Nos complace invitar a nuestros lectores a seguir esta nueva columna de José Ovejero, quien colaboró recientemente en la revista con sus “Crónicas de la vieja Europa”. En este espacio convergerán diversos temas culturales, siempre con la elegante pluma de este autor que nos comparte sus pensamientos y reflexiones desde el otro lado del Atlántico.
“He tenido la desgracia de comenzar mi libro por la palabra yo, e inmediatamente se ha creído que, en lugar de intentar descubrir leyes generales, me estaba analizando en el sentido individual y detestable de la palabra”. No sé si compartirá el pudor de Marcel Proust el sinnúmero de escritores actuales en español que escriben yo por todas partes. No me refiero aquí a un ficticio yo narrador, sino a un yo que lleva el mismo nombre que el autor de la novela y con el que comparte rasgos biográficos. Sin necesidad de escarbar mucho en la memoria recuerdo a varios autores que usan esa coincidencia en alguna de sus obras, o que emplean elementos autobiográficos perfectamente reconocibles: Cercas, Fuguet, Herbert, Aira, Pron, Zambra, Halfón, Brizuela, Bruzzone, Luisgé Martín…
La autoficción, como se suele llamar a dicho recurso literario, tiende a emparentarse con esta época caracterizada por la redefinición de la intimidad, debida a la abundancia de espacios de autoexposición como Facebook, los blogs, Gran Hermano… Pero lo novedoso no es el recurso, que se encuentra en autores tan dispares como Cervantes, Proust o Gombrowicz; lo nuevo es que sean tantos los autores que practican con entusiasmo el difícil arte de convertirse en personajes.
Si la autobiografía la suele practicar un autor que ha obtenido la condición de personaje en la vida real, es decir, se trata de alguien tan conocido o admirado que el público quisiera conocer detalles de su vida o de la etapa histórica que le tocó en suerte, la autoficción funciona con reglas diferentes. No es que el autor escriba su vida por considerarla más singular que otras; es el hecho de ser escrita lo que la hace singular. Su representación la vuelve valiosa.
Y en ese sentido la autoficción se suma a las técnicas de autopromoción en las redes sociales. No son pocos los escritores que multiplican su presencia en ellas, nos informan de minucias de sus vidas, conocemos a sus mascotas y asistimos a sus fiestas, te acosan para que te hagas fan de su perfil, e incluso algunas escritoras posan en bikini o desnudas como si se tratara de famosas del mundo del espectáculo. Aparecer en muchos sitios, tener muchos seguidores; la presencia viral se convierte en valor de mercado, y el reconocimiento del mercado es el que hoy dicta el canon literario. Y de paso se sortea la condena a muerte que Barthes emitió sobre el autor: si él decretaba su defunción afirmando que la biografía o la intención del autor quedaban sustituidas por el texto, y la única relación que contaba era la del lector con la obra, la autoficción consigue el milagro de resucitar al autor al convertirlo en integrante del texto.
Sin embargo, sería apresurado concluir que la autoficción se reduce a un mero ejercicio de vanidad. Primero porque en muchos libros el posible impudor queda matizado por la posibilidad de que parte de lo narrado sea ficticio. Algún autor incluso desmantela la pretendida verosimilitud del texto —Julián Herbert en Canción de tumba—, señalando a posteriori que tal parte es inventada o que las cosas no fueron como cuenta. Esta forma de autoficción pone en duda la promesa de búsqueda de la verdad del realismo y en particular de la literatura confesional, como cuando Aira escribe en Cómo me hice monja una historia infantil que podría ser autobiográfica y, aunque mantiene el nombre, se cambia el sexo. La literatura se convierte entonces en un espectáculo de máscaras en el que se desmonta la relación entre ficción y realidad.
Pero además, muchos autores que practican la autoficción dirían, como Proust, que su interés no se centra en la propia historia ni en el propio carácter, sino en la búsqueda de un tiempo pasado, rastreando un trauma familiar —Halfón, Brizuela, Zambra, Bruzzone, etcétera— que con frecuencia afecta a toda una sociedad, como cuando la infancia, o la historia de los padres, tiene lugar bajo cualquiera de las dictaduras latinoamericanas del último tercio del siglo pasado.
Tras el ciclón de la posmodernidad que desarboló los intentos de explicación global de los fenómenos colectivos y desprestigió las ideologías que sustentaron buena parte de la literatura comprometida, el escritor investiga ese pasado opresivo, que a menudo es una forma de expulsión del —supuesto— paraíso de la infancia, y se acerca a él desde la experiencia individual. La familia reemplaza a la sociedad, los recuerdos personales al recuento histórico, la ficción, a veces disparatada, a las narrativas consensuadas y a menudo solemnes de los acontecimientos políticos. El pasado es una ficción más, a la que solo podemos acercarnos mediante ficciones individuales.
Montaigne introducía sus ensayos con una advertencia demasiado modesta: “Así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro: no hay razón para que ocupes tu ocio en tema tan frívolo y vano.” El autor de autoficción nos seduce con el argumento opuesto: “Leedme, yo mismo soy la materia de este libro —¡esta es mi carne!— ”, aunque luego se libre a un juego de máscaras que a veces, es verdad, resulta frívolo y vano, y otras nos engatusa con ese yo individual y detestable para, sin embargo, ponernos en contacto con una experiencia que trasciende lo personal. ~
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JOSÉ OVEJERO (Madrid, 1958) es colaborador habitual de diversos periódicos y revistas europeos. Entre sus novelas se cuentan Un mal año para Miki, Huir de Palermo, Las vidas ajenas y La comedia salvaje. Es autor, además, de poesía, ensayo, cuento y crónica de viaje. Ha recibido los premios Ciudad de Irún, Grandes Viajeros, Primavera de novela y Villa de Madrid “Ramón Gómez de la Serna”. Obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo 2012 por La ética de la crueldad. www.ovejero.info
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