A cincuenta años de su muerte, William Faulkner es considerado uno de los autores más complejos y originales de la literatura universal. En este breve ensayo el autor nos ofrece las claves para revisar la rica obra de un autor igualmente preocupado por el lenguaje y las pasiones humanas.
Pero el Buen Dios quiso preservarlo de uno de los aspectos más
desagradables que puede ofrecer la personalidad de un hombre: nunca fue un intelectual, nunca se preocupó de la política de las letras. Y, en estos tiempos de “rodeos”, parece prudente un recuerdo. Descendiendo del reciente difunto inmortal a este humilde necrólogo a pedido, reiteraremos que no fue hombre de academias, de discursos patrióticos, de asociaciones literarias.
“Faulkner”, Onetti1
Es muy probable que Octavio Paz haya tenido razón al decir que cuando un autor muere su obra experimenta una suerte de paso progresivo por el infierno, el purgatorio y el cielo. Obviamente, esta analogía deja claro que algunas obras no superarán el submundo; otras, habiendo llegado al purgatorio, no saldrían de este; y que las que ganasen al cielo, lo harían después de un proceso dilatado, cansino y hasta tortuoso, donde un ínfimo grupo de entendidos las conservara como una reliquia en tiempos de infieles. Sin embargo, entre el reducidísimo puñado de autores cuya obra hubiere alcanzado el cielo en corto plazo (que en términos seculares comprendemos como una “consagración”), hay muy pocos que lo hayan logrado con la contundencia de William Faulkner (1897-1962). Asimismo, podemos decir que, a medio siglo de la desaparición de este autor, no se ha dado una verdadera catábasis literaria (o descenso al Hades) debido a la presencia que se ha mantenido mediante las obras que lo han tomado como figura tutelar: Onetti, Rulfo, Vargas Llosa, Morrison, Marías, etcétera.
En gran parte, la literatura de Faulkner está arraigada en el sur de Estados Unidos, el cual no solo es un lugar o una región, sino que es un estado de ánimo, una forma de concebir el mundo, una cultura contrastante del resto del país. La sociedad del Mississippi en que las grandes haciendas algodoneras, agricultoras y creadoras del emblemático whiskey se desarrollaron. La comunidad conservadora que encarara a Abraham Lincoln (1809-1865) para mantener sus privilegios y la esclavitud de sus trabajadores. Pero que, a su vez, involuntariamente, suscitó un fenómeno cultural riquísimo propiciado por el trato entre los blancos y los negros traídos de las Antillas.
Sus historias están conformadas por personajes colectivos, voces que narran sucesos aparentemente aleatorios. Sus pobladores narran una historia concreta, pero al próximo capítulo ellos mismos serán los protagonistas del siguiente rumor o del nuevo escándalo. Este espacio literario está aderezado con una polifonía de voces expresivas, puntos de vista, credos, acentos e incluso atavismos que nos ponen repentinamente frente a la situación que apenas se vislumbraba. A Faulkner le gustaba escuchar las historias que se contaba la gente. Las tabernas eran espacios donde el poblado se conocía mientras repasaba su historia o su pasado. De algún modo, Bill fue un testigo que no pretendía sino capturar la espontaneidad de aquel mundo idílico de su infancia, el cual sufrió cambios radicales que afectaron directamente a su familia y a él mismo. De tal suerte, Faulkner fue el descendiente que viviera las ruinas de un mundo que se colapsó durante la mítica Guerra de Secesión (1861-1865). Particularmente podemos decir que era un autor posapocalíptico que, si bien no vivió los cambios, decadencia y debacles de la sociedad conservadora terrateniente del sur, sí fue consciente de los procesos que llegaban a su desenlace a principios del siglo XX; los cuales eran parte del alud de dinámicas que habían desencadenado la Guerra Civil y la introducción de nuevas relaciones económicas, políticas y sociales que enterrarían aquel mundo anticuado.
Ese mundo que languidecía de a poco fue antaño la era donde florecieran la economía y el prestigio de los ancestros de Faulkner, cuya madera sirviera para erigir su obra literaria. De una u otra forma, sus novelas siempre aluden a tiempos paralelos al presente. En su obra más exigente y quizá más arriesgada, El ruido y la furia (1929), las cosas ya han sido consumadas. El pasado se muestra como algo inmodificable, y el presente solo es una imagen desleída de lo que fue aquella familia Compson, tan célebre y tan prometedora, que hubo de caer en decadencia económica, espiritual y, lo peor de todo, moral; y que en su estrepitosa caída había tenido que irse deshaciendo paulatinamente de su edén, cientos de hectáreas que la pobreza le iba obligando a vender, y que por ende terminara cercada por un campo de golf de donde brotaba un grito cotidiano que enloquece a Benjy, el hijo idiota. Este grito de los jugadores será el hilo conductor que aúne por un instante el pasado con el presente mediante una exclamación cuya importancia estriba en que da sentido a que la historia nos presente a un Benjy niño y a un Benjy hombre, sin ningún tipo de aclaración de por medio. Pues al oír proveniente del campo de golf el grito de “¡Caddie!”, Benjy evocará el calor de su hermana Caddy, quien más lo quería y que abandonara la casa manchando el buen nombre de la familia para regresar tiempo después embarazada de una niña, Quentin. Siendo lo trágico de esto que Benjy ya no recuerda por qué se pone tan mal pues ya ha olvidado quién era Caddy y por qué siente lo que experimenta.
