La forma en que una sociedad percibe, piensa, concibe e imagina el poder es la que, en alguna medida, determina su conducta y acción políticas. Es por ello que las estructuras de poder se basan, crean y recrean en la cultura política, que es un basamento indispensable para su mantenimiento pero también, en un momento dado, para su derrumbe. Sobre la actualidad de algunos rasgos específicos de la cultura política de los mexicanos, sus elementos, sus continuidades, sus consecuencias y sus posibilidades de transformación, Este País conversó con Miguel Limón Rojas. Licenciado en derecho por la unam, Limón Rojas ha sido profesor en esa universidad. Ha ocupado diversos cargos públicos, entre los que destacan los de secretario de Educación Pública y director general del Instituto Nacional Indigenista. Actualmente es consultor y presidente de la Fundación para las Letras Mexicanas. ARM
ARIEL RUIZ MONDRAGÓN: ¿Cuáles son las continuidades en las estructuras de poder y qué cambios ha habido en ellas en el proceso de democratización del país?
MIGUEL LIMÓN ROJAS: Me referiré a los tiempos recientes. El cambio más importante fue el que hizo posible el acceso a una democracia formal en el año 2000 y que llevó a la realidad los principios establecidos en nuestra Constitución política. Tardamos mucho tiempo en llegar hasta ahí.
Para posponer ese cambio se expresaban explicaciones y justificaciones; entre estas, la de mayor peso fue la que se refería a los principios constitucionales que tienen que ver con el ejercicio de las libertades, de los derechos políticos; se decía que la Constitución era un programa por el que debía transitarse para lograr propósitos y objetivos; según esto, el país iba avanzando en un desarrollo social y político que habría de derivar en algún momento en la democracia formal. Para rebatir la crítica que condenaba al régimen como autoritario, se insistía en que al compararnos con las dictaduras militares del sur del continente estábamos en mucho mejor situación, y se ponderaban las ventajas de la estabilidad y el desarrollo social sostenido a lo largo de décadas.
El establecimiento de un órgano responsable de la organización de las elecciones dotado de autonomía representó un cambio fundamental de la mayor importancia. No debemos olvidar que a esto se llegó mediante aproximaciones que tuvieron lugar después de las expresiones de inconformidad del 68.
Pero creo que permanece muchísimo del pasado: viejas prácticas y actitudes están presentes de muchas maneras. Debemos recordar que la cultura política deriva de nuestra identidad y tiene mucho que ver con nuestras raíces históricas, tradiciones, usos y costumbres. Sobre lo anterior hay estudios que ilustran y que vale la pena tener en cuenta.
¿Cuáles son, en su opinión, los elementos de la tradicional cultura política de los mexicanos que hoy se manifiestan de manera más notoria?
Es importante poder identificar cuáles son aquellos aspectos que conforman nuestra cultura política, eso que Jacqueline Peschard identifica como “el imaginario colectivo construido en torno a los asuntos del poder”. Se trata, esencialmente, de la manera como los mexicanos nos relacionamos en lo individual y colectivo con el poder a partir de las ideas y prácticas que hemos cultivado. Todo esto viene de muy atrás. El cacicazgo que aún existe dejó hondas secuelas, remachadas por las enseñanzas concentradas en el catecismo del padre Ripalda, del que derivaron valores que nos conformaron como individuos y como sociedad. Pensemos en las décadas posteriores a nuestra independencia en el siglo xix, en los comportamientos de los caudillos; repasemos un poco los usos del señor Santa Anna, ese tristemente célebre personaje político que tantas veces ocupó la Presidencia de la República –en 11 ocasiones accedió al poder–, y recordemos las habilidades de que se sirvió para utilizar personas, partidos e ideologías opuestas a fin de conseguir sus objetivos. El comportamiento de este caballero ilustra aspectos lamentables de nuestra identidad que han perdurado.
Pero tenemos, por otra parte, al gran personaje de nuestra historia: Juárez, el indio presidente, quien fue por definición un hombre de poder, que hizo gala de un virtuosismo político singular toda vez que supo seguir los principios como norma de conducta e impulsar los valores indispensables para construir la República.
