La gente se ha detenido a observar la maniobra. Quieren ver al muerto, quieren corroborar su propia mortalidad al mirarlo, se juntan en una larga fila de cuerpos que cuelga de la parte superior de la fotografía “Sin título. (Rescate de un ahogado en Xochimilco con público reflejado en el agua)”, tomada en 1960 por el célebre fotógrafo mexicano de nota roja Enrique Metinides. Los mirones invertidos, reflejados en el agua turbia, observan a un hombre atado a una cuerda meterse en el agua. En el agua lodosa flota un cuerpo gris al que han de sacar, de secar. Es el ahogado. El agua que lo rodea no se parece líquida, en la foto se siente sólida, como un pálido flan de mercurio.
La experiencia de ver un cadáver es tan única como la muerte misma. Cada caso es singular. Uno observa un cadáver por primera vez, dos veces; quizá a la tercera vez le siga atormentando, pero después uno ya no lo ve, sabe que verá muchos más y la costumbre avasalla. El paso del tiempo lo asegurará, veremos más. Unos en vivo, otros en imágenes.
Cuando el asombro cesa, la fotografía del cadáver suple a la experiencia directa de mirar a un muerto. Nos estremecemos ante la portada de la nota roja casi del mismo modo en que lo haríamos frente al cuerpo inerte. No es tanto el cuerpo, sino el hecho que se esconde tras su recién adquirido estado, lo que nos tortura. A través de una imagen se mantiene el vínculo entre las experiencias, entre lo vivido y lo visto permanece una constante: la certeza de que aquel está muerto, y yo, que lo miro, todavía no, aunque lo estaré.
Nada es gratis, y el precio que se paga por mirar a los muertos es que se les roba el espacio privado de su propia muerte. Se les impone y niega su soledad en el mismo gesto. La distancia entre el cuerpo y el público que lo observa, en vivo o en la fotografía, es insuperable; aunque estemos ahí, mirando, quizá incluso acompañando, su cuerpo está inevitablemente abandonado, solitario. La fotografía de muertos rompe la distancia segura entre observador y observado, roba la intimidad de la partida, y traiciona a la muerte misma al perpetuarla.
Se habla mucho del daño moral que genera el morbo en la sociedad. Se reprueba, especialmente hoy en día, a “los mirones”, esa masa reunida que se detiene para observar al cadáver caído, al coche chocado, al niño baleado. Ante esto yo respondería: que lance la primera piedra aquel que no haya pecado de morbo. Y continuaría con una hipótesis. ¿Qué sucedería si el morbo, que reúne a los mirones en todo crimen público, surge más bien de un impulso de memorialización apegado al duelo y la remembranza pública? Lo que verdaderamente me parecería escalofriante, es que se encontrara a un muerto, y nadie se quisiera quedar a enterarse qué fue lo que sucedió. ¿Será que el morbo pueda ser más bien parte de una ritualidad social, una catarsis a través de la cual resulta posible procesar la muerte de un individuo en un nivel colectivo? Mucho se critica al que se detiene a mirar a los muertos. Peor, opino yo, sería que nadie los mirara. Sería entonces como si nunca hubieran muerto, y por ende, como si nunca hubieran vivido.
Felicidades doña Helena, este texto le salió muy bonito. Me reconforta mucho ver al morbo desde su perspectiva, es más, lo voy a practicar más seguido. La imagen es también fenomenal. un abrazo