Asimismo tenemos el ejemplo de la trilogía de los Snopes, la saga que retrata el proceso en que después de la guerra el sur empieza a ser socorrido por los protestantes del norte. Estos personajes, encarnados por la familia Snopes, muestran la diferencia ideológica entre el norte y el sur, los hombres que trabajan y hacen negocios fraudulentos sin ninguna contemplación por los demás, mientras que los sureños, acostumbrados a trabajar para vivir tranquilamente, se ven una y otra vez defraudados en los negocios. A partir de esta perspectiva, El villorrio (1940), La ciudad (1957) y La mansión (1960) representarán el proceso de modernización de una comunidad que empieza a cambiar de una economía rural a una mixta con algunos visos del capitalismo del siglo xx. Los Snopes, algunos con más talento que otros, algunos menos inescrupulosos y otros más astutos, serán el pistón que revolucione el proceso de urbanización y capitalismo basado en las asociaciones de interés y en los monopolios. En estas obras está presente el ambiente del condado que Faulkner habría de fundar en el imaginario de varias generaciones: la mítica Yoknapatawpha, que ya se mencionaba desde Sartoris (1929) y algunos relatos, y que sería esa comunidad hormigueante donde el sur de Estados Unidos se vería reflejada.
A pesar de que haya algunas discusiones sobre la existencia real de este lugar, podemos decir que Faulkner utilizó Yoknapatawpha —palabra de origen indígena que designa uno de los ríos que flanquean el condado2— para contener a Jefferson, la cual se corresponde con la ciudad real de Oxford, que a su vez está en el condado de Lafayette, al norte del estado de Mississippi. El villorrio sería Frenchman’s Bend (Recodo del francés); la ciudad, Jefferson, y la mansión, la de los Snopes. La trilogía, pensada como un auténtico mural donde las cosas estén pasando en una simultaneidad de tiempos, tenía muy pocos antecedentes en la década en que fue publicada.
Por otro lado, esta literatura tiene dos méritos —que en su momento Edmund Wilson reconocía a Michelet: el “fundir materiales dispares e indicar las relaciones entre las diversas formas de la actividad humana. El segundo consistía en captar de nuevo, por así decir, la forma y matiz peculiares de la historia tal y como se presentaba a los hombres que la vivieron: regresar al pasado como si fuera presente y contemplar el mundo sin un conocimiento previo definido del aún no creado porvenir”.3 Debido a esto las obras de Faulkner no se limitan a ser un simple trabajo de memoria, sino un objeto vívido, inestable, inflamable que representó muy bien los retos de la literatura modernista en Estados Unidos.
Asimismo, una renovación de la técnica narrativa —de Faulkner como de los novelistas coetáneos a él— dimensionaba las historias, logrando que cada nuevo proyecto plantease un verdadero desafío a la creatividad del escritor y un reto a la imaginación del lector. Lo cual tenía origen en la certeza de que estos escritores concebían el fenómeno literario como una “creación dirigida” —como argumentó Sartre en su Qu’est-ce que la littérature? (1948). Esta idea estribaba en la noción de que el narrador debía concebir una trama revuelta, caótica, siempre por hacerse, con escenas paralelas donde la concatenación escénica ahondara la persuasión, y que tendría que ser materializada en la conciencia del lector. Es por esto que los capítulos no siguen un orden cronológico, sus voces narrativas son contradictorias y las historias están inconclusas, pero no en el sentido de un final abierto, sino en que están guiados por la consigna que reza así: “No hay que darle al lector todo resuelto”. En estas historias había tal desprecio por los finales abiertos que en ocasiones se llegaba a revelar toda la verdad al final, como si se diera la oportunidad a que el lector generara sus propias hipótesis para terminar por arrojarle el desenlace como se le arroja un filete a un sabueso que ha hecho un buen trabajo. Baste con mencionar dos finales totalmente inesperados en obras como Mientras agonizo (1930) y Las palmeras salvajes (1939) o el cuento “Retrato de Elmer”. Pues en ambas novelas, toda la trama parece señalar hacia un punto culminante que dará libertad, tranquilidad y serenidad al alma de los protagonistas, pero que al surgir la contradictoria escena final el lector no puede sino sentirse que una vez más ha jugado una partida de póquer con alguien que desde el inicio sabía perfectamente el valor de su mano.
