En el 44 aniversario del movimiento estudiantil de 1968, el autor nos ofrece un emotivo relato de lo que aconteció en una de aquellas noches en que las oscuridades eran más densas y la incertidumbre más aplastante, cuando miles de jóvenes intentaban hacerse escuchar —quizá por primera vez— ante un gobierno sordo y una sociedad apática.
La noche había caído entre esos edificios llenos de pasado. La luz pública de aquel año, 1968, no había sido encendida en varias calles a la redonda y solo algunas luces de los organizadores se movían en el centro de la enorme planicie de cemento de la Plaza de la Constitución, el centro de la ciudad y de México entero. Al fondo de la avenida 20 de Noviembre, la luz vibrante del resto de la ciudad hacía parecer que esta respiraba, como si fuera un ente con vida propia. Miles de manifestantes que habíamos partido del Museo de Antropología, caminado por Paseo de la Reforma, Avenida Juárez y Francisco I. Madero hasta la Plaza de la Constitución, permanecíamos sentados en esa gran plataforma. El calor de la tarde se había convertido en fresco, y luego en frío, tal vez así lo sentí por el nerviosismo que comenzó a invadirme. No circulaban automóviles como era usual, por lo que fue más sorprendente ver a un camión guinda y blanco del Politécnico entrar por 20 de Noviembre y, en vez de seguirse por la cinta asfáltica, continuar sobre la explanada. Llegó al centro, a un lado del asta central de la bandera de México y allí se detuvo. De inmediato, varios jóvenes subieron al toldo del autobús. Desde donde me encontraba, reconocí entre ellos a uno de los líderes del Comité de Huelga del movimiento estudiantil que se había iniciado un mes atrás. Todo empezó a partir de la violencia de la policía cuando, al perseguir a un grupo de politécnicos que habían peleado en la calle contra los de una preparatoria particular, irrumpieron en la escuela de los primeros y golpearon a los que se encontraron al paso. Luego, hicieron lo mismo cuando el 26 de julio siguiente los que protestaban por lo anterior se unieron a los que festejaban la revolución cubana y, una vez juntos, decidieron marchar a la Plaza de la Constitución, lugar que no les había sido autorizado.
Era la noche del martes 27 de agosto de aquel año. Concluía la tercera manifestación multitudinaria de ese movimiento. Algunos manifestantes seguían en la Plaza sin hablar mucho, los que íbamos solos, menos, salvo los oradores. La noche siguió su marcha de negrura por esas calles del Centro que, horas antes llenas de automóviles y gente, ruido y luz de las oficinas, bancos, hoteles, restaurantes, bares y comercios, daban un aspecto de abandono. Todo se había hundido en las tinieblas. Parecía que fuera de los rumores de esa multitud instalada en la Plaza no había nada ni nadie más. Una ciudad deshabitada nos rodeaba. Parecía acecharnos. Las puertas y ventanas estaban cerradas; las cortinas metálicas de los comercios, bajadas; los anuncios luminosos, apagados; las calles y avenidas se extendían llenas de sombras y silencio. El edificio de la Catedral Metropolitana —cuyas campanas habían sido tocadas poco antes por los manifestantes—, el Palacio de Gobierno, el Monte de Piedad, el Ayuntamiento y el Hotel de la Ciudad de México, se levantaban como gigantescos espectros de nuestra historia. Cuando se asomaba la luna, ese paisaje de luz opaca, gris y sombras, cobraba una extrañeza que llegaba a lo extraordinario.
