consciencia en el medio del caos del ruido primigenio. Tenemos entonces tres opciones: la inmovilidad, la locura, o la escucha. Si las coincidencias no existen ¿Por qué no creer en un sentido para todo esto? El llamado a la aventura es, según Campbell, el inicio del viaje del héroe en el que podemos convertirnos.
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Muchas gracias! De eso se trata!
Me encantó, me puso melancólica y me llama a la aventura.