Juárez sirvió a los grandes valores de la política, necesarios en su tiempo y necesarios siempre: la legalidad, la defensa de la Constitución, la fundación del Estado laico, la observancia del orden republicano y una cuestión fundamental que se refiere a un ejercicio del poder subordinado al propósito de servir. Eso es lo esencial.
Entonces, podemos explicarnos cómo los mexicanos tenemos en nuestra cultura política signos, rasgos y comportamientos que provienen de esa primera y lamentable imagen que coloridamente consolidó el señor Santa Anna, pero tenemos también otros aspectos derivados del buen ejemplo; por eso es que la nación subsiste y por eso persisten los esfuerzos por mantenerla viva, porque el ejemplo de Juárez y de quienes abonaron para esa causa está vigente.
¿Qué elementos importantes destaca usted de la cultura política mexicana?
Algo muy negativo ha sido el entendimiento patrimonialista del poder que existe en los mexicanos desde hace siglos. Este aspecto tiene que ver con la búsqueda del poder para acumular riqueza, para apoderarse de bienes que no nos corresponden. Abundan ejemplos de búsqueda y ejercicio del poder con este fin, aunque han existido muchos otros casos relevantes en los que, sin haber buscado el poder con ese propósito, se cae en esa trampa, en esa debilidad, y en función de ella se sacrifican valores que habrían guiado la intención original del individuo, que en el camino los abandona. La fuerza de las convicciones no siempre es la misma; la voluntad debe ser alimentada y debe haber una conciencia que vigile permanentemente la conducta. El sentido de la responsabilidad ayuda a evitar el extravío.
Otra cuestión a resaltar es la debilidad del principio de legalidad que existe entre nosotros; es decir, no le reconocemos a la ley la importancia que debe tener para subordinar a ella nuestro comportamiento, para atenernos al mandato y restricciones que de ella se desprenden. Si observamos lo que en muchos aspectos acontece, podemos darnos cuenta de lo común que resulta realizar esfuerzos para encontrarle a la ley los subterfugios y los huecos que permitan burlarla y evadirla.
Mientras no nos tomemos en serio la observancia de la ley, vamos a seguir teniendo un Estado de derecho débil y unas prácticas políticas deficientes.
Podemos encontrar otras prácticas fundadas en el santanismo y en la cultura caciquil: la enorme dificultad para decirle que no al poder cuando se contrarían nuestros principios, así como la disponibilidad de rendir culto al poderoso, independientemente de que este sea o no respetable. Se acude con verdadera fruición a rendir obsecuencia cuando esta se traduce en pago de lo indebido o bien para obtener del poderoso favor, amparo, protección, y en ocasiones para lograr lo que la justicia debía darnos. Esto es algo que tiene muchísimas expresiones en la vida real.
Otra nota común en nuestra cultura es la que se refiere al oportunismo, es decir, la capacidad de regir nuestro comportamiento a partir de las conveniencias y no de las convicciones. Esta disponibilidad a cambiar de signo, a asimilarnos, a ceder, a hacer concesiones ideológicas sin límites, a dejar a un lado los principios y adaptarnos a lo que las circunstancias nos dictan. Hay que decir que esto no es privativo de los mexicanos, de nosotros como pueblo, sino que se ha encontrado históricamente en todas las sociedades, con características y expresiones muy diversas; pero los mexicanos, probablemente, hemos realizado aportaciones muy originales que puedan ser comparadas vistosamente con ejemplos de otras latitudes.
Se ha hablado mucho en los últimos años de los poderes fácticos, que son aquellos que van más allá de lo institucional y, a veces, de lo legal. ¿Cómo se expresa la cultura política en el funcionamiento de estos poderes fácticos?
Los llamados poderes fácticos hacen referencia al mundo de los intereses. Estos existen en todas las sociedades y se le presentan al Estado como parte de la realidad que hay que tener en cuenta; pero para la política lo importante es que los procesos que tienen lugar en el seno del Estado permitan que la libertad ciudadana se exprese más allá del juego de intereses. Es decir, el juego de intereses estará siempre presente, pero deberemos sentirnos siempre inconformes con que sean estos los que se impongan por encima de los intereses generales. Esto es siempre un problema fundamental en la política, pero en las organizaciones republicanas y democráticas debe ser un propósito indeclinable el de alentar y hacer posible la pluralidad que debe caracterizar a las sociedades abiertas. En eso debe consistir precisamente la política: impedir que haya intereses minoritarios que, por su peso y no por su legitimidad, se impongan a la sociedad impidiendo que esta se exprese y dé lugar a los derechos de todos en el ejercicio del pensamiento, de las posibilidades de plantear propuestas alternativas de desarrollo para una sociedad.