Cuando llegamos a la Plaza, todavía con la luz de la tarde, miré alrededor: era una vista aplastante de epopeyas patrias, de belleza, sobre todo para el que la veía desde su centro. Por un momento, me pareció ver detrás de las almenas del Palacio de Gobierno gente que se ocultaba. Me imaginé que eran soldados armados y que del otro lado de los altos y anchos portones del Palacio esperaban los tanques de guerra, o varios de los blindados pequeños y rápidos que había visto en algún desfile militar. Me imaginé, también, que en las calles aledañas, sobre todo detrás del Palacio, esperaban varios camiones de soldados preparados para entrar en combate. Mientras miraba a mi alrededor, me pregunté, ¿hasta cuándo podremos seguir llegando hasta aquí, el corazón de la ciudad y del país?, ¿hasta cuándo y hasta dónde marcará su límite de astucia el gobierno? Me estremecí. En ese momento, en la Plaza, entre las sombras de la noche, estaba solo, en medio de toda esa multitud, estaba y me sentía solo. Pese a todo, la noche y sus sombras hicieron que recuperara algo de tranquilidad. Tal vez me veía menos al descubierto. Eran sentimientos contradictorios que me daban ánimo y me derrumbaban.
Ya no oía con claridad, o sí oía, pero como si no fueran dirigidas a mí las palabras airadas de los oradores, de pie sobre el camión guinda y blanco, que se ayudaban con un altavoz portátil. Volví a sentirme demasiado pequeño en la Plaza. Al fondo, las puertas del Palacio eran pintarrajeadas por algunos con la intención de plasmar algunas consignas o solo para ensuciar, para borrar esas maderas pesadas. La audacia de aquellos adelantados llegó a tal extremo que, de pronto, vi llamas en una de las puertas. Pensé, ahora sí van a empezar los cañonazos. Pero las llamas, que al desatarse alcanzaron alguna altura, se extinguieron con rapidez. Creo que fue una especie de gran fogata encendida con toda la mala intención de incendiar esa puerta que, por fortuna para nosotros, no se hizo realidad. Sentí lástima por la vieja puerta. Ese acto sacrílego —el de intentar destruir una puerta histórica— me mostró el escaso valor de la historia para la muchedumbre.
A un lado y al otro mi mirada encontraba jóvenes que hablaban y reían a veces pero tenían detrás una expresión circunspecta. Tal vez, como yo, estaban tensos; tal vez era que yo proyectaba en ellos mi propia intranquilidad. Por el altavoz que pasaba de mano en mano, arriba de ese camión, se dijo, con diferentes voces, que nos íbamos a quedar allí, en un plantón permanente hasta que las autoridades gubernamentales dieran solución a nuestras demandas. No supe qué pensar. De alguna manera mantenía yo una actitud dócil. Un poco estábamos en manos de los oradores, o de los dirigentes estudiantiles, o quién sabe de quiénes. Esta idea me espantó. ¿Quiénes eran los dirigentes estudiantiles? ¿Los conocía en realidad? No, solo conocía a uno de vista, el que representaba a mi escuela, la de Economía del Politécnico en el Comité de Huelga. A otros los había visto en alguna fotografía del periódico. ¿Qué es todo esto y a dónde va?, me pregunté. No sabía con exactitud qué era y a dónde iba todo aquello pero permanecí en mi sitio. En un rincón del medio, mal protegido entre las sombras. Solo, a mitad de esa enorme multitud. Pese a todo no me sentía perdido.