También hay que decir que su escritura —a la cual Vargas Llosa ha tildado acertadamente de “laberíntica”— implica un reto al lector, quien parece ser sumergido en una ciénaga donde las escenas ocurren a través de una neblina o una cortina de juncos desde donde las siluetas apenas se esbozan, donde nada queda claro si no interviene un poco la intuición del lector. Me vienen a la memoria algunos capítulos de ¡Absalom, Absalom! (1936) donde la casa de Sutpen esconde un secreto que compromete a los vivos pero sobre todo a los muertos en un pasado, una vez más, irreversible, que se materializa en la transgresión de los ideales racistas. Porque si de otro asunto se ocupó —en libros como Luz de agosto (1932), Desciende, Moisés (1942) o en los cuentos— fue de hacer la diatriba del comercio de esclavos y de expresar enfáticamente la capacidad de franqueza y de lealtad de los negros.
Por otro lado, no sería vano afirmar que leer a Faulkner en su lengua original es una de las empresas más arduas que cualquier hispanoparlante pueda emprender, pues su estilo respondía a la íntima necesidad de representar los fogonazos de esa imaginación tan vivaz, a la vez que se solazaba en lo caliginoso de un idioma que se cierra ante los desconocidos. Como dijo Onetti:
Era, literariamente, uno de los más grandes artistas del siglo. Alguien que no dominaba el inglés y, mucho menos, el español, profetiza que antes de medio siglo todo el mundo culto, bien educado, bien alimentado, estará de acuerdo con una simple perogrullada: la riqueza, el dominio del inglés de Faulkner equivalen a lo que buscó Shakespeare.
Alumno de Joyce y uno de sus primeros lectores (se tiene noticia de que leyó dos veces seguidas Ulises (1922) y repetía poemas del irlandés de memoria4), Faulkner se planteaba una revolución estética que involucrara la forma, el fondo, la problematización del ejercicio de la escritura y la apuesta arriesgadísima de crear una novela diferente cada vez y que en sí misma fuese una poética del género. Incluso vale la pena mencionar otro logro de lo que podríamos llamar lo “faulkneriano”, que consistía en la asimilación de la mitología bíblica tan socorrida en la región. Ya que, una vez más trayendo a cuento a Edmund Wilson, uno de los primeros que celebrara su obra: “Los mitos que nos asombraban no son sino proyecciones de una imaginación humana semejante a la nuestra; y si buscamos la clave dentro de nosotros mismos y aprendemos el modo de interpretarlos adecuadamente, esos mitos nos suministrarán el relato, hasta ahora inaccesible, de las aventuras de hombres iguales a nosotros”5. Por eso su literatura se lee muy bien a través del tamiz que puede ser la Biblia o las tragedias griegas. No fue casual que tuviese una pasión por la literatura de Herman Melville (1819-1891), pues en ambos había la curiosidad por esa literatura que pareciera preceder la existencia del hombre y que de momentos amenaza con sobrevivirla.
Debido a esta incorporación y a una ambición, que quién sabe hasta donde lo hubiera llevado de no haber tenido que estar tan ocupado ganándose la vida, William Faulkner llegó hasta donde solo clásicos como Shakespeare, Cervantes, Sterne, Melville o Joyce lo han logrado. (Incluso me atrevería a decir que, personalmente, me atraen más las novelas del americano que las del irlandés.) Por lo cual nos podemos aventurar a decir que la pica que clavó en Flandes con su literatura va a permanecer en su lugar sin que los autores que en estos días traen al mercado editorial de cabeza la avizoren por un muy buen rato. ~
1 “Faulkner” (julio 1962) en Réquiem por Faulkner, Montevideo, Arca editorial, 1975.
2 El otro es el Tallahatchie.
3 Edmund Wilson, Hacia la estación de Finlandia. Ensayo sobre la forma de escribir y hacer la historia, trad. R. Tomero, M.F. Zalén y J.P. Gortázar, RBA, España, p. 38.
4 Michael Millgate, William Faulkner, trad. Mirko Lauer y Julio Ortega, Barral Editores, Barcelona, 1972, p. 38.
5 Edmund Wilson, óp. cit., p. 24.
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HÉCTOR IVÁN GONZÁLEZ (Ciudad de México, 1980) estudia la licenciatura de Lengua y Literatura Francesas en la UNAM. Es escritor y colabora con obra varia en publicaciones como Tierra Adentro, Revista de la Universidad de México, Crítica de la BUAP, “Laberinto” de Milenio y su blog es www.hombresdeagua1.blogspot.com.