¿Cómo observa la actuación de los poderes fácticos en los años recientes?
Hay una expresión en la teoría política que dice que en política mandan los intereses y no los príncipes; es decir, que los intereses tienen generalmente la fuerza para colocarse por encima de las instituciones abocadas a tomar las decisiones de interés general. Nosotros pensamos que el acceso a la democracia en el año 2000 daría al país mejores posibilidades para lograr que, a través del ejercicio de las libertades, el interés general tuviera una expresión de mayor fuerza. Y me parece que podemos encontrar diversos ejemplos, muy elocuentes, que hacen ver que esto frecuentemente no ocurre.
Tampoco ocurre algo que sí debiera suceder, y es que el acceso al poder institucional estuviera más abierto a personas identificadas con intereses de carácter general. Según hemos podido analizar la composición del Congreso, no podemos asegurar que la calidad de sus miembros después del año 2000 se parezca a lo deseable para contar con un cuerpo político dedicado a servir al interés de la República. De allí que no sea posible responder satisfactoriamente a la crítica que se formula a los partidos políticos con respecto al papel pobre que han desempeñado.
De muy diversas maneras, es posible observar cómo la cultura política se expresa en esas organizaciones: frecuentemente reclutan y proyectan a personas que nada tienen que ver con su plataforma de principios, con su ideología, con su propuesta política. Este comportamiento de los partidos incide en el oportunismo, en el sacrificio del compromiso ético y de las ideas que motivaron formalmente su aparición y que han abanderado su lucha política. Vemos la facilidad con la que todo esto se sacrifica en función de posiciones, de conveniencias y de circunstancias. Es fácil apreciar cómo los partidos recogen individuos que dan maromas de un columpio al otro, lo que ocurre todos los días, incluso en las alianzas y las contraalianzas.
Allí nuevamente nuestra cultura política expresa debilidades que deben ser superadas. Ante esa debilidad de la política y de los políticos, pues es muy fácil que los intereses obtengan lo que buscan.
Nos desespera el no advertir que se lleven a cabo los cambios necesarios, pero hay que decir que estos son lentos y no todo se da simultáneamente ni de manera lineal. De todas formas es preferible un Congreso en el que se discute y polemiza, y en el que las decisiones no provienen de un solo hombre. Lo deseable sería que además las decisiones no resultaran impuestas por intereses poderosos pero menores al interés general.
¿Esta debilidad de la que usted habla sería nada más de los políticos o también de las instituciones?
La debilidad de los políticos se traduce en debilidad de las instituciones. Los vicios también están enquistados en la sociedad, de ella provienen los políticos. En esta encontramos frecuentemente comportamientos de oportunismo, de acomodo, de falta de memoria.
Es penoso reconocer cómo en la sociedad hay tanto reconocimiento para lo que se conoce, vulgar y muy extensamente, como la transa. Esta representa el procedimiento a través del cual se logra evadir lo que legalmente debe ser; es por medio de ella que se obtienen los beneficios que no nos corresponden, la forma de lograr también el respeto a algo que creemos que corresponde a nuestro derecho y que no se nos reconoce, y para eso tenemos que incurrir en el soborno, en la transa: transamos al funcionario para hacer valer un derecho que de todas formas debía sernos reconocido. Socialmente es admirada aquella persona que por su habilidad en la transa llega lejos sin ser sorprendida y detenida. Y como consecuencia de eso y por la fuerza social que representa, como no puedo cambiar las cosas pues mejor me adapto; entonces aparece otra figura, que es la del cinismo, que nos permite ver como natural y como correcto aquello que no lo es. Esto está en nuestra cultura política, y es algo que debemos superar.