Del altavoz portátil salió la advertencia de que si no se hacía el diálogo público y se cumplía nuestro pliego petitorio, que eran unos cuantos puntos, ninguna fuerza represiva nos movería de allí. La noche ya se había hecho madura. Entre la oscuridad y los reflejos de la escasa luz de algunas lámparas que manejaban los que estaban arriba y alrededor del camión guinda y blanco, en medio de un clamor que aumentaba, de pronto, vi que izaban una bandera, y no parecía la de México, en el asta gigante erigida en el centro de la Plaza. Yo no estaba muy cerca del asta, pero alrededor de esta muchos aplaudían, otros reían y festejaban lanzando consignas, como una prueba del triunfo que empezaba a estar de nuestra parte, decían los oradores por el altavoz, después de tantos descalabros sufridos, y no era más que el principio, decían. Se oyeron porras al Politécnico, a la Universidad, a la Normal y a la huelga estudiantil. La bandera llegó hasta lo alto de la larga asta y allí la sacudió el viento y fue cuando todos descubrimos lo que era en su plena extensión. Algo nunca visto. Una bandera roja y negra que ondeaba en el asta de la bandera nacional en el centro de la Plaza de la Constitución. Una bandera que me pareció que, en ese lugar y en ese contexto, era una provocación y hasta tenía algo, por lo negro y lo rojo, de signo maligno. Aventuré que algo se derrumbaba y algo nacía o renacía —cada quién sus fantasmas y ansiedades. Pero yo no sabía qué era uno ni qué era lo otro. Porque, en esa ocasión, se hablaba de justicia, de castigo a los culpables, aunque no se mencionaban la democracia ni derechos individuales ni nadie lo extrañaba. Me parece que muchos, otra vez me aventuré a pensar, estábamos satisfechos con el hecho de haber llegado allí a esa Plaza que parecía intocable para los mortales. Y estos éramos quienes, precisamente, estábamos posesionados nada menos que de ella, el centro del país, el centro del poder por casi cinco siglos. La emoción era grande y eso debió de habernos tenido tensos también. Entonces, nadie estaba acostumbrado a esa clase de privilegios.
Así pasaron una o dos horas, en la excitación de la pequeña victoria. Que para muchos jóvenes, como yo, que no tenían nada, ya era mucho: estar allí, posesionados de un territorio sagrado. No sabíamos por cuánto tiempo pero eso no importaba. Era el momento. Ya sabía yo, por otras experiencias, que solo el instante que se vivía era el que existía. Y a eso nos ateníamos los allí reunidos, vivíamos ese momento como si hubiera sido eterno. La multitud permanecía en orden, cada quien conservaba su sitio en la explanada. Los que pintarrajeaban las puertas, los muros del Palacio, los que hablaban desde el toldo del camión, eran los menos, unos cuantos. Los silenciosos, casi todo el tiempo, éramos los muchos, la mayoría quieta.
De pronto, bajo ese cielo oscurecido, ya que el resplandor de la ciudad que venía de lejos, por la avenida 20 de Noviembre, había desaparecido, una voz se impuso sobre los rumores y la fatiga de la multitud.
–¡Se les comunica que, según la ley… no está permitido…!
El corazón me retumbó en el pecho. Miré de soslayo a un lado y al otro y los demás, entonces sí, estaban igual que yo, sorprendidos, temerosos. En otro momento, los chiflidos y las mentadas de madre hubieran sido la respuesta. A esas horas de la noche, después de lo que se conocería como la gran manifestación del silencio, debajo de esa bandera roja y negra que ondeaba en el asta, esa voz que daba órdenes, que venía de no se sabía dónde (aunque lo indicado era que saliera del mismo Palacio de Gobierno), la realidad cobró su color más infame. El color de los otros. El de los que tenían la fuerza. Era una sensación ya conocida por mí, cuando era niño, ante la amenaza del miedo que me asaltaba de vez en cuando sin saber por qué. Sentí el soplo envenenado de ese miedo infantil mezclado con el del adulto. Pero me recuperé. Junto con los otros, como en una coreografía ensayada, me puse de pie.
–¡…deberán desalojar esta Plaza de inmediato!
Detrás, adelante y a mi lado muchas sombras se agitaron. Otras quedaron paralizadas, yo entre estas.
–¡Es el último aviso que se da para que desalojen pacíficamente!
