Hace unos pocos días José Ángel Gurría insistía en que para nuestro país ya no es posible seguir esperando las reformas estructurales empantanadas tantos años debido a la falta de consensos políticos: “un adecuado manejo de los factores económicos y sociales llevará a México a crecer a ritmos más acelerados y a reducir la desigualdad”.
A mucha gente atemoriza la frase “reformas estructurales” porque en sus últimas ediciones tuvieron consecuencias desastrosas —al menos en un primer momento. Justo hace diez años Juan Carlos Moreno Brid, Esteban Pérez Caldentey, y Pablo Ruiz Nápoles utilizaron un índice de reformas estructurales (para el periodo 1985-2002) con la idea de responder a la pregunta de si los países que más las habían adelantado —al gusto del consenso de Washington— presentaban tasas de expansión económica más altas. Su estudio en 19 naciones de América Latina y el Caribe no detectó evidencia al respecto. ¿Tal hallazgo quiere decir que debemos decir No a las nuevas reformas? ¿Qué podemos esperar de aquellas alentadas por la Organización para el Desarrollo y el Crecimiento Económico y por el compatriota nuestro que la preside? (Ver Perspectivas OCDE: México, reformas para el cambio).
No me es posible imaginar cómo sería nuestro país si no hubiéramos realizado las modificaciones estructurales de las últimas décadas. ¿Seguiríamos prohibiendo las importaciones? ¿Aún viviríamos del petróleo y de la maquinita de hacer dinero? ¿Seguiríamos comprando fayuca y escondiendo dólares? Pero aún con todos estos escenarios increíbles, las reformas hubieran podido hacerse de una forma distinta.
¿Cuáles son los antecedentes de estas reformas? En noviembre de 1989 el Instituto de Economía Internacional llevó a cabo una reunión de ministros latinoamericanos de economía en Washington. En ella, el británico John Williamson presentó el documento Lo que Washington quiere decir por reforma de política económica, que concebía las crisis latinoamericanas como consecuencia de políticas proteccionistas y de un Estado interventor, ineficiente y generador de inflación, así como producto de elevados déficits fiscales resultantes de una baja carga tributaria y un gasto excesivo. Para salir del atolladero “el consenso” proponía disciplina fiscal, eliminación de subsidios, ampliación de los ingresos y de la base gravable, liberalización de tasas de interés, régimen flexible de tipo de cambio, liberalización de comercio exterior y de los flujos de inversión extranjera, privatización de empresas paraestatales, libre competencia, y garantía de derechos de propiedad.
Antes de las reformas, México basaba su crecimiento en la rectoría económica del Estado, es decir, básicamente en un mercado interno protegido de la competencia extranjera y alimentado por los dividendos del petróleo que, al caer, dejaron a su paso la visión de un sistema administrativo ineficiente, de empresarios que producían productos mediocres, y de bancos sobreprotegidos que sólo prestaban dinero al gobierno. Así, para ser consistentes con los mandatos del consenso, las primeras decisiones tuvieron que ver con la eliminación de impuestos a las importaciones, y la privatización de más de mil empresas gubernamentales. La idea era frenar la inflación, mejorar la competitividad, y sanear las finanzas. No se escuchaba mal. ¿Cuáles fueron los resultados?
Por lo que hace a la manera en que las privatizaciones se concretaron, aún la padecemos con monopolios como Telmex y Telcel. Pero con todo y esto, lo más grave de las reformas fue su secuencia poco esmerada: se liberalizaron los intercambios financieros y las tasas de interés sin una supervición adecuada, y la crisis del 94 con el efecto tequila vertido en todo el mundo fue un ejemplo de lo que sucede cuando se deja hacer a los banqueros y a los inversores. ¿Y qué pasó con los sectores estratégicos? Sus cadenas de producción dejaron de esmerilarse y los pocos pequeños empresarios quebraron. Después de la eliminación de los aranceles, nos volvimos una economía importadora con una balanza comercial desfavorable, lo que también aportó a la deblacle del 94. Es decir, todo se hizo mal, lo que nos lleva a recordar que el diablo está en los detalles. El mismo Williamson señaló que la razón del fracaso de las reformas se hallaba en la forma en que se habían hecho, en su incompletud (del flanco laboral y fiscal) y en la ausencia de atención a los aspectos de lucha contra la pobreza (haberlo dicho antes).
No es posible dudar de que las reformas propuestas por la OCDE sean necesarias (o poner en tela de juicio la necesidad de las de los 80 y 90, o decir que la actual lucha contra delincuencia organizada podía esperar), pero la forma en que se diseñen e instrumenten debe cuidarse en todos sus aspectos. No sé si la reforma laboral propuesta por Calderón sea tan improvisada como su estrategia contra la delincuencia, o si respecto a esta última, su única ventaja sea que deba pasar por el Congreso de la Unión y contar con el respaldo de una mayoría calificada. ¿Qué sucederá con la democracia sindical? ¿Los cambios brindarán mejores condiciones para las familias o por el contrario propiciarán empleos de mala calidad? Porque quizá cuando sea momento de atender otros frentes y propiciar la tan necesaria reforma fiscal, la de seguridad social, la de salud, y la educativa, pudiera hacerse evidente que la laboral se atendió sin una visión de conjunto entre economía y sociedad, con las improvisaciones que gustan tanto a nuestros gobernantes.
Muchas gracias!
Me gustó mucho tu artículo. Felicidades