Para la historia moderna de México, lo que políticamente ocurrió en el año 2000 consiste en que los ciudadanos hayan podido expresarse libremente, y que esa expresión haya sido respetada; esto es de una enorme importancia. Este hecho, de gran significado debió dar lugar a consecuencias de mayor relevancia con un claro sentido de progreso político. Trabajar más claramente a favor de un orden político menos dependiente de unas cuantas voces. Debimos ver surgir una clase dirigente y unas organizaciones políticas que plantearan nuevos comportamientos, más responsables, más comprometidos.
Es lamentable observar cómo subsisten y persisten aspectos de corrupción y de abuso en torno a los procesos electorales; ni siquiera dimos ya ese salto para dejar atrás antiguas prácticas –como la compra de votos– que se adjudicaban de manera exclusiva al pri, pero que podemos encontrar en todas las organizaciones, desde luego también en las que lucharon por establecer formas distintas de hacer la política.
Es muy penoso que subsista en la sociedad la sospecha del fraude en las elecciones; esto debería haber quedado superado para siempre.
Un problema muy serio es el de la falta de confianza, desde luego hacia los gobernantes pero también entre los propios gobernados. La confianza es un aspecto esencial en la vida colectiva; alcanzarla debe ser un propósito indeclinable.
¿Existen en nuestra cultura política rasgos positivos?
No todo en nuestra cultura política es negativo; decíamos que Juárez y aquellos grandes liberales del siglo xix, así como otros mexicanos respetables, nos heredaron valores que nos orientan.
Algo muy positivo que preservamos es el laicismo. Nuestra sociedad lo valora ampliamente; está convencida de que los ministros de los cultos no deben intervenir en los asuntos del Estado; es partidaria de que el clero permanezca fuera de las decisiones políticas. No faltan situaciones que recurrentemente ponen a prueba el principio. Otro aspecto muy positivo lo encontramos en que a pesar de la violencia y de la amenaza que esta conlleva, la gente continúa prefiriendo vivir en democracia, la considera una conquista que debe ser preservada y desea que no se ponga en entredicho. Entonces, debemos pensar también que el cambio fundamental que tuvo lugar en el año 2000, si bien no logró todo lo necesario, sí dio lugar al ejercicio de libertades que debemos preservar y cultivar. Es probable que las transformaciones de gran calado puedan lograrse más lentamente. Para llegar a ello serán de enorme valor los buenos ejemplos en los políticos y en los partidos, que debieran revisar su manera de comportarse, reaccionar ante las expresiones de reprobación de la sociedad, y esta, por su parte, observarse más a sí misma, verse en el espejo de los partidos.
Los buenos ejemplos deben venir de toda nuestra clase dirigente; es decir, de las personas, los grupos y las organizaciones que mayor fuerza ejercen en la marcha del país cuando toman decisiones, cuando dan un paso en un sentido o en otro, cuando están en la posibilidad de optar, de escoger, de decidir. Debieran tener en cuenta lo que su actuación significa para el país.
Estamos urgidos de buenos ejemplos para construir una moral social y política más fuerte, más apegada a los principios, y que al mismo tiempo vaya impulsando los cambios que deben transformar nuestra cultura política para irnos acercando todavía más a los ideales que como sociedad, como Estado y como nación nos hemos trazado. Estar a la altura de lo que en el discurso proclamamos.
Usted pone énfasis en la clase dirigente, pero ¿cuál es el papel de la ciudadanía en estos cambios culturales?
Cada ciudadano tiene un deber moral y político frente a sí mismo, frente a su familia, frente a sus padres e hijos, frente a todos los demás.
Entonces, efectivamente, es del comportamiento ciudadano de donde más debemos esperar; pero quiero decir que quienes mejores oportunidades han tenido, mayor responsabilidad tienen en la formación de la moral ciudadana. Sabemos que una responsabilidad muy grande es la que tienen los medios de comunicación.
Para avanzar en el sentido deseable y a pesar del individualismo, podemos tomar ejemplo de las comunidades indígenas, que otorgan a lo colectivo y al interés general el gran valor que les ha permitido sobrevivir en la adversidad.
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ARIEL RUIZ MONDRAGÓN es editor. Estudió Historia en la UNAM. Ha colaborado en revistas como M Semanal, Metapolítica y Replicante.
me gustaría poder descargar algunos capítulos de gran interés, que en este caso es la entrevista de limon rojas, y la medicion de valores para vivir en comunidad