No escuché si los organizadores del plantón dijeron algo. No lo recuerdo. En todo caso no me enteré si trataron de reorganizar a la multitud. Lo cierto fue que, como si hubiera visto al propio demonio, vi cuando se abrió la puerta central del Palacio, la que habían intentando incendiar poco antes, y se abrió una gran bocaza negra, de la que salieron con rapidez tres o cuatro tanques ligeros, vehículos chatos, blindados, con ametralladora, que rodearon a la multitud en un movimiento de pinza. En ese preciso instante se hizo un griterío y una terrible confusión. Los allí reunidos chocábamos unos con otros, aunque todos debíamos haber llevado la misma dirección: la que nos alejara del Palacio y de esa Plaza que no era tan nuestra como parecía unos minutos antes. Yo corrí, en sentido contrario al de los vehículos blindados, hacia la calle 5 de Mayo. Por fortuna, a pesar de la confusión, la alcancé pronto. Una vez allí, me pareció ancha y larga, oscura, llena por los que escapaban y, por lo tanto, fácil para el trabajo de los perseguidores, así que decidí escabullirme por una calle estrecha que no reconocí, todavía más oscura y que desembocaba en Tacuba. Luego me hallé en otra callecita que tampoco supe cuál era y otra más. Me sorprendí cuando noté que no había nadie junto a mí. ¿En qué momento me había quedado solo? La oscuridad y los viejos edificios, con ventanas y puertas cerradas, eran el perfecto escenario para una pesadilla, la misma que ya estaba viviendo. Me dio miedo. Un miedo inexplicable. Pero era el miedo a ser capturado por los perseguidores y asesinado a punta de bayoneta, también a ser agredido por asaltantes con navajas o pistola, o simplemente me espantaba la nada que se extendía ante mí.
Primero caminé por el centro de la calle. En seguida me deslicé pegado a las paredes, buscando refugio, no ser visto. Solo escuchaba mis pasos y el rumor de mi ropa cuando la restregaba contra algún muro. ¿Dónde había quedado todo aquel barullo de la escapada de los manifestantes? ¿Dónde habían quedado los otros? ¿Dónde había caído yo? Sí, me asaltó el temor de estar perdido y a esa hora y en esas condiciones… ¿Qué calle, qué lugar era ese? Me di cuenta, en la penumbra que permitió la salida momentánea de la luna, que esos edificios eran como a los que me tenía acostumbrado el Centro Histórico, aunque mostraban algo diferente; por lo pronto, eran desconocidos para mí, eran como de otro país, como de otro mundo. Bajé la vista y descubrí que no estaba pavimentada la calle, sino adoquinada y en partes empedrada, lo que era extraño en la ciudad. ¿En dónde diablos me había metido? En mi afán de despistar a los perseguidores me había atrapado yo mismo en quién sabe dónde.
Pese a todo, no quería detenerme, menos regresar. ¿Regresar a las garras de los perseguidores? Además, no sabía ni por dónde había llegado. ¿Qué hacer? Abría los ojos lo más que podía al tratar de ver algún punto de esperanza. Tampoco esperaba que pasara un taxi y tomarlo, tal vez porque nunca tenía dinero para eso. Además, en ese mundo extraño, ¿por qué iba a haber un taxi? El caso era que no sabía qué podía sacarme de esa trampa. No pensaba en nada más que en que estaba atrapado. No se notaba el menor movimiento a mi alrededor. No había luz, no había gente, no había vehículos, ni perros, ni gatos, ni ratas se veían. ¿En qué mundo había caído? Pensé que mi último recurso sería tocar a las puertas y pedir ayuda a quien me abriera. No me atreví. Hasta dudé de que hubiera alguien detrás de aquellas puertas. Simplemente no creí que alguien pudiera ayudarme. Entonces comprobé que ese instante era el principio y el final; supe que ya no habría después. Como ya lo había pensado. Solo existía el momento que se vivía. Me vino como un lejano eco la voz que nos alertó para desalojar de inmediato la Plaza de la Constitución. Pero ya no significaba gran cosa. El miedo, entonces, me dominó por algo peor, algo muchísimo peor. Y esto era algo desconocido que estaba a unos pasos de mi propia sombra, a la vuelta de la esquina, en medio de la más terrible de las soledades y del más profundo silencio, sí, algo terrible me acechaba. ~
HUMBERTO GUZMÁN es autor de las novelas Los extraños, Los buscadores de la dicha y La caricia del mal, entre otras; de los libros de cuentos Seductora melancolía y Lectura de la melancolía, y de Aprendiz de novelista, manual para nuevos escritores.